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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento


Deontología médico-paciente


Jacques Sagot



 

Una salud frágil me ha llevado a poner mi vida en manos de médicos desde mi temprana infancia.  He conocido toda suerte de galenos: algunos que curaban con una sonrisa, o con su palabra, o con su mera vocación de servicio.  He hablado de ellos y pienso volver a hacerlo, con nombres y apellidos.  Los mencioné porque creo que la gratitud debe ser focal, personalizada, y no difusa.  Bendigo también las muchas enfermeras de cuyas manos he bebido la vida.  Por desgracia, también he conocido lo contrario: cafres, vampiros, usureros del dolor humano, y por lo menos uno, al que no vacilaría en calificar de criminal.  También a ellos me he referido, y lo volveré a hacer cuantas veces sea necesario.

 

 La praxis médica debe ser regida por la comprensión, la caridad, la compasión -sea esta entendida en su sentido etimológico: compasión: padecer-con.  Unamuno decía que mientras que la alegría separaba a los hombres, el dolor los unía.  Esa unión se llama solidaridad.  Entender que el médico debe seguir a su paciente en el camino de su recuperación, o en la gran aventura del morir, hasta las últimas fases del proceso.  No abandonar el barco cuando este flota aún heroicamente, con cuatro torpedos bajo la línea de flotación.  Un aliado de la vida, o un compañero en la muerte: eso es un médico. Nada de esto sería concebible sin la capacidad para la empatía (misma raíz etimológica: sufrir-con).  Movilizar eso que el filósofo francés Henri Bergson llamaba “empatía imaginativa” (por cuanto para identificarnos con el dolor del prójimo es preciso formarnos imágenes mentales muy vívidas de su sufrimiento).  Una persona carente de imaginación será inevitablemente cruel e inmisericorde.

 

Necesitamos seres humanos comprometidos con el bienestar integral del paciente, no señores que se limitan a echar un vistazo al expediente, a girar un par de órdenes, y luego se retiran, rodeados de un grupo de amanuenses que anotan oficiosamente sus instrucciones.  A una persona no la define su enfermedad, sino lo irreductible humano: la dignidad, y esta es intocable, inalienable, nuestro universal signo de realeza. La relación del médico con el paciente debe ser simétrica y equipotencial: sujeto que le habla a sujeto, no sujeto que le habla a objeto.  En la Historia de la clínica, Foucault señala cuán frecuentemente la relación médico-paciente puede convertirse en una estructura vertical de poder.  Es comprensible: el paciente llega al médico desde una posición siempre fragilizada: se somete a una instancia de autoridad, y hay médicos que, desde la posición de superioridad inherente a todo aquel que hace las veces de socorrista, roban al paciente eso que -repito- lo define ontológicamente: su dignidad.

 

Toda suerte de exámenes, intervenciones o terapias deben ser  practicados con algo fundamental: didactismo.  Cualquier buen médico debe ser, a su vez, un buen pedagogo.  Es fundamental que el paciente sepa a lo que está siendo sometido, y que se le expliquen las cosas prolija y amorosamente.  Hacerle entender el cómo y el por qué del procedimiento.  Nada alivia tanto como la palabra didáctica: con solo eso se estará liberando al paciente de la mitad de su angustia. Que la tecnología médica no se convierta en un amenazador engranaje destinado a invadir, agredir y claustrofobizar al paciente.  Encapsular en una palabra la dolencia (nombrarla, determinarla, definirla) es ya un inmenso triunfo de la vida.  Nada podría ser peor que luchar contra un rival innominado, indeterminado, indefinido, por poco un mero fantasma.  Nunca se debe subvalorar el poder mágico de la palabra.  Ponerle nombre al enemigo (el diagnóstico, emitido con el debido didactismo) es ya ganarle la mitad de la partida.

 

Es uno de los temas básicos de la bioética: la deontología médica.  Lo primero que debe hacerse con aquel que sufre es demostrarle que no está solo.  La enfermedad aísla, nos confina a ese espacio acotado que llamamos hospital.  En cierto modo, nos quedamos separados del resto del mundo.  Por principio, y fuera de los seres más próximos a su esfera humana -¡y a veces ni ellos!- el hombre enfermo es siempre, en mayor o menor medida, un hombre solo.  Por lo general, los que gozan de salud suelen no querer tener nada que ver con los enfermos: les recuerdan su propia vulnerabilidad.  Así pues, la primera de las terapias: hacer que el enfermo no se sienta solo.  Ahí es donde el cariño, la preocupación, la calidad humana del personal médico deben ser puestas en acción.  Involucrarse.  No al punto de que el médico tenga que estar elaborando el duelo de la pérdida con cada paciente que se le muere: eso sería un tormento.  El médico sabe bien como digerir esto.  Es parte de su entrenamiento.  Involucrarse, protegiéndose al mismo tiempo del dolor: he ahí lo que hace a un gran médico.  Difícil destreza humana, pero imprescindible para el bienestar del paciente.  El enfermo siente esto, y lo agradece desde el fondo de su ser.  El cariño sana tanto como la más potente de las medicinas.  

 

El médico está en el deber de informar a su paciente sobre la gravedad quizás terminal de su dolencia.  Todo enfermo tiene derecho a saberlo.  Pero, independientemente de la severidad de la patología, no debe robarle al paciente esa arma fundamental, instintiva, telúrica, raigal, que nos permite librar las más arduas batallas y que se llama esperanza.  Atroz doctor sería aquel que privase a su paciente de ella, que se la hurtase o escamotease.  Un médico diagnostica y formula prognosis, pero más allá de eso, su potestad está tajantemente limitada, la salud y la enfermedad son misterios hondos como el pozo de Demócrito, y ningún galeno es dueño de la vida y la muerte.  El peor de los errores consistiría en subestimar los oscuros, automáticos recursos internos que el alma humana detenta, y que es capaz de movilizar cuando las sirenas anuncian la lluvia de misiles.  

 

Paso revista a los médicos a quienes he confiado mi vida, y confirmo dos cosas: si “gracias” es la palabra más bella del mundo -y la que más frecuentemente usaría-, “denuncio” es quizás la más importante.

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