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Foto del escritorBernal Arce

La Columna de Jacques Sagot | “Nada menos que todo un hombre”




Jacques Sagot.


    Le decían “el Káiser”, y ello por muy buenas razones.  Franz Beckenbauer encarna el imaginario bélico del fútbol como nadie jamás lo ha hecho.  

Recordemos su gesto ejemplar en el “partido del siglo”, la semifinal Alemania - Italia, jugada en el Estadio Azteca, el 17 de junio de 1970.  Italia se pone arriba con un magnífico zurdazo de Boninsegna en el minuto 8.


  En el segundo tiempo, el catenaccio hace valer sus antivalores futbolísticos (valgan la cacofonía y la antinomia).  Penales no pitados por el mediocre árbitro peruano Arturo Yamasaki sobre Beckenbauer (entrada por la entreala derecha, cortando la defensa como una navaja) y Seeler (enganchado por un defensa italiano cuando, a boca de jarro, se aprestaba a fusilar a Albertosi, después de que un zaguero azzurro sacara un balón que se colaba en el marco desguarnecido).  Empata Schnellinger en la última jugada del partido (minuto 92), cuando se suma al ataque y llega, por el centro, desmarcado, a recibir un centro de la izquierda proyectado por Grabowski.  Fue su único gol en 47 partidos con la Selección Alemana.  Irónico hecho, toda vez que su carrera se había desarrollado en el AC Milan, en el AS Roma y en el AC Mantova, y que en rarísimas instancias anotó.  


Nos vamos a las prórrogas.  Se adelanta Alemania con gol de Müller: el “torpedo” aprovecha un descuido inconcebible de la zaga italiana, interponiéndose entre el defensa y el portero, en la que hubiera debido ser una fácil devolución.  Equilibra Burgnich gracias a otro error infantil del -minutos antes- héroe Schnellinger.  El inmortal Luigi Riva pone a Italia 3-2 con zurdazo cruzado desde la izquierda, a la base del poste lejano de Maier.  Vuelve a igualar Alemania: después de un tiro de esquina al segundo palo, Müller recoge de cabeza un testarazo de Seeler.  Las cámaras estaban aún repitiendo el gol, cuando, un minuto más tarde, Gianni Rivera aparece desmarcado por el centro, para vencer a Maier con impecable disparo raso: el portero alemán cubre el ángulo para el posible disparo del puntero izquierdo -repetición del gol que Riva venía de marcarle- cuando se percata de que el jugador proyecta un remate al centro, bajo.  Se devuelve desesperadamente…  Pero Rivera tiene todo el marco a su disposición.  Italia triunfa 4-3.  


En el boxeo, la contienda hubiera sido declarada un “empate técnico” (ambos contrincantes tienen los ojos cerrados, y están tan maltratados, que el encuentro debe darse por suspendido).  Cualquiera de los dos pudo haber ganado.  Algunos comentaristas han dicho que las prórrogas (con sus cinco goles) fueron más un “festival de errores” que una verdadera exhibición futbolística de alto nivel.  No podría discrepar más de esta mezquina apreciación.  En primer lugar, el error es constitutivo del fútbol: si nadie, en lugar alguno de la cancha, errase, jamás se marcaría un gol.  En segundo, en un partido jugado con tal nivel de calorías emocionales, los yerros son sobreseídos por el pundonor y la bravura de los contrincantes.  El partido se hizo acreedor de una placa conmemorativa: lo propio de las grandes gestas heroicas, de las batallas que el mundo recuerda como páginas gloriosas -una vez más, con la saludable diferencia de que, en la guerra del fútbol, no hay muertos-.


Pero fue Beckenbauer quien protagonizó el gesto esencial que quiero celebrar.  Después de la falta que le fue cometida en su entrada al área (donde, a todas luces, se aprestaba a fusilar a Albertosi con el mismo derechazo que le había infligido al portero Bonetti, en los cuartos de final contra Inglaterra), el “Káiser” sufre una luxación de la clavícula.  La lesión es dolorosa.  Los primeros planos de su rostro evidencian intolerable sufrimiento.  Habiendo ya Alemania agotado sus dos cambios -eran todas las posibilidades de relevo con que se contaba entonces- la única opción para él era abandonar el terreno de juego.  Es lo que le pide el propio técnico Schön, lo que le sugieren sus compañeros.  Pero Beckenbauer, con el brazo en cabestrillo, vendado al cuerpo, decide seguir jugando.  ¿Se dan ustedes cuenta de los problemas de equilibrio que esto supone, del dolor redoblado que el contacto físico con cualquier rival generaría, de la erosión física de los 120 minutos jugados bajo el sol agobiante de la ciudad de México, de la imposibilidad para intentar la jugada individual, de tener que confinarse a dirigir sus tropas, y meter balones -no simples pelotazos- al área?  


Al final del encuentro un deportista lo sorprendió llorando.  Le preguntó si la lesión le dolía mucho.  Se limitó a decir: “lo que más me duele no es mi hombro, sino la eliminación de Alemania.  Es por ella que lloro, no por mi clavícula rota”.  Realmente, en un partido así nadie debería de quedar eliminado.  Ese era Beckenbauer, el indoblegable, el líder, el arengador de sus tropas, alto, enhiesto, esbelto y bello como un estandarte.  Pasaba de la defensa al ataque en cuestión de nanosegundos.  Organizaba, dirigía, enardecía, encendía a sus tropas.  Sin él la selección de Alemania se quedaba sin alma, literalmente, des-almada.  Un campeón de esta raza es un campeón para siempre.


Beckenbauer no creó la posición de líbero.  Ya el catenaccio italiano de los años sesenta (El Inter de Helenio Herrera) la empleaba, pero con otra concepción.  El líbero, en este sistema hermético, era simplemente un quinto defensa flotante, especie de “pegalotodo” de la retaguardia, que cubría cualquier boquete, y reforzaba cualquier zona defensiva que estuviese bajo amenaza.  Generalmente jugaba por detrás de la línea de cuatro, cerca del portero.  Beckenbauer le dio otra dimensión a este rol.  Podía, en efecto, jugar como último hombre (“sweeper”: barredor) para cazar cualquier cosa que se le hubiese filtrado a la defensa.  Pero podía también jugar por delante de la línea de cuatro, darle salida al equipo (con dribbling largo, pelotazos enviados con precisión satelital, frecuentes cambios de perfil girando sobre su propio eje), avanzar hasta tres cuartos del terreno, organizar, construir, sostener el medio campo y, con frecuencia, subir a definir.  En realidad, Beckenbauer dominaba todas las áreas del terreno como quizás nadie -salvo Cruyff- lo ha jamás hecho.  Pocos saben que inició su carrera como centro delantero, que jugó a menudo como defensa lateral o como contención.  “Era el jugador perfecto” -dice su compañero de toda la vida, Gerd Müller-.  Aun en un campo enfangado, su porte era tan altivo, y corría tan erguido y con la cabeza tan en alto, que podía salir con su uniforme poco menos que inmaculado.  Añadamos que, como Müller, Pelé, Müller, Cruyff, Rivelino, Ronaldo y tantos otros, se formó jugando fútbol en la calle.  


El mundo ha dado otros líberos notables.  Paso rápida revista a ellos.  Elías Figueroa en Chile, Luis Pereira en Brasil, Ronald Koeman -autor de 239 goles: el defensa más anotador de la historia- en Holanda, Passarella en Argentina -responsable de 134 tantos, segundo mejor anotador jugando también en la retaguardia-, sin duda Matthäus modelado por Beckenbauer a su imagen y semejanza en 1990-, de vez en cuando el mejicano Rafael Márquez, estrella del Barcelona y del “Tri”), o el español Fernando Hierro, que desde su posición “oficial” de defensa central anotó también 156 goles a lo largo de su dilatada carrera -pero una buena parte de ella la invirtió en posición de mediocampista-.  Sin embargo, el líbero -el jugador libre- por excelencia, el líbero antonomástico será siempre Franz Beckenbauer.  


Hoy en día, la posición de líbero ha caído en desuso.  En parte porque, la verdad sea dicha, no aparece un Beckenbauer bajo cualquier piedra, en parte también porque el fútbol actual pretende que todo jugador se prodigue por todas partes y haga las veces de líbero ad hoc, lo cual es absurdo y se inscribe dentro de la propensión a la homogeneización funcional del futbolista moderno.  Por cierto, Beckenbauer marcó 93 goles en su trayectoria: la mayor parte de ellos durante la fase temprana de su carrera, y aunque pasó por el Cosmos de Nueva York y se retiró con el Hamburgo (no más que una anécdota), es el símbolo inmarcesible de ese Bayern de Munich que ganó la Copa de Campeones de Europa en 1974, 1975 y 1976, después del tricampeonato del Ajax de Cruyff (1971, 1972, 1973).  Ambos equipos se desplomaron cuando perdieron a sus respectivos líderes.  Beckenbauer y Cruyff tiranizaron el fútbol europeo de la década de los setentas.  Como técnico y directivo, Beckenbauer sigue siendo en Alemania una figura de veneración apenas ubicable por debajo del Canciller de la República.  


Es un privilegio para mí haber vivido para verlo jugar.  Créanme: era mucho más que un buen futbolista.  Era a su manera un artista, un gladiador, un jugador épico, una personalidad avasalladora y un nobilísimo deportista.  Un gran colega también, y en suma, una bendición, un milagro que elevó al fútbol por encima de sí mismo, y lo hizo trascender a otros planos de la cultura.  Ya no hay hombres ni deportistas de ese tenor.  Quizás nunca más volvamos a tenerlos.   

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