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La columna de Jacques Sagot: Garrincha con el demonio en el cuerpo.

Jacques Sagot


“Garrincha”, Manuel Francisco dos Santos, fue una fuerza de la naturaleza, tan inexplicable como una tromba marina, un estallido volcánico o las cataratas Victoria, sobre el Zambeze. Garrincha es el nombre de un pájaro de las selvas del Matto Grosso. Feo, veloz pero torpe, y presa fácil de los cazadores. Los hermanos de Manuel lo apodaron así porque lo consideraban “feo, puro y libre”.


Tenía la pierna derecha 6 centímetros más corta que la izquierda. Sufría de poliomielitis. La columna vertebral torcida en forma de signo de pregunta. Los pies 80 grados vueltos hacia adentro, no caminó hasta ser sometido a cirugía correctiva. Asimétrico, endeble, por poco discapacitado. Criado en la miseria, en el seno de una familia obrera. Jugaba al fútbol con el equipo amateur de la fábrica en la cual trabajaba. El preparador físico de la Verdeamarela lo evaluó, se acarició la barba doctoral, y sentenció sapientemente: “Este muchacho es un débil mental, y no tiene condiciones físicas ni intelectuales para practicar ningún deporte colectivo”. El técnico Vicente Feola persistió, guiado por intuición certerísima, en llevarlo al mundial de Suecia 1958. Lo demás es leyenda.


Votado por la FIFA el cuarto mejor jugador de la historia, estrella incuestionable en Suecia 1958, aún más en Chile 1962, y por consenso universal -cosa rarísima en el fútbol- ungido el mejor puntero derecho de todos los tiempos. Así que se equivocó, el profesor. No le haré el homenaje de consignar su nombre. Bien merecido tiene el olvido. En cambio, “el muchacho débil mental, desprovisto de condiciones físicas e intelectuales para ningún deporte colectivo” se convirtió… pues en Garrincha. Sinónimo de inspiración, creatividad, fantasía, capacidad improvisatoria, destrezas inimaginables. ¿Ángel, demonio? No lo sé. Su fútbol tenía algo sobrenatural. Jugaba con belleza y virtuosismo. Trascendía lo deportivo: era un verdadero artista. Investíguenlo, amigos, amigas, no se limiten a ver las dos o tres jugadas que figuran en los resúmenes “oficiales” de los campeonatos (los desbordes que provocaron los goles “gemelos” de Vavá contra Suecia en la final 1958, la extensa, sinuosa filigrana que prepara el gol de cabeza de Amarildo contra España cuatro años después). Vayan más allá. Busquen en Google “Garrincha 1962”, y verán a lo que me refiero.


“Mané” hizo lo propio de los grandes: transformar sus debilidades en fortalezas. Usó su cuerpo retorcido para crear los más imprevisibles, insólitos, inéditos regates. Imposible de marcar. Desquiciante. Vertiginoso. Los defensas, a su paso, quedaban perplejos, congelados ante sus caracoleos, túneles, bicicletas, quiebres, regates, sus fantásticas coreografías. ¡Esto, amigos, amigas, era el fútbol creativo, inmortal, el que hemos olvidado! Garrincha, “la alegría del pueblo” -le llamaban-. La vida no le deparó más que tragedia y limitaciones. Él las convirtió en belleza, felicidad, y se las devolvió al mundo. El destino le daba fango, y el avezado alquimista lo transmutaba en oro. Es que nunca somos tan poderosos, tan temibles, tan capaces de revertir los diagnósticos, como cuando el mundo deja de creer en nosotros.


¡Qué bello, pero qué bello puede ser el fútbol! ¡Gracias, Mané, por todo tu dolor, por los poemas que dibujaste sobre el verde lienzo donde te prodigaste, generoso, encendido en amor! Con la posible excepción de la gesta maradoniana en el Mundial México 1986, jamás un equipo logró un campeonato reposando a tal punto sobre el talento de un solo jugador, como Brasil en Chile 1962. Maradona no jugó para Argentina en 1986: ¡fue Argentina quien jugó para él! (sea esto dicho sin demérito de Valdano, Burruchaga, Ruggeri, Brown y compañía). Pues bien, Brasil, en 1962, fue Garrincha. La ecuación es estricta, rigurosa. Todo lo que la Canarinha hizo en esa copa fue reeditar su 1-4-2-4 de Suecia 1958, con Mauro, Bellini, Djalma Santos y Nilton Santos atrás, el elegante, habilidoso, soberbio pasador Didí como medio creativo y Zito haciendo las veces de medio de contención, los cuatro monstruos de la delantera (Zagallo, Vavá, Pelé -sustituido por Amarildo desde el segundo partido- y Garrincha)… Con la diferencia de que, en esta ocasión, la táctica única del equipo era: “métale pelotas a Garrincha: él inventará los goles sobre la marcha”. Con superdotados de esa magnitud, tal propuesta es ciertamente viable.


Pelé, soberbio en 1958, 1962 y 1970, jamás realizó una gesta estrictamente individual comparable al recital de Garrincha en 1962. En 1970, en el ápex de sus facultades, Pelé jugaba para el equipo -sirviendo más que ejecutando goles-. En 1962, Garrincha hizo todo lo que es concebible -y aun algunas cosas inconcebibles- en un deportista. Y no: no era un futbolista “de una sola jugada” (aunque su desborde clásico sobre la línea de fondo con centro de derecha fuese su recurso más socorrido). Quienes vean sus arabescos en cuartos de final (contra Inglaterra) y semifinales (contra Chile) en 1962, quedarán atónitos ante la riqueza de su repertorio ofensivo, la flexibilidad de su cintura: un cuerno de la abundancia de creatividad… Tengo la certeza de que, al iniciar una maniobra, él mismo no tenía conciencia plena de lo que iba a hacer: todo parecía surgido “de premier jet”, el público asiste al acto de creación en lo que este tiene de más espontáneo, jazzístico, impredecible. La impresión que nos produce es la de que “alguien” jugaba por Garrincha, y que él se limitaba a prestar su cuerpo a las potencias que lo habitaban. Más poeta que futbolista. “Le diable dans le corps” -hubiera dicho Raymond Radiguet-.


Armando Noguera observó: “para Garrincha, la superficie de un pañuelo era un latifundio”. Efectivamente, cuando Mané entró contra la URSS, en el tercer partido de Brasil del Mundial Suecia 1958, el mundo cobró súbita conciencia de estar en presencia de un espécimen inédito, inusitado, de un tipo de futbolista como jamás nadie había visto. Los soviéticos habían estudiado su fútbol: sabían que su cuerpo, su cintura, sus piernas eran una cornucopia de sorpresas. Creyeron tenerlo descifrado, con su concepto de fútbol “científico”, con su mítico “cerebro electrónico” precibernético que permitía una planificación del juego rigurosamente matemática… En los dos primeros minutos del partido, ya Garrincha había hecho trizas tal noción, con sendos desbordes y llegadas hasta la línea de fondo que sembraron inmediato peligro. Sí, un pañuelo -una baldosa, un ladrillo, acaso una estampilla- era para él un latifundio. Jamás se había visto tal capacidad de maniobra en espacio reducido. Tasaev, el infortunado defensa a quien correspondió la misión de marcarlo, lo describió como “grotesco, algo salido de un circo, dueño de una sola finta”. El comentario no solo es, por supuesto, mezquino, sino inexacto. Como ya he dicho, su repertorio de driblador era vasto, de hecho inagotable, y abierto siempre a la improvisación y la innovación.

Rivelino ha observado, en más de una ocasión, que la presencia de Garrincha fue más importante que la de Pelé en los mundiales 1958 y 1962, y que el mejor mundial de “O Rei” fue, en realidad, el de 1970. Discutible, muy discutible, pero viniendo de quien viene, es una reflexión digna de serio análisis. Para usar la terminología lorquiana, Garrincha tenía “duende”, “ángel” y “musa” al mismo tiempo. En particular, “duende”. Jugaba, literalmente, “enduendado”. El mundo no ha vuelto a ver cosa que ni remotamente se le asemeje. Quizás nunca la vuelva a ver. Como decía su colega Tostao, “las grandes jugadas no se ensayan”. Y esa es exactamente la impresión que nos genera el fútbol de Garrincha.


He was one of a kind. Como en los lamentables casos de George Best, Houseman, Sócrates y Marinho, el alcohol acabó con él en 1983, cuando solo tenía 49 años de edad. La Selección de Brasil no perdió una sola vez con Pelé y Garrincha en el equipo (¡jugaron juntos durante ocho años, un total de cuarenta partidos, con treinta y seis triunfos y cuatro empates!) De hecho, la Verdeamarela solo cayó una vez con Garrincha en el terreno: el violentísimo, indignante choque de primera ronda contra Hungría, en Inglaterra 1966. Pelé no lo acompañó en esa ocasión.


A diferencia de lo que cualquier delantero haría, Garrincha no buscaba los espacios libres para picar: ¡buscaba los espacios congestionados de defensas, para poder darse el gusto de driblarlos! Y no contento con haber driblado a un rival, a veces se devolvía para driblarlo nuevamente… cosas que jamás volveremos a ver. Recuerdo que en alguna ocasión se bailó tres veces seguidas al mismo infortunado defensa, desandando lo andado -y dejando para después la cabalgata hacia el marco rival- con el único propósito de gozar, de divertirse haciendo piruetas alrededor del defensa, que más parecía un poste sembrado en mitad del terreno que un jugador de fútbol. Por supuesto, los defensas no solían tenerle particular cariño.


Tuvo más de veinte hijos (nadie sabe con exactitud cuántos vástagos procreó), fue exuberante y prolífico en todo cuanto hizo en su vida. Muchos sostienen que padecía problemas cognitivos serios. Todo en él era atípico, mal ensamblado, defectuoso… fue justamente lo que le permitió convertirse en un inexorcizable demonio del fútbol. Yo lo he visto y escuchado en múltiples entrevistas televisivas, y me parece que era un hombre perfectamente normal en lo que atañe a su intelecto y su capacidad cognitiva. Creo que ese sambenito se lo colgaron aquellos que no lo querían. Es imposible ser detentor de tal cantidad de talento sin generar malquerencias en derredor. Así ha sido y será siempre el bicho humano.


Repito las dos lecciones de vida que todos podemos derivar de este atleta fulmíneo, sobrenatural. Una: nunca es tan fuerte una persona como cuando el mundo ha dejado de creer en ella. Dos: el ser humano tiene el alquímico poder de transmutar la debilidad en fortaleza. De explorar los profundos, ocultos filones y yacimientos de talento y de fuerza de voluntad que dormitan en nuestro ser, esos cuya existencia ignoramos, pero que la vida nos puede poner en la necesidad de exhumar y transformarlos en acción.


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