Pelota
Jacques Sagot
Pelota ha alcanzado ya la noble edad de catorce años. Un día cualquiera del mes de mayo vino al mundo, en una tibia canasta escondida en el rincón más umbrío del cuarto de pilas. Y no es que yo me haya tomado la molestia de marcar en el calendario tan significativa efeméride. Recuerdo tan solo que los abejoncillos de mayo revoloteaban en torno a la pululante camada el día en que viera la luz, y que los ubicuos insectos constituyeron su primera sorpresa, su rito de iniciación en ese planeta lleno de insólitas criaturas que estaba por descubrir.
De conformidad con la escala temporal perruna, Pelota pasa por ser una venerable octogenaria, la matriarcal fundadora de una estirpe llena de ilustres ciudadanos en el reino canino. Yo mismo la elegí de entre siete perritos, idénticos a ojos del observador inatento, tan singulares como seres humanos para quien los mirara con verdadero detenimiento. La escogí porque era la más pequeña y desvalida del grupo. Porque era la más vulnerable. Porque algo había en ella de la tersa calidez de los peluches, y porque… ¡qué sé yo! Por esas inexplicables gravitaciones que experimentamos hacia ciertos seres, esas criaturas que se roban nuestro corazón de manera tácita y casi imperceptible…
Al intentar describirla evoco automáticamente a Juan Ramón Jiménez: “Pelota es pequeña, peluda y suave; tan blanda por fuera, que se diría de algodón, que no lleva huesos…” ¡Ah, Platero, qué regalo del más niño entre los poetas, para ese poeta que palpita en todo niño! ¿Su raza? No importa: es mi mascota, y prefiero que mis lectores la identifiquen con cualquier animal entrañable que en sus vidas hayan tenido. Pelota es la perrita que más he querido. No sé por qué. Esas cosas no tienen –y no necesitan– explicación. Como corresponde a toda dama reumática y señorialmente achacosa, Pelota disfruta de los apacibles días de su vejez bajo el cielo diáfano y ardiente de La Garita, donde mis padres atienden con celo de lacayos hasta el más insignificante de sus caprichos. Es una soberana que supo reinar por su ternura, su fidelidad y su mirada cuajada de amor.
Hace unos días recibí en Houston una de esas llamadas nocturnas que detienen el corazón en plena sístole. Instintivamente cerré los ojos y contuve el aliento, al levantar con mano trémula el auricular… Que Pelota se muere, que el pronóstico del veterinario es muy reservado, que no hay nada que hacer, que es pura y simple vejez…
El dejar a mi mascota me significó una de las peores cabangas en ese proceso de autoexilio al que mi profesión me obligó a someterme durante muchos años. Cada vez que regresaba a Costa Rica, era una recepción exultante de lengüetazos, brincos, aullidos, danzas y cánticos perrunos. ¿Quién fue el cretino que dijo que los animales no tenían memoria? ¡La tienen mucho más sólida que varios especímenes humanos que no quiero ni siquiera evocar!
Ya no estará ella para presidir como antes la solemne ceremonia de bienvenida: me lo dice mi corazón, que en estas cosas es certero como una saeta. Sin ella mi retorno ya no será lo mismo. “La perrita no está sufriendo” –aseguró piadosamente el veterinario–. Tan solo se está durmiendo, disolviendo, difuminando día con día, en un ocaso apacible e indoloro. ¡Que no está sufriendo! ¿Qué sabemos nosotros de los animales, esos seres infinitamente misteriosos, insondables y arcanos como esfinges? ¡Pretender asomarnos a sus almas, nosotros que ni en nuestros propios corazones somos capaces de ver con claridad! Y pensé en mi buena amiga Myriam Bustos, que como yo conoce el arte de dialogar con ellos y leer en lo más profundo de sus ojos.
¿Qué impronta dejó este pequeño ser en mi vida? Una criatura simple, elemental, que vivió para darme su amor ciego, incondicional, sin veleidades ni fluctuaciones. Nunca me traicionó, ni envidió, ni hirió, ni juzgó; nunca se cansó de mí, y en cuanto a olvidar, conozco a más de una que a su lado pasaría por desmemoriada. ¡Me dirán ustedes si esto no es mucho más de lo que cabe esperar de la gloriosa especie humana! Y van a perdonar mis lectores, pero la fidelidad, el silencio y la serena dignidad de las bestias no hacen sino agudizar mi natural misantropía. Los animales saben morir, y lo hacen con dignidad y paz (“solo el silencio es grande, todo lo demás es debilidad” –dice Alfred de Vigny en su poema “La muerte del lobo”–).
Aquel cariño constante y siempre reverdecido me hacía sentir corroborado, reafirmado en el mundo y en la vida. Su ritual de saltos y ladridos celebraba día tras día el simple hecho de que yo existiese. ¿Qué importa que no fuera capaz de formular sus sentimientos? La expresión conceptual del amor es siempre torpe y débil. Un beso, una caricia, una sonrisa valen por mil palabras. La mirada del animal que viene a morir a los pies de su amo es tan elocuente como la mejor prosa de este mundo.
Es curioso: me resulta mucho más fácil concebir un paraíso para los animales que para los seres humanos. El paraíso donde me esperan todos los animalitos que supieron abrirse un camino hasta mi corazón. Eso puedo concebirlo sin dificultad alguna. Fueron luz, amor, fidelidad, nobleza, ternura, compañeros de juegos. ¿Cómo no habría de haber un paraíso para estas almas puras y buenas? Sí, un paraíso donde irían a pastar los caballos y terneritos que tanto amó mi amiga Adriana Herrera, quien en días recientes atravesó el espejo, después de heroica agonía.
Adiós, Pelota, vieja compañera de mi juventud. Gracias por haber existido, por haber llenado este jirón de mi vida, este caleidoscópico sueño de catorce años con tus ladridos, tu plenilunar llanto plañidero, y tus eufóricos coletazos. Es para ti que escribo estas líneas, tú que por lo pronto no puedes entenderlas, pero que quizás algún día seas capaz de asomarte a mi alma y ver el mágico rincón que en ella ocupaste. Porque, si hemos de creer al poeta, el buen Dios ha hecho también un paraíso para los animales, ese prado de flores eternas y zarzas en flor donde pace Platero, donde trotan los borriquillos de Francis Jammes y retozan todas aquellas criaturas que nos hicieron el don de su fidelidad y su mansedumbre.
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