La catedral del dolor
Jacques Sagot
Paso frente al Hospital México. Al bus le tomará medio minuto recorrer el tramo de autopista que corre paralela a la fachada del edificio. Pero mi mente consumirá varias horas digiriendo las imágenes que la vista del nosocomio en mí suscita. Es la mitad de la alta noche. Noche negra, sin luna y sin estrellas. La “noche oscura del alma” (San Juan de la Cruz).
Cientos de ventanas, algunas sumidas en inescrutable tiniebla, otras a media luz, otras dimanando resplandor violento de quirófano. Evoco a Baudelaire, el poeta de mi vida, el bicentenario de cuyo nacimiento estamos celebrando: “No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrador que una ventana aclarada por un cirio. Todo lo que se pueda ver a la luz del sol es menos interesante que lo que sucede detrás de un cristal. En ese agujero negro o luminoso vive la vida, ríe la vida, sufre la vida” –canta, en Le spleen de Paris–.
La vista del hospital me estremece, siento que se me estrecha el corazón y el aire, como fluido espeso, baja con dificultad hacia mis pulmones. Un hospital es un espacio acotado, discontinuo con respecto a su entorno. Como lo sería un cementerio, un museo, un teatro, un estadio o un templo. Un hospital es, antes que cualquier otra cosa, una catedral del dolor. En él miles de personas libran la lucha final. Esa que con terror anticiparon durante todas sus vidas. Miran las clepsidras de su existencia vaciarse ante sus ojos: cada gotita nace, tiembla, y cae silentemente en el vaso inferior. El movimiento es lento pero irreversible. ¿Verán caer la gotita postrera? Según Machado, no: “Tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla. Dormirás muchas horas todavía sobre la orilla vieja, y encontrarás una mañana pura amarrada tu barca a otra ribera”. ¡Ah, si tan solo tuviese razón el poeta!
¿Cuánta gente está muriendo en este preciso instante, detrás de los sombríos vitrales de la catedral del dolor? ¿Para cuántas personas, otrora ocupada por mil fruslerías, el mayor desafío consiste ahora en lograr robarle al aire una bocanada de oxígeno, quizás la última? ¿No darían todo cuanto poseen por ella, por una última, deliciosa y pacificante inhalación? Respirar es un milagro, un prodigio, un privilegio, una bendición… que de puro consuetudinaria hemos terminado por banalizar. Pregúntenle a alguno de estos enfermos lo que significa para ellos esa simple bocanada de oxígeno. Lo he dicho y lo repito: la banalidad no existe: solo existe lo maravilloso, lo extraordinario, lo milagroso… degradado por nuestra incuria, nuestra abulia e indiferencia.
¿Cuántos seres humanos estarán gozando ya de ese incomparable sentimiento que llamamos convalecencia? A veces es más bello y deleitoso convalecer que estar con óptima salud. Beethoven compuso su penúltimo cuarteto para cuerdas, Op. 132 número 15 en La menor, después de larga enfermedad. Al tercer movimiento, una lenta plegaria en la que el autor habla ya con su creador, le puso el siguiente exergo: “Canto de un convaleciente para dar gracias al Altísimo por la salud reencontrada”. Hay que oír esta inexpresable jaculatoria para cobrar conciencia de la resonancia metafísica que el proceso de convalecencia genera en Beethoven, ese sordo genial que oía el infinito.
Persisto en mirar la catedral. ¿Cuánta gente espera, consumida por la angustia, el diagnóstico del médico, apaciguador o fatal? ¿Cuánta gente ora? ¿Cuánta lo hace con la hondura de que Beethoven era capaz? ¿Cuánta piensa en sus seres queridos, en esa noche torva, fosca, justo cuando la soledad muerde más duro? ¿Cuántos evocan los días de plenitud física, el sol, la naturaleza, un partido de fútbol bajo la lluvia, las noches de amor con esos seres que perfumaron y dulcificaron sus vidas, el mar, las montañas, las largas excursiones por los senderos campestres, la sombra confortadora de los grandes árboles, como un inmenso abrazo de la naturaleza, madre y amante? ¿Los echarán de menos? ¿Se limitarán a dar gracias a Dios por siquiera haber vivido tales experiencias? ¿O languidecerán en la irremisible tristeza de no haberse nunca permitido vivir, porque quizás la lectura y el estudio consumieron sus vidas y llenaron de arrugas hondas como surcos labrantíos sus frentes, ahora cubiertas de frías perlas de muerte? ¡Qué darían, como el doctor Fausto, porque Mefistófeles se revelara ante ellos, y les ofreciera el pacto de una juventud reencontrada! ¡Abajo los libros y la adusta filosofía: a vivir se ha dicho; correr, saltar, rodar sobre la hierba, comer, respirar el aire diáfano y enrarecido de las cimas y sí, hacer el amor, hacer el amor hasta reventar! Pero Mefistófeles, que siempre quiere el dolor para los hombres, es demasiado perverso, y no les haría la gracia de ofrecerles un pacto de esta índole. Gozará mil veces más viéndolos agostarse, resecarse, morir, y convertirse en mera putrescencia: un cuerpo que, al desintegrarse, vuelve al estado semilíquido y glutinoso de los embriones. Morir es como regresar al útero materno.
Algunos se prendarán de la fe como la víctima de la última barrica que el naufragio dejó flotando sobre el océano. Otros (sospecho que pocos) negarán a Dios hasta el final, y se convulsionarán y crisparán sobre el lecho –terrible tinglado donde vida y muerte libran el combate final– sin cometer la “humana, demasiado humana” debilidad (Nietzsche), de llamar a Dios en su hora suprema. A ambos los respeto. “Homo sum, humani nihil a me alienum puto” (Publio Terencio). Yo oraré por ellos. ¿Yo, orar? De pronto río de mí mismo. Una risa triste y amarga. Sería una plegaria a lo Unamuno: “Oye mi ruego Tú, Dios que no existes, y en tu nada recoge estas mis quejas, Tú que a los hombres nunca dejas sin consuelo de engaño. Sufro yo a tu costa, Dios no existente, pues si Tú existieras existiría yo también de veras”.
De pronto miro a mi alrededor en el bus, y descubro que todos los pasajeros miran en la dirección opuesta. Nadie quiere ver la catedral del dolor. Lo comprendo. Para los sanos un hospital será siempre, en mayor o menor medida, un memento mori, un recordatorio de muerte. Como el “morir habemus, frater”, que se repetían los monjes al pasar uno junto al otro en los largos corredores del convento claustral. No, el hombre saludable evitará como la peste acercarse a los hospitales, pasar cerca de ellos, siquiera mirarlos de lejos. De nuevo, es un miedo y una aversión que comprendo. Igual evitarán mirar los cementerios, o se santiguarán sin verlos.
Solo yo miro mi catedral. He pasado largas temporadas de mi vida en el hospital México. Es el mejor del país (y conste que los conozco todos, y no precisamente por cuanto sea adicto al turismo hospitalario). Detrás de esas ventanas baudelaireanas hay seres que ya habitan el limbo de la inconsciencia. Un sótano iluminado por la más tenue de las luces, una comarca misteriosa donde reina el silencio, una galería de sombras y espectrales figuras que no generan miedo, porque ya el cuerpo no es capaz de experimentarlo. ¿Volverán al tibio y luminoso mundo de la conciencia? Posiblemente muchos no lo quieren.
Están extenuados y roídos por la enfermedad… solo imploran el reposo eterno. Pero otros sí saldrán a la superficie, a seguir librando su batalla hasta el final, o bien a la reconquista de la vida y sus plenos poderes.
¿Qué pido para aquellos que van a perder ese frágil y efímero hálito que llamamos vida? Que una mano amorosa cierre sus párpados. Que alguien en el mundo murmure una oración por la salvación de sus almas. Que se deslicen a lo largo de ese tránsito de fuego entre vida y muerte con fluidez y presteza, como el bebé que resbala fuera del vientre materno y es inmediatamente acogido por manos y miradas llenas de amor, celebrando su entrada en la vida. Eso deseo, y nada más. Es también lo que pido para mí.
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