El deseo
Jacques Sagot
El deseo del hombre ennoblece a la mujer, no la envilece… siempre y cuando no se transforme en baba corrosiva, en agresión de primate en celo.
El deseo del hombre honra a la mujer, no la deshonra… siempre y cuando respete la alteridad, la especificidad, el inviolable misterio en que se envuelve todo ser humano.
El deseo del hombre es homenaje y celebración de la belleza… siempre y cuando no transforme a la mujer en mercancía de vitrina, pasiva, inerte, privada de densidad ontológica.
El deseo es dador de vida. Todos hemos sido engendrados en el deseo. Dejar de desear es comenzar a morir. Sin deseo ni siquiera saldríamos de la cama por la mañana. ¿Deseo de qué? De todo: el gozo de la música, el gozo de la palabra, el gozo del ser, el gozo de esa naranja cuyo zumo descubrimos un día cualquiera con perplejidad, con asombro de niño, con mirada fresca, vivificadora como… como… ¡pues como un jugo de naranja!
Todo cuanto existe en el mundo existe en virtud del deseo. Si Dios mismo no fuese, esencialmente, un ser deseante, jamás se habría aventurado en esa formidable aventura que es la Creación. ¿Obra de amor? Sin duda, pero no concibo el amor sin deseo, toda vez que este es uno de sus más importantes componentes. Como decía Platón: “Quien ama lo bello quiere siempre que eso sea suyo”. No hay amor sin concupiscencia., sin deseo. Y la satisfacción del deseo no es el chato, aburrido, grisáceo “placer”, no. ¡Es el gozo y el éxtasis: vivencias de otro nivel!
Nuestra única misión en el mundo es amar. Eso resume todo cuanto de la vida he aprendido. Los grandes compromisos, las causas sociales, los romances, los sacrificios, las ofrendas, las sonrisas y muchas, muchísimas de nuestras lágrimas no son sino sub-productos del amor. Y no olvidemos el amor místico, la sed de divinidad, ese deseo trascendental que es como el venero de todos los deseos del mundo.
Todo el que desea querría que su deseo fuese eterno. No lo será si no lo alimenta la curiosidad, ese anhelo nunca totalmente saciado, el cosquilleo de un enigma jamás completamente descifrado. El deseo es travesía, no puerto; es la emoción de ir llegando, no el tedioso desembarque en un litoral que creemos ya explorado, y que, despojado de misterio, se convierte en mero trámite. Si aprendemos a gozar del deseo como tal, sin exigirle a la vida su inmediata satisfacción –pero sin renunciar tampoco a ella– este no tiene por qué generar frustración ni dolor. Aprender a gozar de la sed, no solo del agua, es una de las grandes exquisiteces de la vida. Es un punto que los budistas harían bien en considerar: podemos gozar del deseo en tanto que tal, sin exigir su perentoria satisfacción. Es, evidentemente, un gusto adquirido, no natural, pero también lo son el buen vino, la música de Berlioz o las infinitas, circunvolutas frases de Marcel Proust.
Los seres humanos somos máquinas perfectamente calibradas y lubricadas del deseo. Porque el deseo es, entre muchas otras cosas, una magnífica estrategia de vida y, por consiguiente, un estandarte contra la muerte. Ahí donde haya deseo habrá vida. Galopamos a lomos del deseo, el mejor corcel del viento, espoleándolo y firmemente asidos de sus bridas. ¡Gloriosa, emocionante cabalgata!
El otro –hombre o mujer– será siempre misterio, y como tal es inagotable. Creerlo descifrado es un error descomunal, es ignorar la naturaleza misma del ser humano. Somos sima insondable, no superficie bidimensional, mapa atrapado en su rígida cuadrícula.
No sé, pero a veces me da la impresión de que la mujer es la forma sensible que la vida adopta para mejor manifestarse. Cuando dice “sí” es como si toda la vida nos acogiera. Cuando dice “no” pareciese que la vida entera nos rechazara. No sé si las mujeres tienen plena conciencia de este enorme poder. Son las regentes de la vida (el “sí”) y de la muerte (el “no”). En fin, quizás son desvaríos de mi mente ociosa… no me hagan caso.
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