La muerte: multiforme bebedizo
Jacques Sagot
A la altura del año 2022, 191 naciones, estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y observadores y países con reconocimiento limitado, han legalizado el aborto. Las bases jurídicas sobre las que fundaron tal posición varían según cada Estado, pero el hecho es que el aborto ha sido aprobado en la vasta mayoría de la comunidad mundial. Perifrástica y eufemísticamente, las brigadas de choque del feminismo radical y fanático, lo han llamado “suspensión libre y voluntaria del embarazo”. Y ya sabemos cuál es su tesis: el embarazo ocurre en el cuerpo de la mujer, y puesto que la mujer es dueña de su cuerpo puede hacer con él lo que le venga en gana. Es, por supuesto, una falacia: la mujer podrá ser todo lo dueña de su propio cuerpo que quiera, pero el cigote, feto o embrión en su vientre es otro cuerpo, representa la alteridad, y exige el mismo respeto que merece cualquier ser viviente.
Entre 1980 y 2020, solo en Estados Unidos se registraron más de 1 400 000 abortos. El equivalente de la población de Manhattan, números más, números menos. Es un genocidio de magnitud inimaginable. Un crimen de lesa humanidad. Si lo hubiesen perpetrado Hitler, Stalin, Mao, Videla o Pinochet nadie dudaría en describirlos como monstruos, seres inconcebiblemente perversos. Estos abortos no fueron, en su mayoría, practicados por debajo del “límite” de las 24 semanas de embarazo. En muchos casos los niños nacían, y el cirujano procedía con una tijera a cortarles la espina dorsal, a la altura de la nuca. Una simple tijera, para recibir en el mundo a una nueva criatura que busca instintiva y naturalmente la luz, el calor y la vida. Muchos embriones fueron desprendidos del útero y sacados a pedazos, desmembrados, mediante tenazas, y a otros se le administró la muerte por medio de una inyección letal.
Pasemos a otro tópico. La eutanasia ha sido ya legalizada en Alemania, Suiza, España, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Canadá, Nueva Zelanda, Colombia, Argentina, Chile, México D. F. y los estados de Aguascalientes y Michoacán, y en los Estados Unidos es practicada en California, Colorado, Hawai, Maine, Nueva Jersey, Oregon, Vermont, Washington y el distrito de Columbia. De la eutanasia existen tres versiones: la muerte asistida (la que ejecutaba el Doctor Jack Kevorkian), la asistencia médica para morir (se le da al paciente la sustancia que lo va a matar, y se le deja en libertad de hacerlo), y la eutanasia pasiva (se le dejan de proporcionar al enfermo los fármacos necesarios para su sobrevivencia, con lo cual no tarda en morir).
Y algo más: ya hay médicos de prestigio en los Estados Unidos que proponen (y hablan muy en serio) la suspensión de tratamientos clínicos onerosos para todo paciente por encima de los ochenta años de edad. Los marcapasos coronarios, por ejemplo, son un procedimiento muy caro, y no tiene sentido –según estos nobilísimos galenos– que las instituciones de salud sigan desperdiciando sus recursos en enfermos octogenarios. Cuestión de una fría medición entre costo y beneficio. El utilitarismo de Stuart Mill y Jeremy Bentham en su más pragmática expresión. Las consideraciones de orden humano no cuentan para nada, en estos terribles algoritmos de la muerte.
No soy un conspiranoico de esos que han pululado desde la pandemia del Covid-19. Soy un hombre relativamente informado, eso es todo. Pero no puedo evitar pensar que estamos viviendo en una cultura de la muerte. Una cultura que, inspirada en postulados más o menos malthusianos, quiere reducir la tasa de crecimiento de la población mundial. Los seres humanos hemos llegado –tal parece– a ese punto de regresión en el que queremos más muerte que vida en torno nuestro. Las políticas favorecedoras de la muerte han ido prendiendo fuego en prácticamente la totalidad del planeta. Obedecemos, tal parece, a un instinto tanatofílico: la terrible paradoja consistente en destruirnos a fin de no sobrepoblar el mundo y acarrear una hecatombe alimentaria y ecológica que afectará a ricos y pobres por igual. El aborto, la eutanasia y la suspensión de cuidados médicos para los ciudadanos que sobrepasen los ochenta años son medidas que apuntan todas en la misma dirección: las tres están signadas por la muerte.
Añado a estos factores un hecho ciertamente no despreciable: la legalización de las uniones homosexuales (que propenden a la esterilidad, a menos de que adopten niños o usen vientres “de alquiler”) no contribuyen tampoco a la población del mundo. Son una fuerza más que, en el gran panorama que he intentado trazar, apuntan a la muerte, no a la vida (lo digo con el mayor respeto y afecto por la población gay, y considerando el problema desde una perspectiva exclusivamente demográfica).
Volviendo al tema del aborto, resulta perturbador que la ONU obligara a más de cincuenta países a firmar un acuerdo en el cual estos se comprometían a darle seguimiento presto y normal a sus prácticas abortistas en medio de la pandemia del Covid-19. Era lo único que no se podía descontinuar o ralentar. ¿Quién o quiénes tienen tal interés en vernos mermar como especie al punto de defender la continuidad de los abortos en medio de una crisis sanitaria de escala planetaria? Y claro, se invocaba (siempre las perífrasis) el derecho de la mujer a su salud sexual y reproductiva. ¿Desde cuándo matar embriones es una práctica saludable para la mujer? Antes bien, muchas son las que nunca logran reponerse emocional y psicológicamente de esta criminal decisión.
Hace ya unas tres décadas el almirante Jacques Cousteau pronunció en la UNESCO (París) un discurso que soliviantó a toda la institución. En él señalaba la importancia que habían tenido en el pasado los virus y las grandes pestes en el equilibrio ecológico del planeta. En efecto, todos sabemos que entre 1330 y 1340 la gran peste negra o peste bubónica (provocada por el bacilo Yersinia pestis) mató a un tercio de la población euroasiática y africana. Y la viruela, el sarampión, el tifo y la malaria que los conquistadores españoles trajeron a Hispanoamérica, diezmó las poblaciones autóctonas en más de un 60%. Los avances de la medicina han hecho que estos apocalípticos flagelos sean menos devastadores hoy en día. Aun así, el SIDA ha matado a 35,2 millones de personas entre 1981 y 2022. Y el Covid-19 y sus mutaciones han cobrado 5,6 millones en todo el planeta durante los últimos dos años. Pero Cousteau veía en esto una especie de mecanismo por medio del cual la naturaleza misma se encargaba de equilibrar la ecología mundial y de desacelerar la vertiginosa proliferación de seres humanos, esa que en todos despertaba el fantasma de Malthus. Sobra decir que Cousteau se hizo acreedor a una rechifla universal por su afirmación. En mi sentir, es un acto de egoísmo, de falta de conciencia planetaria y ecológica proliferar como conejos o como cuilos en un mundo donde los recursos son limitados y eminentemente agotables. Pero hay gentes y pueblos que son así: “¡después de mí, el diluvio”! (Madame Pompadour). Es una actitud irresponsable, desconsiderada y autodestructiva.
Pero creo que el culto a la muerte que rendimos a través del aborto, la eutanasia y la desatención médica de los ancianos, son mecanismos más o menos controlados (¿por quién o por quiénes? No lo sé) para mantenernos bajo liza, en materia de reproducción. El “¡Id y multiplicaos!” bíblico tenía sentido cuando en el planeta no había más que unos pocos millones de habitantes. Pero hoy somos más de 8 000 millones de homo sapiens consumiendo y contaminando nuestro entorno como nunca lo habíamos hecho. Somos el único animal que convierte en un chiquero su propia morada, su casa, hasta su lecho. Ello no obstante, bajo ninguna perspectiva (excepto cuando la vida de la madre, el hijo o ambos está en serio peligro) aprobaré nunca el aborto. Es una atrocidad que me cuesta siquiera concebir. La privación de asistencia médica para los ancianos me recuerda las prácticas de esas tribus errantes del África profunda, que cuando veían a sus viejos lastrar el continuo desplazamiento de la comunidad, los dejaban amarrados a un árbol, a la espera de que los leones y leopardos los descuartizasen, y seguían su camino impasibles. Por lo que a la eutanasia atañe, creo que hay un sentido misterioso y trascendental en ese sufrimiento quizás atroz de las enfermedades prolongadas y terminales, un sufrimiento que debe ser asumido como parte de la saga del ser humano sobre el planeta, de la aventura del vivir, y que es mucho lo que de estos amargos trances se puede aprender.
Otra manifestación palmaria de la pulsión de muerte: cada año se suicidan más de 800 000 personas en todo el mundo, y la cifra tiende a aumentar. Algo más: los niños y los adolescentes son el grupo etario donde el suicidio es más frecuente. ¡Seres que están ad portas de esa formidable aventura del vivir, barcos que apenas se han hecho a la mar, aves que no han siquiera despegado plenamente sus alas para el vuelo, rechazan ya la vida! Jamás los dedos huesudos y magnéticos de la muerte han tenido tal poder hipnótico sobre los seres humanos. Como el flautista de Hamelin, la Segadora entona su instrumento, y la seguimos mesmerizados, en estado de trance, dóciles hacia el precipicio del que nadie ha jamás reemergido.
Apuesto a la cultura de la vida, y rechazo desde el fondo del instinto el canto de sirena de la muerte. Somos los pastores y jardineros de la vida. Sus custodios, sus hierofantes. Estamos en el mundo para proclamarla y cantarla, con todas las disonancias y horrísonos acordes que pueda tener. El dolor es un agente al servicio de la vida. Nos sensibiliza a ella, despierta las más sutiles terminaciones nerviosas de nuestras almas. Aun el más lacerante dolor del mundo es una bendición. “Hermana enfermedad, hermana miseria, hermana soledad, hermana ira, hermano dolor, hermano Sol, hermana Luna”… ¿Recuerdan, amigos, las prédicas y el ejemplo de vida de este loco sublime, de este remanso de paz y de armonía, de este domador de tormentas y enamorado eterno de Dios? Harto saludable, que tengamos en mente su ejemplo, en estos tiempos de conturbación y angustia inexpresables.
Comparto con Jacques el rechazo al "aborto indiscriminado", inclinándome por legalizarlo en los casos dichos de peligro de muerte para la madre o ambos y también, en casos calificados de violación con embarazo consecuente. Pero difiero radicalmente en meter en el mismo saco a la eutanasia e incluso tratar con cierta ligereza un tema tan complejo como ignoto: el suicidio, sobre todo en jóvenes. Nuestro estado deberá proveer una efectiva y abundante red de casas cuna, para recibir a todos los niños que iban a ser abortados y que pueden ser "donados" para su crianza en esas "comunidades" o bien, felizmente adoptados, pero no condeno el aborto en general mientras el estado no provea esas posibilidades de dar una criatura…