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La Columna de Jacques Sagot: Van Hanegem, el titán que se autodevoró


Jacques Sagot


Había perdido a su padre, dos hermanos y una hermana durante varios bombardeos de la Luftwaffe, en la Segunda Guerra Mundial. Wim Van Hanegem, mítico mediocampista judío del Feyenoord de Rotterdam, era un zurdo de piernas en forma de paréntesis, disparo devastador e indoblegable espíritu de lucha. Compañero de Cruyff con la “Naranja Mecánica”, subcampeona mundial en 1974 (la original, la auténtica, la única, que las versiones de 1978 y 2010 no son ni un pálido calco de ella). Antes de entrar a jugar la final contra Alemania Occidental, dijo: “Odio a los alemanes. Lo único que quiero es humillarlos. Mataron a mi padre, mis dos hermanos y mi hermana. Los odio”. Cuando Holanda cayó 2-1, el mundo vio a aquel gigante llorar de rabia e impotencia, hundido en una profunda y redoblada sensación de injusticia.


Van Hanegem cometió un error capital: no procesó su odio, no lo transformó en anhelo de revancha deportiva, no logró elevarlo al plano lúdico (¡no era fácil hacerlo!): quería devorar vivos a sus rivales. Al manifestarse de manera tan primaria, tan visceral, estas emociones conspiran contra quien las experimenta. El resultado fue que, de pura ferocidad, Van Hanegem no jugó bien la final. Algo más: tal nivel de dolor y de mal digerido resentimiento no se habrían saciado aun cuando Holanda hubiese ganado 20-0. El odio de Van Hanegem era una batalla perdida desde siempre y para siempre: no era aniquilar a sus rivales lo que realmente quería, sino que estos no hubiesen jamás existido. Siendo el tiempo y la historia irreversibles, tal anhelo era insaciable. Repito: el odio se sabe desde siempre y por siempre derrotado. ¡Es imposible que lo que ha sido no sea! El tiempo es unidireccional, entrópico. No podemos montarnos en la máquina del tiempo de H.G. Wells para hacer que algo que fue no haya sido. Es por eso que el odio se encona y se devora a sí mismo: su gestión es, por principio, imposible.


Van Hanegem jugó con la bilis, el jugo pancreático, la sangre… ¿Qué hubiera hecho yo, en su lugar? Exactamente lo mismo. Veo su rostro erosionado por las lágrimas, después de la derrota, y lo comprendo, lo comprendo desde el epicentro de mi alma. ¡Padre, hermana y dos hermanos asesinados! ¡Mil goles no vengarán cuatro muertes! ¡Ah, qué difícil, la ecuanimidad, cuando hemos sido heridos en el tuétano, en la raíz misma del alma! ¿Una imbecilidad? Sí, pero humana, ¡tan humana!


No se puede “jugar” desde el odio. Es una tremenda fuerza de ofuscación, de desequilibrio, un lastre de cien toneladas colgando de su espíritu y de cada una de sus piernas. Van Hanegem no supo gestionar aquel demonio que le roía las entrañas. Era preciso mantenerlo bajo liza. Era menester sublimarlo, procesarlo, transformarlo, transponerlo al plano lúdico, simbólico y civilizado del deporte. Claro está: es mil veces más fácil predicarlo que hacerlo. Sin embargo, nuestro futbolista debió haberlo siquiera intentado. No lo hizo por falta de autoconocimiento, de disciplina sobre sus propios trasgos, por incapacidad para lidiar con la “sombra” de Jung. Si el equipo hubiese contado en sus filas con un buen psicólogo (sé positivamente que no tenían este tipo de valiosísimo profesional), él hubiera quizás detectado el problema del jugador, y habría logrado que este canalizase su odio de manera productiva y eficaz. En lugar de jugar con su odio, dejó que el odio jugara con él, y terminó comiéndoselo vivo. En cierto modo, fue un caso de autoderrota.


Van Hanegem se retiró del fútbol como jugador en 1983. Nunca volvió a tener el panache y la eficacia de que dio pruebas contundentes en el campeonato mundial de 1974, como volante capaz de creación tanto como de contención, egregio pasador de bola, y zurdo dotado de tremendos disparos de media distancia. Logró algunos títulos y satisfacciones como director técnico, y es al día de hoy un hombre de 78 años de edad, que goza de su aura de jugador mítico en Holanda.


No hace muchos años confesó: “siempre que jugué contra los alemanes, a nivel de selección nacional o de equipo liguero, cometí el error de volver a vivir lo que nos hicieron durante la Segunda Guerra Mundial. Mi padre y mi hermano murieron bombardeados cuando fueron a buscar pertrechos en un pequeño búnker que teníamos en el patio de la casa. Luego mi otro hermano y mi hermana fueron asesinados en un posterior Blitzkrieg. Se robaron la mitad de mi mundo, de mi ser. Esas cosas no se perdonan”.


Pues sí, amigo, ya lo creo que sí. Como decía el filósofo francés Vladimir Jankélévitch en su bellísimo libro L´irréversible et la nostalgie (1974): “Todo en el mundo se puede perdonar. Todo… salvo lo imperdonable”. Jankélévitch había perdido familiares y amigos en Auschwitz-Birkenau. Sentía una repugnancia visceral por la totalidad de la cultura germana. Lo comprendo y más aún, lo vivo en mi propia carne. He sido víctima de atrocidades de este jaez, pero no es este el lugar ni el momento para narrarlas. Algún día hablaremos de ellas.


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