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La dulce y noble Francia, en las copas mundiales.

Actualizado: 7 feb 2023

Jacques Sagot


Francia ha tenido cuatro grandes selecciones de fútbol.  De magnitud histórica. Todas ellas practicaron un juego –sea la palabra usada en su plenitud semántica– transcendental


Primera: el equipo de Just Fontaine y Raymond Kopa, que en Suecia 1958 bien pudo haber sido campeón, de no habérsele cruzado en el camino Brasil con Pelé, Garrincha, Vavá, Zagallo, Didí, Zito y Nilton Santos.  Ese mundial solo podía ser ganado por la Verdeamarela: no hay discusión posible, es cosa que cualquiera admitiría.  ¿Competir con esa constelación en un mundial?  Como tener que ser Salieri en tiempos de Mozart.  Albert Batteux fue el técnico de este soberbio equipo.


Segunda: el equipo – ballet de Platini, Rocheteau, Lacombe, Giresse, Bossis, Six, Tigana, Fernández, Trésor, Bellone, Papin, que ganó la Eurocopa 1984 bajo la dirección técnica del inolvidable Michel Hidalgo, y obtuvo el cuarto y tercer lugares, respectivamente, en los campeonatos mundiales de España 1982 y México 1986 (este último, bajo la tutela de Henri Michel).  A nadie le cupo duda de que ese fue, de facto, el mejor conjunto del planeta durante varios años.  Pero no llegaron a ser campeones: tanto en España como en México chocaron en semifinales contra los panzers alemanes, cayendo en ambos casos ante un cuadro inferior en talento, pero superior en calorías emocionales.  Ya en anterior artículo me he referido a la épica, inolvidable semifinal de 1982, y a la falta criminal del portero tedesco Schumacher sobre Battiston (no sancionada por un sopla–pitos que ni siquiera merece mención en este texto).  


Tercera: el equipo de Zidane, Blanc, Henry, Trezeguet, Pirès, Amoros, Lizarazu, Djorkaeff, Barthez, campeón  mundial en Francia, en 1998, y ganador de la Eurocopa en 2000 (practicando en esta ocasión un fútbol aún mejor).  Un genio (Zidane) asistido por un oficioso, funcional cuerpo de futbolistas pasablemente buenos: no más que eso.  Notable, el trabajo de los técnicos Aimé Jacquet en 1998 (minuciosísima manera de estudiar a sus rivales), y de Roger Lemerre en 2000 (quien, además, conquistó la Copa Confederaciones en 2001).

  

Cuarto, el equipo de Griezmann, Pogba, Mbappé, Matuidi, Dembélé, Giroud, Lloris, dirigidos por Didier Deschamps, quien fuera campeón como jugador con la selección ganadora del Mundial Francia 1998.  Este equipo no tenía secretos, su fútbol era la simplicidad misma: defensa de granito, cesión de la bola y el terreno al rival, salida veloz por las bandas, contragolpes fulminantes, sacando partido de la potencia física de hombres como Mbappé y Pogba, y aprovechando al máximo las jugadas a balón parado.  Esto les bastó para ganar caminando el Mundial Rusia 2018.  Pragmatismo, juventud, velocidad, condición atlética, y eso fue todo.  Deschamps, quien ya había fracasado como técnico de la selección en el Mundial Brasil 2014 y en la Eurocopa 2016 (¡jugada en Francia!) probó ser un estratega sagaz y realista.  Esta selección gala mantuvo su nivel de excelencia y empató con espectacular marcador de 3-3 la final del mundial Catar 2022, decidido por penales a favor de Argentina.


For whatever it may be worth, les dejo mi opinión: la mejor selección gala de la historia ha sido la de Platini.  Jugaba de manera acompasada, armónica, afiligranada, en dentelle : bordaba sus jugadas con infinito esmero.  Orfebrería, exquisitez, el concepto de estilo prevalecía en ella por sobre el de competitividad: ¡todo fuese antes que tratar mal el balón!  Cuestión de toucher.  Sus jugadores eran más artistas que atletas.  Pródigos de talento, sí.  Panache como jamás tuvieron las selecciones campeonas mundiales en 1998 y 2018 –más pragmáticas, más astutas... y más avaras futbolísticamente–.  El mundo entero los recuerda, aun cuando no fueron campeones.  De los campeones es natural acordarse, ¡pero no de los vencidos!  Y sin embargo, vuelvo a evocar a Borges: “hay derrotas más dignas que la victoria”.  La Francia de Platini que cayó en semifinales en 1982 y 1986…  ¡Ah, amigos, amigas: quienes los vimos jugar jamás los olvidaremos!  Ya en Argentina 1978 –pese a haber caído eliminados en la fase de grupos, ante rivales temibles: Argentina e Italia (a Hungría la doblegaron 3-1)– habían demostrado tener una generación excepcional de futbolistas.  De no haber sido por la mala puntería de Didier Six, hubieran empatado –si no vencido– a los anfitriones, y avanzado a la segunda ronda.  Pero en 1982 y 1986 derrocharon fútbol, talento, belleza.  ¡Conservamos –atesoramos– de ellos imágenes mucho más nítidas que las de los equipos que en tales ocasiones resultaron campeones!  Paralelo al campeonato “oficial” se juega, en el espíritu de todo aficionado, un “campeonato sentimental” –o un “campeonato moral”, si así prefieren definirlo–.  Ese es el que prevalece.  Eternizado, además, por esa atroz tensión que genera la no coincidencia entre excelencia y éxito, un gozo hecho, en buena medida, de frustración: la divina frustración de la injusticia.  No siempre gana el mejor: es así de simple.  En algún doloroso momento de nuestra infancia o juventud, todos perdemos la virginidad de esa falsa ecuación: excelencia = campeonato mundial.  Es como si una novia nos rompiera el corazón: una herida para siempre.


El cuadro francés campeón en la Eurocopa 1984 era una fiesta: Platini ofreció la faena individual más espectacular de la historia de esta justa, con 9 goles.  Derrotaron a la temible Dinamarca de Larsen, Olsen, Simonsen y Laudrup 1-0, a Bélgica 5-0, a Yugoslavia 3-2 (hat trick de Platini), a Portugal 3-2 (vibrante partido que se extendió a tiempos de alargue y en la que Francia remontó un 2-1 adverso en la prórroga), y a la España de Arconada por 2-0.  Pero amigos, amigas: si quieren formarse una idea de la exquisitez del juego de este equipo, no vean la final.  Fue un mal partido.  No representa lo que el equipo era.  Un tiro libro de Platini que Arconada (bastión español en los anteriores encuentros) dejó escurrirse bajo su cuerpo, y un contragolpe de Bellone, en un encuentro por lo demás desprolijo, desordenado.  Regálense, más bien, en cualquiera de los otros partidos del torneo.  Sí: la Francia de Platini ha sido, sin duda alguna, uno de los equipos de mi vida.   Y la Eurocopa 1984, el ápex de su trayectoria.  Gratitud eterna al técnico Michel Hidalgo, por habernos regalado tan garboso fútbol.  


Del Mundial España 1982, recomiendo su exhibición de talento contra Irlanda del Norte (4-1) y contra Alemania (3-3), partido que debieron haber ganado.  Del mundial México 1986, los encuentros contra Hungría (3-0), Italia (2-0), y Brasil (1-1), donde, empero, la Canarinha, con dos tiros al poste y un penal fallado por Zico, merecía haberse impuesto.  He ahí, in a nutshell, la historia de la Selección Francesa de Fútbol.  Lo demás no ha sido sino mediocridad (salvemos una medalla de oro en las Olimpíadas Los Ángeles 1984, las ediciones 2001 y 2003 de la Copa Confederaciones, y alguna otra justa de rango menor).  


Francia no tiene escuela futbolística, y por lo tanto carece de continuidad.  Un equipo de claroscuros.  Luminosidad enceguecedora, o absoluta tiniebla.  Aun con el peor de sus equipos, Alemania estará siempre entre los finalistas de cualquier competencia (salvo en los dos últimos  mundiales, donde Alemania no fue Alemania).  Es un cuadro que no necesita jugar bien para quedar campeón: lo logra porque tiene corazón de león, porque está programado para vencer o morir en el terreno de juego, porque sus jugadores han incorporado a su estructura psíquica las primeras líneas del antiguo himno alemán: “Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt” (¡bellísima música de Haydn, sea dicho de paso!)  Efectivamente, ellos han hecho suya la noción de estar sobre el resto del mundo: la han convertido en su principio de identidad: “somos los mejores”: ¡Bien, bien: así hay que pensar!  


Alemania sabe ganar aun jugando mal: tal es, precisamente, la definición de los grandes equipos.   ¡Un cuadro que solo es capaz de ganar cuando juega de manera óptima, con todos sus talentos encendidos, en el más inspirado de sus días, y con la exacta configuración de astros que le es propicia, no es un buen equipo!  Es como un pianista profesional que solo fuese capaz de tocar bien en el mejor de los pianos del mundo, y después de practicar 8 horas diarias durante un año.  


Francia, en cambio, ha brillado en el fútbol mundial bajo la forma de constelaciones fulgurantes, de centellas que pasan, allá, cada veinte años, constituidas por alineaciones más o menos fortuitas de jugadores geniales, pero no tiene el concepto de tradición, de escuela, de traspaso generacional del fuego de Olimpia, de la antorcha de los triunfadores (“El zorro” Sepp Herberger –campeón mundial en 1954– le “hereda” la Mannschaft a Helmut Schön –campeón mundial en 1974–, quien se la transfiere a Jupp Derwall –campeón de Europa en 1980 y sub-campeón mundial en 1982–, quien se la pasa a Franz Beckenbauer –campeón como jugador en 1974 y como técnico en 1990–, quien se la cede Berti Vogts –campeón como compañero del anterior en 1974, y campeón europeo en 1996–, quien se la traspasa a Rudi Völler –campeón como jugador en 1990 y subcampeón mundial en 2002 como técnico–, quien se la transfiere a Jurgen Klinsmann –campeón como jugador junto a Völler en 1990–, quien se la cede a su asistente Joachim Low –campeón en el Mundial Brasil 2014 y en la Copa Confederaciones Rusia 2017–).  ¿Qué decir?  ¡Pues que es un país de campeones, punto!   La transmisión del conocimiento, el relevo de la autoridad, la noción de linaje, de dinastía, el modelo maestro - discípulo, que, digan lo que digan, sigue siendo la mejor dinámica pedagógica que los seres humanos hemos inventado.  Planificación, visión a largo plazo de los procesos, inteligencia histórica, amplitud de horizontes… hay muchos nombres, para este fenómeno.  

En materia futbolística, Francia carece del sentido dinástico del poder, del concepto de respeto por el maestro, de valor patrimonial, de veneración por el ancestro, de custodia del fuego sagrado.  País anárquico, rebelde, farouche, caótico, carente de cohesión (es, en buena medida, su historia como nación la que se ve aquí reflejada: ¡qué difícil, la noción de consenso, en Francia!  Recordemos la célebre ocurrencia de De Gaulle: “¿Cómo se puede gobernar a un país que tiene doscientas cuarenta y seis variedades de quesos?”)  Cada director técnico pretende empezar “de cero”, como el dios del creacionismo, concibiendo el universo ex-nihilo, en lugar de apoyarse sobre la plataforma legada por su predecesor (antes bien, comenzando por descalificar y difamar al pobre infortunado).  Sí, un rasgo muy francés, hemos de convenir.  Por algo su animal emblemático, totémico, es el gallo: animal de corral, hegemonista, territorial, belicoso, pleitero… pero con el cual también se puede hacer sopa.  Siempre será un equipo intermitente.  

      


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