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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 19 nov

El hombre violado


Jacques Sagot



Esos embotellamientos reminiscentes de “La autopista del sur”, de Cortázar, han propiciado mis largas conversaciones con los taxistas.  ¡Ah, mis pobres amigos, sus almas, sus vidas están “expuestas a todos los fuegos del solsticio” (Valéry)!  He aquí el relato de uno de ellos.

 

“Yo llevaba a la muchacha allá, para arriba del Carmen de Guadalupe.  Me extrañó que pasamos el pueblo y seguíamos subiendo, y subiendo, y subiendo, y la muchacha no me daba instrucción de donde doblar o detenerme.  Yo avanzaba lentamente, a la espera de una orden que nunca llegaba.  En eso, empecé a sentir que el carro se me bamboleaba.  Así, de un lado para otro, como si fuera una lancha.  Pues vuelvo a ver hacia atrás, y… ¡ay, amigo, viera usted qué cosa más perturbadora!  La muchacha se había desnudado.  Toda, entera, salvo por los zapatos.  Tendría unos veintidós años de edad… una chiquilla.  Yo a esa edad todavía jugaba con carritos.  Era bonita, muy bonita, y jugadísima, a juzgar por su desparpajo.  Me abrió las piernas, me ensenó todo, todo, todo.  Luego me dijo: “Ahora sí: déjeme aquí.  No me va a cobrar el servicio, y además me va a dar todo el efectivo que lleva consigo”.  Yo me quedé helado.  “Si no me deja bajar y me da la plata llamo a la policía.  Mire: aquí tengo ya marcado el número.  Cuestión de apretar un botón, y les diré que usted me está intentando violar”.  El taxista me dijo -y lo comprendo de sobra-: “¿Sabe usted?  En una situación así el que se siente violado es uno.  Hasta lo más profundo del ser.  El robo es una violación… pero, idiay, ¿qué podía yo hacer?  Era una chiquilla, lo que se llama una chiquilla, mire que le hablo de veintidós años, pero ahora que lo pienso, igual podría haber tenido diecinueve o veinte, yo qué sé.  Comencé por resistir a su amenaza.  Entonces empezó a desgarrarse la camisa y a darse arañazos a sí misma en el cuello.  “Con estos signos nadie dudará que usted me trató de violar.  ¿Usted sabe, lo que les hacen a los violadores en las cárceles, hoy en día?”  


El taxista me contaba todo aquello con un tono de profunda tristeza.  No había en él ira.  No creo que nunca la hubiera, ni siquiera en el momento del asalto.  Era más bien un hondo pesar por la especie humana, por el mundo, por las cosas que la gente es capaz de hacer “por un puñado de dólares”.  Al fin, después de suspirar profundamente, me dijo: “pues no me quedó más remedio que darle todo lo que tenía, amigo.  Se debe de haber llevado unos treinta mil pesos de aquella época, una cadena, un reloj, una esclava que era un regalo de mi esposa, mi anillo de casado, y hasta tuvo el descaro de alzarse, como “postre”, un peluche del “monstruo” saprissistaque yo llevaba colgado del espejo retrovisor”.  “¡Pero, si usted es una niña!” -le dije-.  “Pues sí: por eso precisamente me gustan los peluches” -respondió la descarada-.  

 

“Se tomó todo el tiempo del mundo para vestirse, me advirtió que si la seguía llamaba a la policía, y que se iba a dejar los calzones y el corpiño en la mano por si acaso tenían que venir, para que vieran lo que yo le había hecho.  La camisa tenía un par de desgarrones: era obvio que ya la había usado para el mismo propósito, y era una evidencia que, en primera instancia, hubiera impresionado a cualquiera.  La ladrona se bajó del carro y se perdió, por alguna callecilla del alto del Carmen de Guadalupe”.

 

“Yo me devolví a San José.  En la central, mis compañeros se rieron de mí.  Me dijeron que yo debería haberme dejado violar por ella, o que para que llorara por algo, por lo menos su buena chupada hubiera debido darle.  Lo único que les interesó preguntarme es si estaba “rica”.  Y sí, estaba linda, de eso no hay duda.  Esa era, precisamente, la condición que le permitía asestar esos golpes tan eficazmente: era el tipo de mujer que sola, con un taxista, allá en los altos de Guadalupe, podía inspirar a algún desgraciado a violarla, o, por lo menos, toquetearla.  Era una zona muy remota.  Ahora está más urbanizada, pero en aquella época era el lugar perfecto para una cosa así.  Y no creo que bromeara: ahí tenía el celular, y el número listo para la llamada de emergencia: yo tenía todas las de perder”.  

 

En efecto, el taxista era un hombre corpulento, masivo, con manazas que fácilmente hubieran podido estrangular a un caballo.  “Así que en la central nadie tomó en serio mi advertencia.  Me dijeron que yo era marica, que a una nena así había que “hacerle el favor”, que qué varas las mías, y bueno… esa es la historia.  Creo que lo que más me dolió, en todo esto, fue la falta de apoyo de mis compañeros.  Habría que ver cómo reaccionarían, si les pasara algo parecido.  Yo nunca volví a ver a la chiquilla.  En la comunidad de los taxistas se supo pronto que nuevos asaltos habían sido perpetrados de esa manera, pero en otras compañías.  Se ve que la bandida cambiaba de línea de taxis para dejar menos trazas de sus maniobras.  Lo que más me afligió fue la esclava y el anillo que me había regalado mi esposa.  La plata, pues la plata es una cosa que vale pero no significa, ¿me entiende?”  “Sí, amigo, claro que lo entiendo”.

         

Como con casi todos los taxistas cuyas historias refiero, me he mantenido en contacto con este hombre, a quien veo con alguna regularidad.  Evito tocar “el tema”, porque no quiero que experiencia tan dolorosa se convierta en el cimiento mismo de nuestra amistad.  Se ensombrece tan pronto la evoca: es evidente, palpable, su mirada se apaga, la alocución se le hace más lenta y pesada, su rostro modula de Mi bemol Mayor a Re menor.  Y yo respeto su silencio, y su dolor, y su desencanto, y por encima de todo, su soledad.  No hubo para él ni policías, ni socorristas, ni testigos, ni aliados, ni siquiera los propios colegas, que tomaron la historia como una sensacional anécdota porno, y a buen seguro sueñan con que les pase también a ellos (el robo excluido).  Soledad, sí, ese es justamente el sentimiento definitorio de este hombre parco y económico de palabras, de este gigante burlado, y para siempre inoculado con el virus de la perversidad humana.  

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