El mirar de la esfinge
Jacques Sagot
Ojos tuyos. Avidez del vivir. Contemplativas criaturas, engarzadas en el rostro que les pertenece como la luz al fuego. Reproducidos por el retrato y la fotografía en su forma inconfundible –rasgueo de guitarra distante y melancólica– mas nunca en su expresión. No sé. Es como si el alma hubiese siempre estado ausente en el momento de la representación. Cantan desde una región arcana y remota. Nos miran, pero no se dejan mirar así no más. ¿Quién es el cuadro y quien el ser verdadero? ¿Quién el atisbado y quién el atisbador? Tal vez la realidad toda ella no sea sino un cuadro multiforme y cambiante que tú, desde tu ventana, observas, mi silenciosa esfinge.
Ojos tuyos. Altivos. Mirar que proclama su soberanía y la realeza del espíritu que translucen. Mar serena en tus ojos, hondura de océano insondable y de noche sembrada de estrellas. Un cosmos en cada uno de ellos, con sus cometas, sus fugaces meteoros y la lenta gravitación de las galaxias. Asomarse a ellos es vislumbre de infinitud, es aparejar hacia una tierra inalcanzable: el límite infranqueable de la alteridad. Ojos que demarcan el límite de mi ser: todo más allá de ellos me está vedado. Tu mirar me fascina al tiempo que me paraliza. ¡Alto ahí! –pareciesen decir–: no entrarás en mi alma a través de estos dos luceros que ocultan más de lo que revelan.
Ojos tuyos: Misterio. No hay en el mundo otro nombre para ellos. Aún las estrellas terminan por librar su secreto. No así tus ojos, esquivos al astrónomo como al poeta. Cautivo quedó en ellos el firmamento, cautiva la mar y todo lo que existe para la eternidad. Los miro y me miran de vuelta, devolviéndome el coqueteo, la curiosidad y quizás también lo que perciben como agresión. Pareciesen seres autónomos, habitados por su propio espíritu y prestos a responder a mi apasionada sed de conocimiento. Ojos que se expresan como la música, que se dicen a sí mismos y solo hablan el lenguaje de las cosas eternas, esas para las que no hay formulación posible a través de ese imperfecto utensilio, la palabra.
Ojos tuyos, algo en ellos niega la muerte, algo pareciese sobrevolar lo perecedero y contingente. Dos plegarias, dos epifanías, dos atisbos de infinitud. No es posible que todo en ellos haya muerto. La luz que los eligió para anidar habrá volado, pero no puede haber descendido a la tierra con el resto de tu cuerpo. Tampoco baja a la tierra el verso del poeta o la melodía que el compositor regala al mundo. Tus ojos no son, al decir del buen Gustavo Adolfo poesía: son ellos mismos poetas, lo cual es muy diferente. Hora va siendo ya de que la mirada de la mujer deje de existir solo en las glosas del poeta. Si la mujer es poesía, estamos asistiendo al milagroso proceso por medio del cual la poesía se ha tornado a su vez poeta, y bueno es que así sea. Quizás así nos toque ahora a los hombres hacer las veces de poesía, y yo de ello ciertamente no me quejo.
Ojos tuyos, caricia del mirar, lumbre cuajada de amor, máscaras de un dolor para cuya expresión no hay palabras posibles en idioma alguno del mundo. Ahí están, irrigando su belleza inmarcesible desde el fondo mismo del ser: a pesar del pudor con que intentas a toda costa ocultarlo. Hay pesares que rezuman incluso en las miradas más inescrutables. Bajo su belleza de esfinge supuran aún y siempre una herida demasiado honda, la fractura misma del ser, el duelo de una pérdida que te ha dejado muerta en la vida, viva desde la muerte. Son los tuyos ojos que han aprendido a llorar en la sonrisa, en la mansedumbre como en la rabia, en el deseo como en la impenetrable latitud del sueño. Lloro contigo, amiga distante y al tiempo cercana como ninguna jamás lo ha estado. Y si alguna vez quisieras dejar de llorar, te regalaré mis ojos, para que así no tengas que asomarte al mundo desde el amargor de las lágrimas y puedas por un momento verme como yo te veo a ti: bella y altiva como una bandera, como las cimas ataviadas de relámpagos y tormentas, como la vida misma.
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