El deseo siempre es niño
Jacques Sagot
Recuerdo que una vez le pregunté al padre Carlos si, en su opinión, Hamlet y Ofelia habían hecho el amor. El padre era, pues qué decir… un padre, no un especialista en teatro isabelino. No supo qué responderme. Yo estaba en cuarto grado, tenía nueve años de edad, y siempre andaba incomodando a la gente con ese tipo de preguntas.
Una compañía de teatro española venía de representar Hamlet, y yo me había enamorado de la actriz que hacía el papel de Ofelia (¿quién sería, por el amor de Dios, quién sería? Me temo que se tratara de una muchacha cuyo nombre me escapa y que murió años después, en un accidente de tránsito, en Madrid). Tal fue mi insistencia, que me llevaron nuevamente a ver la obra. Mi mamá estaba orgullosa de las inquietudes culturales de “mi chiquito”.
Pero a mí no me importaba Hamlet, ni Claudio, ni Gertrudis, ni Laertes… yo solo quería verla a ella. “Sobre el agua calma y negra donde duermen las estrellas, la blanca Ofelia flota como un gran lirio… Flota lenta, muy lentamente, recostada en sus largos velos… En los bosques cercanos se oye el llamado de los cornos” (Rimbaud). Y sí, sí, su traje de leyenda producía, cada vez que pasaba cerca de mi butaca, un bisbiseo delicioso. Hacían música, sus enaguas, un sonido entre sedoso y aterciopelado. Pero sobre todo, sobre todo, era el escote –cuadrado– y la blancura inmensa de su pecho, de sus senos estrujados, como criaturas dotadas de vida propia, que implorasen ser liberadas. El vestido era color púrpura, y el cuello tenía un ribete dorado. Y nadie –¡maldita sea!– puede imaginarse que un niño sea capaz de enamorarse de tal visión, y de desear como un loco tocar aquella tela, olerla, hundir las manos por el escote. No, los niños no existen sexualmente –asumen los adultos–. Son todos frígidos o emasculados. Y sufrí, por mi Ofelia: ya no me quisieron llevar al teatro por tercera vez… yo hubiera ido todos los días. ¡Ah, el sordo, informulable, desesperado deseo del niño! Inexpresable, sancionado, siempre subterráneo.
Hemos de dar gracias a Sigmund Freud por haber explorado el tema de la sexualidad del niño –una noción que le granjeó ceños fruncidos y anatemas en toda Viena–. La sociedad burguesa siempre entra en pánico y negación cuando aborda los tópicos de la sexualidad de los niños, y de la sexualidad de los ancianos. En el caso de los primeros, esa pulsión y curiosidad sexuales solo podrían ser el brote, en germen, de un maniaco sexual, de un violador, de un asesino serial. En el caso de los segundos, la sola imagen de nuestros abuelos disfrutando del sexo se nos antoja repulsiva, procaz, ofensiva… una visión del infierno. Pero resulta que, les guste a ustedes o no, queridos amigos y amigas, los niños y los ancianos son criaturas eminentemente, poderosamente, intensamente sexuales. Conocen el deseo: lo experimentan en cada fibra de sus seres, y procurarán, de una manera u otra, saciarlo. Todos estamos programados por natura para ello.
Y fue así, preguntando a diestra y siniestra si Hamlet y Ofelia habían hecho el amor –con genuina curiosidad y absoluta inocencia– que me granjeé la reputación de ser un chico problemático, y una posible mala influencia para mis compañeritos. Mi papá fue convocado por el director del colegio para una conversación al respecto. No concurrió a la cita. Al padre Carlos lo instaron a ofrecernos una clase de educación sexual siquiera sucinta y tan modosa como fuese posible, porque yo ya había propagado mi virus por toda la clase. El padre declinó. Finalmente, la pobre niña Sonia tuvo que improvisar una conferencia con carteles y toda suerte de facilitadores pedagógicos para que todos en la clase fuésemos iniciados en el terrible arcano: the facts of life! Recuerdo a la infortunada mujer impartiendo su lección, mientras me lanzaba miradas como dardos, en las que se leía “por tu culpa, chiquillo maldoso, tengo yo que estar haciendo el ridículo explicándole a una clase de güilas morbosos en qué consiste la cópula sexual humana”. Sí, me temo que por espacio de varias semanas yo fui percibido como un peligroso, psicótico y deletéreo elemento, cuya proximidad convenía rehuir, y cuya palabra era mejor desoír. Fue la primera vez, en mi vida, en la que me tocó hacer las veces de lo que Ibsen hubiera llamado “un enemigo del pueblo”. Muchas más vendrían con los años, y muchas más espero para el futuro. Siempre tuve vocación de enmerdeur, una vocación profunda y natural. Yo era el niño que siempre decía: “¡Pero si el emperador anda desnudo!” Una bomba de tiempo pedagógica, la pesadilla de cualquier maestra.
Y veintidós años después, en la Universidad de Costa Rica, tomé un curso sobre Shakespeare, impartido por uno de sus mejores traductores a la lengua castellana: Joaquín Gutiérrez, de suyo, distinguidísimo escritor costarricense. Y volví con mi pregunta. Lo que el padre Carlos no me había podido responder me lo respondió don Joaquín, entre corrillos y con maliciosa sonrisa: “Sí: hicieron el amor. ¿Sabés por qué lo sé? Porque cuando Ofelia entra loca a palacio lo primero que hace es repartir entre los corruptos miembros de la corte de Elsinore ciertas florcitas… florcitas que –se creía a la sazón–eran capaces de restituir la virginidad: ¡ve vos qué bandidos!”
Me tomó veintiún años recibir la anhelada respuesta. Yo me había identificado con Hamlet, y como el niño que era, deseaba ardientemente que hubiese podido hacer el amor con su amada (era mi manera de hacerlo por interpósita mano, par procuration). El niño había encontrado la paz. Por fin había logrado hacerle el amor a su Ofelia.
Desde que asistí a ese montaje y zozobré en el escote purpúreo con ribetes dorados de Ofelia; desde que inhalé su dulce fragancia –anticipadora de paraísos que ni siquiera podía sospechar–; desde que me dejé avasallar sin ofrecer la menor resistencia por su recia, imponente personalidad; desde que me cegó su belleza violenta, impositiva, tiránica como la de las grandes catedrales góticas; no he hecho otra cosa que correr en pos de mi Ofelia. Aún más: todas las mujeres que he amado o siquiera deseado han sido avatares de esa Ofelia prototípica e iniciática. Nunca habrá otra mujer en mi vida. Tal es el inmenso poder que el teatro puede tener sobre un niño hipersensible e hiperemotivo. Ah, sí, casi se me olvidaba mencionarlo: al día de hoy ese niño sigue habitando mi alma, y dictando no pocos de mis actos, fantasías y desvaríos. No puedo ni quiero expulsarlo de mi ser: es también él quien hace arte, quien toca conciertos y escribe libros que indignan a algunos y divierten a otros.
Ciertamente, gracias a Freud, según Jacques, abordamos de alguna forma ese tabú de la sexualidad en la infancia y la vejez... Claro que recuerdo mis fantasías y anhelos sexuales de niño... Y al parecer, comulgando con Jacques, ese niño sigue vivo en mí. Gracias maestro.