EL VUELO DE LA PLEGARIA
Jacques Sagot
Entre las muchas miserias del tugurio hay una particularmente infame. Los niños gatean hasta el año y medio de edad. Los tugurios tienen pisos de tierra. En su temprana infancia los niños se llevan las manos a la boca un promedio de ciento veinte veces al día. Por los pisos corren los negros desaguaderos del vecindario. Como las crías de algunos pequeños mamíferos, los niños de los tugurios se alimentan primariamente del vómito y los excrementos de los adultos. Pero si el concepto de madriguera evoca tibieza y seguridad, el tugurio significa intemperie, desamparo. Mejor ser un curibí de Tasmania que un niño “criado” en el sub-mundo de los tugurios.
Una vez conocí a una familia que, para vivir la ilusión de tener un piso de losas, cavaba en la tierra con un cuchillito una red de líneas perpendiculares. Cuidaban su configuración con esmero, y tan pronto comenzaban a difuminarse las volvían a “grabar” en el suelo. Dignidad y sentido estético aun en la miseria. Me ofrecieron un bocado y un vaso de agua sacado de un estañón. Rehusé su gentileza y ellos lo comprendieron. Su mirada parecía decir: “nosotros entendemos… no tiene usted por qué aceptarlo”. Hubiera querido en efecto compartir su comida. Nunca me dolió tanto rechazar un pedazo de pan.
Por ahí una maceta con flores azules confería al ámbito un toque de coquetería. Lo demás eran latas de zinc, cartones, pedazos de madera mal claveteados, a veces simplemente superpuestos. Verticalidad mantenida a punta de plegarias. Paredes de zinc, vestidos de zinc, pieles de zinc, corazones de zinc. La miseria termina por entrársenos en el alma, y entonces todo nuestro ser se convierte en tugurio.
Una sola vez visité el infierno. No quiero, no puedo volver. Mi cobardía puede más que mi solidaridad. Me duele el ser. Aun escribir sobre el tema me pone el alma en tonalidad de Re menor. No es cuestión de sensiblería. Me doy vergüenza. Niños que comen excremento… Quebranto de la noción misma de humanidad. El último de los ultrajes. Algo que lesiona a la especie humana en su conjunto. Me hiere y me degrada a mí tanto como a quienes padecen estas ignominias. Homo sum, humani nihil a me alienum puto: “Hombre soy: nada humano me es indiferente”, nos dice Publio Terencio, gran dramaturgo latino del silo II antes de Cristo. Es lesivo para el mundo entero, y nadie puede declararse indiferente ante este horror. No se vale. No es lícito. No es un gesto permitido en este juego que llamamos vida. ¡Que Dios nos libre de la indiferencia ante el dolor de los demás! Es la peor aberración, la peor depravación de que seríamos capaces. Algo únicamente digno de seres desnaturalizados y privados de esos sentimientos proactivos que llamamos “solidaridad”, “empatía”, “misericordia”, y la palabra que los resume a todos: “amor”.
La miseria extrema le roba al ser humano una facultad que es definitoria de su naturaleza: la dignidad. Una persona sin dignidad ya lo ha perdido todo. Es cuando la degradación y la inmundicia son aceptados pasivamente, con una resignación y un silencio que opera como una especie de anestesia del alma. No sufrir, no soñar, no luchar, no ambicionar… no ser. Sin dignidad nos hundimos a un nivel sub-humano. Es una lesión para la totalidad del ser humano. Como decía Hegel: “Nunca seré feliz mientras en algún lugar del mundo haya un esclavo”. Bueno, estos marginados son esclavos de la miseria. Viven bajo su terrible bota, y esta les ha clavado en el cráneo, en gesto de triunfo y dominación, la negra bandera de la penuria. En la mitología griega, Penuria era hija de Penia, la diosa de la pobreza y la estrechez.
En algún momento me puse en contacto con el padre de una parroquia cercana a uno de los más abismales precarios de Costa Rica. Le planteé la posibilidad de llevar un piano al lugar, y ofrecerles conciertos, conferencias y pláticas sobre los temas que los residentes eligiesen. La respuesta del prelado no pudo haber sido más descorazonadora: “Don Jacques, nosotros nos ocupamos de la salvación de las almas, no de la educación o las posibles inquietudes intelectuales de estas pobres gentes”. Eso tuve que oír, amigos y amigas. Tal cual ahora lo leen. Hablé con un líder comunal del precario, pero a su vez me remitió al sacerdote de marras: “aquí nada se puede hacer si el señor cura no colabora”. Impotente, indignado, desmoralizado, derrotado por tal nivel de estolidez, dejé caer el proyecto
Sin embargo, he hecho mi elección: entre el cinismo y la esperanza opto por la segunda. Esperanza activa, militante. Recordé las palabras del poeta Manuel Fernández Juncos: “No se juzga al hombre por su casa; ni a las aves cantoras por su nido… No hay región aislada ni mezquina cuando produce grandes corazones”. Hay que liberar a las aves, dejar resonar su canto, y arrancar a su prisión de zinc el clamor de sus corazones. Si las plegarias vuelan hasta los oídos de Dios, ¿cómo no habrían de llegar a los oídos del hombre?
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