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La embriaguez del pensamiento


Un saltimbanqui


Jacques Sagot




Y ahora, una historia verídica.  ¿Vale más por ello que una ficticia?  No, pero siquiera tendrá el mérito de ser veraz, y ello excluye toda fabulación de mi parte.


La música me imantó.  Estaba en la estación Odéon, una de las más congestionadas del metro parisino.  A tal punto me sentí interpelado, que olvidé lo que me llevaba por aquelloslares.  Lo propio de todo flȃnneur.  Es cosa que solo en París suele acontecerme.  Pasearme sin destino ni propósito concreto, y dejarme llevar de la mano por la ciudad, guiado por el canto de sirena de tal calle, cierto parque, algún monumento, aquella iglesia.  Así que ni siquiera recuerdo qué cosa hacía yo esa tarde en Odéon.  Pero, amigos, aun en medio de la más desquiciante barahúnda humana, la gran “Ciaccona” de la Partita en Re menor para Violín solo de Bach capturará siempre mi atención.  Y luego el “Siciliano” de la Primera Sonata en Sol menor.  Seguido por gigas, alemandas, correntes,  fugas, preludios, sarabandas, gavotas, adagios hondamente contemplativos…  “Todo un mundo lejano, ausente, casi difunto” –hubiera dicho Baudelaire–.  Reverberando en las galerías del inextricable laberinto, como el plañir del órgano que se eterniza en las bóvedas de crucería de una catedral gótica.


He tocado con frecuencia adaptaciones pianísticas de esta música.  Es mi música: la que yo hubiera compuesto, de haber sido compositor.  No la reconoce mi oído: la reconocen mi sangre, mis huesos, mis vísceras antes que el alma.  Sé identificar mi paraíso.  De inmediato.  Aun en medio del infierno.  Y con instinto certero de ave migratoria, remonté los túneles, buscando el foco de donde provenía el canto.  Me extravié, hube de desandar lo andado varias veces, subí y bajé escaleras, desacaté las flechas que señalaban la dirección de…  ¿De qué?  ¡No ciertamente la música!  Las flechas son para la gente que anda apurada.  Para aquellos que ansiamos perdernos, son símbolos odiosos, hilos de Ariadna que desdeñamos desde el fondo de nuestros corazones.


Y llegué.  En un rincón estaba el violinista.  Vestido como un estudiante que intentase ganarse algunos euros con su instrumento, a fin de poder pagar su buhardilla parisina, o de paliar el hambre a que lo condenaría alguna misérrima beca en un conservatorio de poca monta.  No era un amasijo de harapos, no.  Su atuendo era correcto, discreto.  Mangas cortas, una boina haciendo de funámbula sobre los cabellos inusualmente hirsutos, los pantalones desaliñados pero en modo alguno impresentables.  No era, a todas luces, un menesteroso.  A su lado, el tarrito de metal donde, allá cada quince minutos, alguien tiraba un par de piezas.  Ocasionalmente, las monedas caían fuera del recipiente y rodaban.  Sin interrumpir su ejecución, el violinista las perseguía sobre el suelo hasta aplastarlas con el pie.  La maniobra me divirtió, y después de un rato, yo mismo me encargué de secundarlo, en esta peculiar cacería.  Pocos se inclinaban a depositar su óbolo: no era una ofrenda, un gesto de gratitud, era…  Pues algo que se tira, un mendrugo, un desecho.


¿Qué gemelitud del alma hace que los músicos nos reconozcamos los unos a los otros, aun en medio de las más heterogéneas multitudes?  Me sonrió, y volvió a tocar la “Ciaccona”.  Todo el dolor del mundo, en estos primeros acordes de Re menor, compuestos después de la muerte de María Bárbara Bach, primera esposa del Kantor de Leipzig, en 1720.  Transcrita para piano por Busoni, Raff y Brahms (en versión para la mano izquierda, que le oí a Malcuzinsky en mi primer recital de piano, en el Teatro Nacional, abril de 1971).  Adaptada también por varios autores para el órgano (que la honra mejor que el piano), y para la guitarra por Andrés Segovia.  Dotada de acompañamientos pianísticos por Mendelssohn y Schumann.  Brahms –que ciertamente no era proclive a la efusividad verbal– dijo de ella: “En un pentagrama, para un pequeño instrumento, este hombre comprime un mundo lleno de pensamiento y rebosante de los más potentes sentimientos.  Trato de imaginar lo que hubiera sido componer esta obra…  Aun cuando hubiese sido capaz de hacerlo, tengo la certeza de que la desmesurada exaltación y el cataclismo emotivo que ello significa hubieran bastado para hacerme perder la cordura”.  Sí, sí, lo comprendo.  Más que nunca, oyendo a mi colega, que ahora la tocaba especialmente para mí.  Durante los quince minutos que esta imprecación - plegaria - ensoñación dura, solo una mujer dejó caer una pieza en el tarrito.  Brutal impacto metálico que coincidió con uno de los instantes de mayor recogimiento de la obra.  El músico me miró: “Yo sé, yo sé que no era el momento adecuado, pero no se preocupe: ya estoy acostumbrado a este tipo de cosas” –su expresión sonriente parecía decir–.


Una cosa llamó mi atención: los niños, casi invariablemente, sentían curiosidad, y hacían lo posible por acercarse a este “violinista de Hamelín”, pero sus padres, presurosos, severos, los disuadían a tirones, a gritos, y no faltaron los que recurrieron al inmemorial jalón de orejas o al manotazo para retrotraerlos al orden.  Sólo los niños, sólo los niños.  Los adultos seguían su camino imperturbables.  ¿Hacia dónde?  Todo el mundo parece estar seguro del lugar al que se dirige.  Por lo visto, yo soy el único aquí que no tiene itinerario ni puerto de arribo.  Por supuesto, pensé en Jacques le fataliste, de Denis Diderot.  Hubiera querido detenerlos, uno tras otro, para preguntarles: “¿Sabe uno acaso adónde va?”  Me hubieran esquivado, fruncido el ceño, gruñido, insultado, se habrían sacudido como quien se deshace de una alimaña y, en el mejor de los casos, me habrían espetado el inexorable: “Ҫa va pas, non?”  La canícula torna al parisino doblemente agresivo: un australopiteco sería capaz de mayor urbanidad.  El invierno lo lleva de la mano al neolítico superior.  Por lo que al otoño y la primavera atañe…  Cuando el cielo es diáfano y florecen por doquier los parques, puede uno, incluso, hacerse acreedor a un discreto “buenos días”.  Es entonces que se asoman al nivel de la civilización mesopotámica.


Suda profusamente, el violinista.  Se suceden, alternativamente saltarinas o reflexivas, las danzas barrocas de las partitas y sonatas de Bach.  Hablándome desde el fondo de los siglos.  La turbamulta, entretanto, ha devenido una verdadera vorágine humana.  Después de la “Giga” de la Partita en Mi mayor, el violinista se concedió un momento de reposo.  El último trazo descendente de dominante a tónica (Si, La, Sol sostenido, Fa sostenido, Mi), ¿no podría haberlo escrito un niño?  Es la impresión que la gran música produce a menudo en mí.  Una simplicidad que me hace pensar: ¿cómo no se me ocurrió esto a mí?  ¡Pero si parece tan fácil de concebir!  No lo es.  Antes bien, suele ser la prueba de un arte depuradísimo, y más aún, la manifestación de eso que va más allá del arte, y que durante siglos designamos con el término, ahora caído en desuso, de “genio”.


El violinista se enjuga el rostro y se acuclilla momentáneamente. 


“¿Quiere que le traiga una botella con agua?”


“No se preocupe, aquí tengo mi cantimplora” –y extrajo de su mochila uno de esos brebajes energéticos que suelen usar los deportistas–.


Su cara me resultó familiar.  Más familiar aún cuando se quitó la boina.


“¿Cómo puede usted ponerse eso, con este calor?”


“Es parte de mi disfraz”.


“¿Su disfraz?”


“Así fue convenido…  Yo me limito a jugar el juego”.


Me estremecí.  Sí, indudablemente, era un rostro que conocía, pero cuya presencia en aquel lugar constituía una inconcebible disonancia.


“Bueno, he recogido veinticinco euros en una tarde.  No está tan mal.  Siquiera no tengo que descontar de ellos la comisión de mi agente”.


“¿Su agente?”


“La semana pasada toqué en Carnegie Hall.  Los tiquetes costaban cien dólares.  Si me hubiese hecho anunciar en afiches por toda la ciudad y me hubiese presentado en la Sala Pleyel, a buen seguro habría llenado el recinto, a razón de unos setenta euros por localidad.  Ello por una hora de música.  Hoy he tocado toda la tarde, y he aquí mis honorarios”.


Agitó el tarro sonriendo.  No había en su ser una molécula de amargura.  La lata era tan latosa como una lata puede serlo.  Sucios, inmundos, diminutos denarios bailando dentro de lo que parecía ser un recipiente de café en polvo.


“Ya hace algunos años el Washington Post me contrató para el mismo experimento, en el metro neoyorquino.  En esa ocasión toqué sólo por espacio de una hora, e hice treinta y dos dólares.  Se trataba de estudiar el comportamiento de la gente en los espacios públicos, sus gustos, prioridades, su percepción de la belleza, lo que les llamaba la atención, su capacidad para reconocer la excelencia fuera de los espacios en donde esta reside “oficialmente”.


“Como los museos, los teatros, las galerías”.


“Exactamente.  La gente asumirá que es grande cualquier cosa que el ámbito acotado de un teatro prestigioso le ofrezca, y basura lo que encuentre en la calle”.


“El Orinal, de Duchamp, en el Centro Pompidou”.


“Pues algo así, algo así”.


“Mi violín es un Stradivarius de 1713.  Me han pedido que repita la experiencia en París, y el resultado ha sido el mismo.  Es un juego al que no me prestaré más”.


“Usted impartió clases maestras en Shepherd School of Music, en Houston, allá en los noventa, ¿no es cierto?”


“Sí, por ahí anduve”.


“Yo estuve presente.  Su cara se me hizo familiar desde que lo vi.  Y acaso más el color sonoro de su violín, que me llamó desde el fondo de mí mismo tan pronto lo oí.  ¿Con quién tengo el honor?”


“Yo soy Joshua Bell”.


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