Ángeles y parásitos
Jacques Sagot
Siempre he sentido gratitud profunda, admiración sin límites y sincera devoción por las enfermeras y los enfermeros. Una profesión que solo puede ser desempeñada por amor. Sí, por amor al ser humano. La enfermería es una vocación, en el sentido etimológico del término: un llamado. Solo puede ejercerse por generosidad, con generosidad y desde la generosidad. Demanda los sacrificios personales que todos conocemos. La postergación del propio bienestar en aras de los enfermos. Demanda capacidad infinita de dación. Demanda, por encima de todo, caridad, compasión, misericordia por la criatura humana. Ningún alma vil, avara de emociones, yerma de amor podría dedicarse a la enfermería. Y es en momentos como el que atravesamos cuando la grandeza de espíritu, el altruismo y la valentía de estos aliados incondicionales de la vida y la salud nos devuelven la fe en el ser humano.
Las enfermeras y los enfermeros han sido figuras providenciales en mi vida. Básteme con evocar a Ydalie, quien ya duerme bajo los mármoles floridos. Durante muchos años me tomó las vías (mis tenues, azuladas, escurridizas venitas de niño) mil veces, para transfundirme el plasma rico en factores coagulantes, que la hemofilia me obligaba a consumir. Jamás falló una punzada. Pero eso no era todo. Ydalie tenía el don de la sanación: su mirada me serenaba y la paz se me entraba en el alma con la fuerza de la pleamar. Jamás sabré en qué consistía el hipnótico, sedativo poder de su mirada: era un ser de luz.
Ella me llevó a estudiar el ejemplo de las grandes figuras de la historia de la enfermería. Florence Nightingale, la dama de la lámpara, que caminaba ingrávida en la noche con su linterna, examinando a sus pacientes. Saltó a la prominencia durante la guerra de Crimea. Hizo descender el nivel de mortalidad de su hospital de un 42 % a un 2 %.
Mary Beckinbridge, el hada madrina de la salud reproductiva. Ayudó a parir a miles de mujeres durante la Primera Guerra Mundial. Tenía su secreto, su toque mágico, su especial destreza en esta delicada experiencia.
Clara Barton, que curaba a los heridos en la Guerra de Secesión, avanzando con su hospital de campaña por el campo de batalla, cerca del frente, donde llovían los obuses. En 1865 Lincoln le encomendó encontrar a los hombres que habían quedado tendidos y abandonados después de las contiendas. Salvó a 30 000 de ellos.
Lillian Wald, quien dedicó su vida a cuidar a los grupos sociales más desfavorecidos: mujeres, inmigrantes e indigentes. También activista por los derechos de las mujeres.
Gracias a Dorothea Dix cesó el maltrato brutal contra los enfermos mentales. Siempre predicó y cultivó la dulzura y calidez de la atención a los pacientes.
Virginia Henderson describió así la misión de la enfermera: “Es temporalmente la conciencia del inconsciente, el amor de vida del suicida, la pierna del amputado, los ojos del ciego, el medio de locomoción del infante y una voz para aquellos demasiado débiles para hablar”.
Sí, estas inmensas mujeres, muchas de ellas autoras de célebres libros teóricos sobre enfermería y bioética, merecen todas ser recordadas como faros de la humanidad, como pozos de amor que jamás se secaron. No resisto la tentación de mencionar que, después de graduarse como psicóloga, mi hermanita trabaja ahora arduamente para convertirse en enfermera, y yo me siento orgullosísimo de ella. Una bella, bella decisión. Nadie que no albergue en lo más hondo de su corazón un amor magmático, ígneo por el ser humano, puede dedicarse a esta profesión.
Ahora debo modular al modo menor y sumarme a la indignación nacional que generó el caso, hace tres años, del asistente técnico que, usufructuando con el dolor y la incertidumbre de la gente, introdujo la aguja en el brazo de un adulto mayor sin administrarle la vacuna contra el Covid-19, maniobra que afortunadamente fue filmada por el hijo de la víctima. ¿Cuántos habrá como él? Apenas puedo imaginar un acto más despreciable y digno de castigo; sin embargo, anda libre y feliz, porque esa es Costa Rica: la isla de la fantasía de todos los corruptos y podridos de este mundo. Este innombrable personaje sería enviado por Dante al noveno círculo del Infierno, el de los traidores, donde moraría en la distinguida compañía de Judas, Bruto, Ptolomeo, Antenor de Troya y fray Alberigo. Traicionó a sus pacientes. Traicionó al país. Traicionó a la humanidad. Lucró con el dolor del mundo. Realmente, como nunca, cabe aquí utilizar nuestra expresión vernácula “eso no tiene perdón de Dios”. Lo que hizo califica, según yo, de crimen de lesa humanidad. Y, claro, su gollería sembró la suspicacia entre la ya aterrorizada población: ¿Cuántos granujas de su estofa han hecho o siguen haciendo lo mismo? Su estafa ha minado la confianza de todo el país en su sistema de salud socializada. Lo último que nos hacía falta en medio de la vorágine moral que atravesamos. Una vergüenza, un deshonor.
Existen vividores del dolor y la guerra. Hay un paradigma literario fundamental que nos permite establecer el estatus parasitario de este individuo, capitalizador del sufrimiento de los demás. Es la pieza teatral “La Madre Coraje y sus hijos”, de Bertolt Brecht. Ella y sus tres vástagos, en un ruinoso carromato, seguían a las tropas después de las batallas para venderles chucherías y ver qué podían robar de las cosas dispersas por el suelo. Se hacían acompañar de un capellán de pacotilla, un cocinero descocado y una buscona que se acostaba con medio mundo. Eran larvas de la guerra, liendres, tenias, triquinas, amebas que vivían merodeando los campos de la muerte al acecho de lo que pudiese serles de utilidad. Recordemos la proclama de la Madre Coraje: “No dejaré que me hablen mal de la guerra. Dicen que destruye a los débiles, pero esos también revientan en la paz. Lo único que pasa es que la guerra alimenta mejor a sus hijos”. Ahí lo tienen: el manifiesto de todos los vividores de la guerra, de todos los oportunistas, de todos los que con ella lucran, de todo ese enjambre de insectos que aprovechan el caos y el horror de la situación para sacar de ello provecho personal. Es mucho lo que Brecht puede enseñarnos, con esta obra, a buen seguro una de las tres o cuatro más sobresalientes del siglo XX.
Pues la pandemia es como una guerra: tiene su mismo efecto letal y desestabilizador para toda la sociedad. Así que ya tenemos una Madre Coraje criolla y folclórica. ¡Tenía que suceder! ¿Por qué? Porque, nos guste oírlo o no, el costarricense moderno padece de una falta de civismo, de una tendencia a la engañifa y la estafa, de una vocación de oportunista y vivazo que todos conocemos, y que seríamos los seres más ilusos del mundo en pretender negar. Es innecesario recordar que este esperpento no es representativo de los miles de seres humanos que hoy arriesgan sus vidas en hospitales hacinados de enfermos y que honran su profesión y ennoblecen la patria. Por supuesto que ellos son mayoría. Lo que es inconcebible es que un solo parásito pueda hacer tanto daño, mandar a la muerte a tantas personas y jugar con lo más sagrado que hay en el mundo: el dolor humano. Y él (esto es lo más triste de la situación) representa un tipo de enfermedad nacional que ha pululado en décadas recientes en todos los ámbitos de la cultura: la política en su más alto nivel, las finanzas, la ley, la función pública en todas sus esferas, los tres poderes de la República, las instancias medias e inferiores del poder, los ministerios, alcaldías, municipios, la banca, los inversionistas… los protagonistas de los escándalos que todos conocemos, esas cosas que otrora sonrojaban a los grandes caballeros y que hoy son perpetradas con escalofriante cinismo.
Sí, amigos. Este es un texto bipartito, bivalvo: era crucial para mí darle primero su lugar a la sublimidad, para luego abrir el tanque séptico de la inmoralidad y los disvalores en que chapaleamos como vermes. Cierro mi caso.
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