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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 8 jun

Busco sentires y convicciones, no opiniones


Jacques Sagot




 Esto es una calamidad.  Inescapable como la muerte, además.  Algo de lo que estoy absolutamente harto, indigesto, hastiado.  “Estimado señor Sagot.  Siempre leo sus comentarios sobre diversos temas en La Nación.  Debo de confesarle que muchas veces no estoy de acuerdo con sus puntos de vista, pero siempre admiro su tratamiento del idioma y su léxico.  Que tenga usted un buen día”.  

Vivimos en la cultura del “estar o no de acuerdo”.  Tal parece que es crucial, absolutamente decisivo dejar constancia de si uno estuvo o no de acuerdo con el comentarista.  Por establecido ese hecho, se procede a elogiar o vilipendiar su manera de escribir.  La gente sobreestima desmesuradamente eso que llamamos “estar de acuerdo”, o “no estar de acuerdo”.  ¿Qué importancia tiene tal cosa, anyways?  Se sobreentiende que en todo escrito –especialmente cuando se cultiva el periodismo de opinión, más aún si se trata de opiniones como las mías, deliberadamente provocadoras– existe la posibilidad de que el lector esté o no de acuerdo.  Eso es irrelevante, intrascendente, perfectamente superfluo.  Yo no escribo para que la gente esté de acuerdo conmigo.  No escribo tampoco para que la gente no esté de acuerdo conmigo (ambas actitudes son esencialmente narcisistas y vanas).  Escribo porque siento que hay cosas que tengo que decir: es así de simple.  Lo único que para mí cuenta es ser capaz de producir una página de buena, inteligible y elocuente prosa.  De los cinco pasos de la retórica clásica (inventio, dispositio, elocutio, actio, mneme), solo me interesa el tercero: la bella, incisiva, elegante organización del discurso.  Los demás vienen solos, el pensamiento se encarga automáticamente –y sin esfuerzo de mi parte– de formularlos.  De ahí en adelante, si el lector estuvo o no de acuerdo conmigo es cosa que me importa bastante menos que un rábano.  Asumo, como es natural, que siempre habrá gente que esté de acuerdo y gente que no esté de acuerdo con las tesis que propongo. Tal será el caso in saecula saeculorum: no puede ser de otra manera.

 

No soy un opinador profesional, y menos aún, ese horror que hoy en día suele llamarse “un formador de opinión”.  Yo jamás expongo opiniones.  Lo mío son convicciones y sentires.  Las opiniones me las guardo para mí.  Esas no tienen importancia, ni para mí ni para los lectores.  Soy más un “sentidor” que un “pensador”, y eso me parece muy bien.  Por las heridas de Cristo, no me inflijan más ese tipo de comentarios: el estar-o-no-deacuerdismo es una enfermedad nacional, una impertinencia, una cosa perfectamente frívola.  Me irrita ver cómo la gente se apresura, se precipita, se asegura de puntualizar, d´emblée y prima facie, que aunque no siempre –o casi nunca– están de acuerdo conmigo, respetan mi estilo, mi manera de escribir.  ¿Les estoy acaso pidiendo su opinión al respecto?  Repito: cela va sans dire, it goes without saying, huelga decir que siempre que alguien emite un parecer en un periódico, habrá gente que esté de acuerdo y gente que no estará de acuerdo.  Es cosa que está built into the profession mero narcisismo por parte del lector, correr a hacerme saber si estuvieron o no de acuerdo con mis planteamientos: me parece muy bien si lo estuvieron (el texto habrá cumplido con su misión de corroborar un sentir), y me parece igualmente bien si no lo estuvieron (el texto habrá cumplido con su misión de corroborar un sentir por medio de la confrontación de perspectivas).  En ambos casos es útil leer el texto.  Por lo demás, execro –literalmente se me ponen los pelos de punta– que me llamen “un formador de opinión”.  Me parece una atribución desmedida, un pecado de hybris, una grotesca importantización de mi pequeño ser.  ¿Qué o quién me confiere a mí el poder de “formar opiniones”?  Eso equivale a educar…  No escribo primordialmente para educar, excepto cuando soy específicamente comisionado para tal efecto.  ¿Yo “formando opiniones”?  ¡Pero si las desprecio por principio, por definición!

 

La opinión es el tipo de sentencia que puede expedirse en unos pocos segundos, en un asiento del bus que compartimos con alguien que a nuestro lado implora un mendrugo de comunicación.  Ese es el hábitat natural de las opiniones.  Son criaturitas volanderas, leves, efímeras, vagarosas.  Sirven para permitir que el engranaje social no chirríe, que sus goznes y  bisagras no nos taladren las orejas.  Las opiniones son aceite: cuestión de fluidificar las más superficiales relaciones humanas.  

 

El melindroso, pedante y relamido cancillerillo de la administración que estafó al país con el escándalo del cemento chino, me llamó alguna vez públicamente “un opinólogo”.  Decididamente, cuando la gente carece de talento verbal, debería abstenerse de intentar fórmulas que se pretenden ingeniosas u originales.  Aun cuando yo opinase sobre todos los temas concebibles, sería un “opinador”, no un “opinólogo”.  Esta segunda imbecilidad designaría a un profesional especializado en estudiar los mecanismos psíquicos, lingüísticos y epistemológicos por medio de los cuales se formula una opinión.  El “logo” en “opinólogo” es como el “logo” en “geólogo”, en “antropólogo” o en “oncólogo”.  Un oncólogo no es la persona que padece muchos cánceres, sino la que estudia los cánceres y la manera de curarlos.  De análoga manera, un “opinólogo” no sería la persona que opina sobre muchos temas, sino aquel profesional especializado en el estudio de la manera en que se formulan eso que llamamos “opiniones”.  Así que el canciller de la estafa cementera por 45,5 millones de dólares yerra, pifia, misses the point completely.  ¿Y por qué le pasó eso?  Por imbécil.  Por hacerse el gracioso.  Por sobrevalorar su ingenio y su sentido del humor.  Me parece magnífico que un burocratito glorificado quiera jugar a Oscar Wilde, pero si tal es su intención, deberá desarrollar una serie de destrezas verbales, una agudeza, una fisga y un ingenio que no son fáciles de adquirir (aún más: tengo para mí que ese es el tipo de talento que se tiene o no se tiene).  

 

Y de toda suerte, repito: lo mío son convicciones y sentires.  Las opiniones son cosas insignificantes: sirven para hacer conversación en el bus, en el metro o en las filas de los bancos: eso es todo.  Small talk.  Por poco, parte de lo que Jakobson hubiera llamado “la función fática o de contacto del lenguaje”, esto es, el lenguaje que reproduce fórmulas hechas para lubricar la convivencia, y no encapsulan forma ninguna del pensamiento: “buenos días”, “buenas noches”, “qué tarde tan caliente”, “ya se viene la lluvia”, “en esta ciudad ya no se puede manejar”…ustedes saben: cosas que se espetan automáticamente, sin movilización del espíritu crítico.  La opinión es hipónima (está por debajo) de las nociones de certeza, juicio, aserto, convicción, ideal y fe.  Son muy poquita cosa, las opiniones… animalitos volátiles que a lo sumo aspiran a hacerse oír.  Vivimos en una sociedad que les confiere demasiada importancia, una sociedad opinante u opinadora.  Platón las ubicaba en el mismo plano de la doxa, esto es, el mundo fantasmagórico de las sombras que desfilan por el fondo de la caverna.  La episteme, por el contrario, es el saber del iniciado en la inteligencia de las abstracciones y los arquetipos ideales.  Y ese no es un buen tema para una conversación en el bus, entre parada y parada, en medio de un embotellamiento infernal, y bajo cantaradas de lluvia.

 

Denme sus convicciones, no sus opiniones o pareceres. Nadie muere por una opinión.  En cambio, conozco miles de seres humanos que darían sus vidas por una convicción, una fe o un ideal.  Es como comparar el retintín de un celular con la Missa Solemnis de Beethoven.  Cada cosa en su lugar.

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