Deporte: magia, poesía y heroísmo
- Bernal Arce

- 2 sept
- 7 Min. de lectura
Cuando la vesania futbolera alcanza el genocidio
Jacques Sagot
Y ahora, amigos, una de esas historias cuya función consiste en poner en evidencia a qué punto el ser humano es un animal sanguinario, territorial, depredador y profundamente irracional.
Como ya lo hemos visto, el fútbol (el deporte en general) es un magnífico proveedor de piezas preciadas para la Antología Universal de la Perversidad y la Estupidez. El 17 de marzo de 1971 el mundo asistió a una de ellas. Se trató de un partido de la fase de grupos de la Copa Libertadores entre el Boca Juniors, de Argentina, y el Sporting Cristal, de Lima. El encuentro se jugó en el estadio “La bombonera” del Boca Juniors, con los anfitriones obligados a ganar si querían seguir con vida en el campeonato. La locura homicida que se apoderó de los jugadores en una batalla campal sobre la totalidad del terreno motivó la expulsión de 19 jugadores, con tres de ellos que tuvieron que ser llevados al hospital, y todos los restantes dando sus declaraciones en la Comisaría, donde estuvieron detenidos toda la noche y hasta el medio día de la fecha siguiente.
Cincuenta y dos años ya de esta batalla histórica, y nadie olvida lo que vio esa noche. La competencia la constituían a la sazón 20 equipos, distribuidos en 5 grupos de 4 cuadros. Solo los primeros pasaban a la siguiente ronda, y eso suponía partidos de vida o muerte. Y no solo eso: 2 puntos por victoria (en lugar de tres, como se acostumbra hoy en día) tornaban la situación más crítica. Dentro de este contexto, donde el cuadro derrotado volvía a casa, el Boca Juniors y el Sporting Lima disputaron la primera plaza del grupo, ocupada por el universitario de Perú. Fue una Walpurgisnacht. Los argentinos empezaron perdiendo, pero Coch y Rojitas le dieron la vuelta al marcador. Todo se calentó cuando el peruano Sánchez marcó la igualada a 2-2. Hacia el final del partido, el árbitro no pitó un penal que hubiera posiblemente dado el triunfo 3-2 a los argentinos, y a partir de ahí comenzó el Armagedón. En el minuto 89, la explosión de violencia abortó el partido y todo se transformó en una multiforme pesadilla. De las expulsiones solo se salvaron los dos porteros, Sánchez y Rubiños, y Meléndez entre los hombres de campo. El argentino Suñé persiguió por todo el terreno al peruano Gallardo, hasta que este último se volvió, y le aplicó una patada voladora que le dejó los tacos marcados en el rostro. Los argentinos rodearon entonces a Gallardo, quien arrancó una banderilla de córner para defenderse. Igual lo masacraron. Hubo dos conmociones cerebrales de primer grado. Siete puntos de sutura en un pómulo. Labios partidos que sangraban profusamente. Un jugador noqueado inconsciente. Moretones en todos los rostros. Fracturas de mandíbula. El marcador terminó 2-2, con lo cual clasificaba a la siguiente ronda el equipo peruano. En general (fue la conclusión de la FIFA), el Boca Juniors puso la llama en el pajar, al sufrir el gol de la igualada y reaccionar con iracundia demencial ante la no sanción de un penal fingido por Rogel. Los jugadores recibieron todos sanciones severas y suspensiones de hasta un año y medio, pero un armisticio posterior los blanqueó de su cromañónica conducta. Salvo por los jugadores hospitalizados, todos los demás fueron detenidos y llevados a la Comisaría. Un hecho muy triste: a eso de las tres de la mañana llegaron a sacar al peruano Gallardo de la prisión, y le dijeron que tenía que volver de emergencia a su casa, porque su mamá estaba enferma. En realidad, la señora había muerto a causa de un paro cardíaco, al ver por la televisión a su hijo arrinconado, defendiéndose con la banderilla de córner del cerco de rivales que se le aproximaba amenazante. Toda Latinoamérica pudo ver en vivo aquel aquelarre goyesco. No hubo una sola llave de la lucha libre que no fuese puesta en acción esa noche. Fue una vesania contagiosa, colectiva, una de esas instancias en las que la violencia es infecciosa, y todos los participantes estaban ciegos y sordos de la ira: en cuestión de nanosegundos se convirtieron en avasalladoras máquinas de la destrucción.
Debo decir que peores cosas he visto en una cancha de fútbol. El hecho que voy a narrar tiene, por desgracia, dos parangones en la historia de este deporte. Sucedió el 17 de agosto de 1986 en el Estadio Azteca de México, final de campeonato jugada por “las chivas rayadas” del Guadalajara y “las águilas” del América. Era un juego especial: significaba el retiro de las canchas del árbitro Antonio Márquez, venerable figura con palmarés internacional. Pues bien, todo comenzó con una vieja rivalidad entre Fernando Quirarte (Guadalajara) y Carlos Hermosillo (América). Hermosillo es expulsado, y de camino a los camerinos patea el rostro de Quirarte, que yace en el suelo víctima de una agresión. Una falta cobarde y artera, dada la condición en que se encontraba el rival. De inmediato varios jugadores del Guadalajara cargaron contra Hermosillo, y la tremolina dio inicio, con profusión de patadas voladoras, candados chinos, tijeras cruzadas y golpes contundentes, potencialmente mortales. Se sumaron a la vorágine los aguateros, jugadores en la banca, cuerpo técnico… todo el mundo en el foso se sintió contagiado de la furia colectiva e incendiaria. Veo hoy en día la escena, y por largos tramos de la pelea me embarga la impresión de que están peleando todos contra todos… es un espectáculo entre grotesco, cómico, deprimente y degradante. Después de varios minutos e incontables golpes que provocaron otras tantas lesiones y hospitalizaciones, el árbitro decidió expulsar… ¡a todos los jugadores en la cancha! Con ello, el partido quedó inconcluso y debió ser continuado días más tarde.
Ya en 1983 los mismos protagonistas (esta vez arbitrados por el prestigioso silbatero Edgardo Codesal) se habían hecho expulsar en masa: con sus batallas campales, ambos cuadros se convirtieron en leyenda urbana en México. Amigos, amigas: ¿dimensionan ustedes lo que significa expulsar a veintidós hombres de un terreno de juego? Esto significa que nadie dejó de propinar golpes, y lo más grave: siguieron haciéndolo después de la expulsión, de camino a los vestidores, y en la calle, extra muros, para horror de los desprevenidos transeúntes. He visto estas escenas. En realidad, no solo salieron expulsados los jugadores, sino todos los miembros de ambos cuerpos técnicos, puesto que también ellos se sumaron al Armagedón. Recuerdo con perfecta nitidez que, en medio de aquella ciega vesania, de aquel vesubiano estallido de violencia, los jugadores golpeaban incluso a sus propios compañeros de equipo: estaban fuera de sí, cegados, eran un tsunami de 40 metros de alto que avanzaba a 500 kilómetros por hora: arrollarían cualquier cosa que se les atravesase en el camino.
Pero hay historias mucho más estremecedoras, en las que se nos revela la cara en sombra del fútbol, su Mr Hyde, su licántropo, todo lo que puede contener de locura y regresiva barbarie. Sucedió el 24 de mayo de 1964 en el Estadio Nacional de Lima, Perú. Se enfrentaban las selecciones de Argentina y Perú, en partido que decidiría cuál asistiría a las olimpíadas en Tokio 1964. Perú necesitaba el triunfo. El partido iba empatado 1-1 cuando, en el minuto 80, el árbitro Pazo anuló un gol del equipo anfitrión. Se produjo la invasión de campo por los aficionados locales, arrancaron las butacas, arrojaron proyectiles a la cancha, incendiaron parte del estadio, derribaron la valla de protección y se desbordaron cual lava hirviente en el terreno de juego, donde los futbolistas libraban ya su propia batalla campal. La policía decidió lanzar bombas lacrimógenas. Asustada y ahogándose por causa del gas, la turbamulta se abalanzó hacia las salidas. Todas estaban cerradas. Se produjo entonces una brutal aglomeración humana en la que murieron pisoteadas y asfixiadas 328 personas, en cuenta niños y mujeres, y quinientas quedaron heridas, muchas de gravedad. Es la catástrofe más onerosa en vidas humanas en la historia del fútbol: ese es un hecho bien establecido.
Pero la violencia no terminó ahí: al abrirse por fin la salida, la turba encolerizada procedió a incendiar automóviles y buses, a saquear tiendas, a golpear a simples transeúntes, y la policía abrió fuego contra ellos, matando a una cantidad indeterminada de revoltosos. Se declararon siete días de duelo nacional, los titulares de los periódicos se limitaron a consignar la palabra “DUELO”, y Argentina terminó yendo a los juegos olímpicos de Tokio. El entrenador argentino Duchini declaró: “Ansiaba ir a Tokio, pero de haber sabido lo que iba a suceder, hubiera preferido mil veces la más humillante derrota”.
¿Por qué son graves y perversos, estos estallidos de violencia tectónica? Porque constituyen la negación misma de la esencia del deporte. El fútbol es, por definición, una “guerra civilizada”, una “guerra de mentirillas”, una “guerra protocolizada, normada, pautada”, que se libra dentro del ámbito acotado de un estadio. Por supuesto que hay en él agresividad, territorialidad, ansia de supremacía y de victoria. Pero la suya es una guerra simbólica y, sobre todo, lúdica. El fútbol es una sublimación de nuestras pulsiones guerreras. Esa sublimación transforma lo peor del ser humano en un producto cultural más o menos valioso. No nos engañemos: el fútbol es violento: un equipo que apabulla a su rival por marcador de 6-0 lo está matando, ¡pero es una muerte simbólica y lúdica! De eso a lanzarnos proyectiles o bombas atómicas hay una inmensa diferencia. Todo deporte obedece a esta dinámica. Es un proceso por poco alquímico: por un lado, entra el nigredo de nuestros atavismos hegemonistas y asesinos, por el otro, sale el rubledo de la belleza deportiva. Algo más: el deporte es una actividad acotada: tiene su espacio bien delimitado. En el caso que he descrito, la violencia sanguinaria desborda su cota, y se derrama por toda la ciudad, lesionando a personas que nada tenían que ver con aquella hecatombe.
Esto es válido también de deportes como el ajedrez: la contenida violencia que se despliega en un tablero con sesenta y cuatro escaques y treinta y dos piezas es inusitada. Con el agravante de que la derrota de la inteligencia es más humillante que la derrota del cuerpo. Vean la manera en que Tahl, Fischer, Karpov o Kasparov “ejecutaban” a sus rivales: ¡lo hacían con sadismo, con auténtico deleite! Y es así como el deporte transmuta en juego todo lo que en nosotros resta de australopitecos territoriales y agresivos. Por esa justa y exacta razón, el fracaso del símbolo, el ludusy la sublimación en el deporte, con su consecuente regresión a la prehistoria, constituye una gravísima tragedia para esa precaria obra de los milenios que






El fútbol es uno de los deportes más populares, cuyos aficionados a menudo hacen apuestas en los partidos. La estadística ayuda a entender el carácter del juego del equipo. Los indicadores de tiros, posesión, intensidad del pressing o eficacia en defensa ofrecen una imagen más objetiva que solo el resultado del partido. Al analizar estos datos, los usuarios ven las fortalezas y debilidades del conjunto. Esto ayuda a hacer evaluaciones más realistas y a entender a qué puede conducir la forma actual del equipo. En https://paripesa.com.pe/ se puede leer sobre una de las plataformas de apuestas. Quizás interese a quienes prefieren el juego de azar.