Al amigo que no volveré a ver
Jacques Sagot
Un volumen de cuentos podría escribirse, con las cosas que se ven en las estaciones del metro parisino. Pues comencemos a contar, y dejémonos de circunloquios.
El descomunal gusano metálico, el chirrido de sus llantas, la bocanada de vaho caliente que anticipa su llegada, los pasajeros que se agitan en todas direcciones. Frenética pululación humana.
A mi lado, un hombre (¿sesenta años?) hace el amago de aproximarse al vehículo. Lo detiene un brutal acceso de tos. Pierde el resuello, se ahoga. Me inquieto. Intenta incorporarse, únicamente para caer vencido, tratando de estabilizar su ritmo de respiración. Me acerco a él. Lívido, demudado, la piel cetrina, los ojos como cirios que se extinguen. “¿Se siente usted bien?” No puede responderme. La tos lo asfixia. Un resoplido rauco, ríspido, cavernoso, aterrador.
Dejo pasar el metro. Voy a una máquina e inserto una moneda. El armatoste retembla, ruge y vibra como el hombre… Hasta que me libra una botella de agua. Se la alcanzo. Intenta darme las gracias. Cada inhalación, cada exhalación, un suplicio. El mito de Sísifo, condenado a alzar su piedra ladera arriba eternamente. El tormento una y mil veces reemprendido. En cada bocanada de aire le iba la vida. No solo la inhalación deviene penosa, la exhalación se torna intolerablemente lenta, de modo que el ahogo es experimentado a ritmo sistólico y diastólico.
¿Hubiera podido Dante concebir tortura mayor, en su infierno de tramoya? Releo La Divina Comedia, y al lado de este suplicio, su descenso al infra-mundo me hace el efecto de una visita guiada a través de un bello museo, una excursión turística –con Virgilio haciendo las veces de baquiano: privilegio nada despreciable–. Los seres humanos nos fabricamos nuestros propios infiernos y luego nos condenamos a habitarlos… Y no, no hay nada, en el periplo de Dante, que se acerque siquiera a lo que leí en el rostro de este pobre hombre.
Bebe un sorbito, y sigue tosiendo. Los ojos anillados de sombra. Un ribete rojo en los párpados, las pupilas perdiéndose hacia lo alto de las cuencas, la terrible media luna blanca ahí, ocupando la mayor parte del ojo. Después de un nuevo acceso, atina a llevarse la mano al abrigo, y saca un paquete de cigarrillos. Sofocado por las flemas, farfulla: “Esta porquería es la que me tiene así,”. Condenado a muerte, como está, sigue engrilletado a la cadena que agostó sus días y le privó del gozo más elemental, ese que, de puro obvio, solemos no apreciar: la respiración. Se llevó el pañuelo a la boca y tosió, estremeciéndose de pies a cabeza. En cada sacudida, un pedazo de pulmón, cientos de alveolos. Me miró, y dijo: “No muera como yo, no muera como yo”.
No, no moriré como usted, amigo. El maldito tabaquismo. Respirar excremento a guisa de aire. Inhalar alquitrán. El atroz automatismo mano-boca, que el cuerpo termina por querer ejercer a toda costa. Los oscuros engranajes de la auto-destrucción. Sí, la boca exige su gratificación, y la mano está ahí, para secundar su necesidad. Mordisquear un lápiz, un confite, las uñas, un pedrusco, ¡lo que sea! De nuevo: es un automatismo del que devenimos esclavos. Luego el humo que desciende en el laberinto de nuestros pulmones, y los convierte en infierno… Como el de Dante. Le decimos a la muerte: “¡Adelante, siéntase como en su casa!” y le ofrecemos, para su asalto, el más íntimo, más delicado de nuestros aposentos, ese que nos conecta directamente con la vida: los pulmones. Todo a mi alrededor es infierno: Dante, los dédalos subterráneos del metro, la oscura urdimbre de los bronquios y alvéolos. Siento que me asfixio… Necesito salir a la superficie.
¡Cuánto dolor le ha causado al mundo, este infame veneno! Hay cigarrillos que tienen 4027 sustancias químicas: 200 son tóxicas, y 60 cancerígenas. ¡Linda dieta: monóxido de carbono y cianuro de hidrógeno! Destrucción de cilios, alvéolos, inmuno-supresión, enfisema, fibrosis, arteriosclerosis, perdida de la elasticidad del árbol bronquial… Un paisaje de devastación. La rosada tersura de los pulmones se convierte en amelcochada, rugosa, rígida, negra masa de brea: dos momificadas vísceras en lugar del maravilloso sistema que nos permitiera sorber la vida a borbotones. El más adictivo de los flagelos.
¿Por qué elegimos maneras tan lentas y dolorosas de matarnos? ¿No hay formas más expeditivas de cumplir con tal trámite? ¿Qué culpas intentamos expiar, con este auto-tormento? ¿Seremos, simplemente, los esclavos, a-críticos, impotentes, de un sistema que nos impone sus modelos de vida cool, de glamour, de “clase”?
“No, no moriré como usted, amigo: su testimonio no ha caído en surco estéril. Algo más: le prometo difundir su mensaje por todos los medios que tenga a mi alcance”. Ahí lo dejé, en el andén, con su botellita de agua, tratando de reencontrar el inexpresable privilegio de saborear, de celebrar el aire. Sé que no lo volveré a ver.
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