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La embriaguez del pensamiento

Schumann: mi amigo, mi aliado, mi ángel


Jacques Sagot




 Mamá cantaba para ponernos a dormir.  Y para aliviar nuestros dolores.  Su voz era naturalmente dulce, y se hacía aún más cálida cuando nos arrullaba.  Supongo que su canto fue muchas veces eficaz para lo primero.  Lo segundo, en cambio, nunca dormía, no cejaba, no amainaba.  Antes bien, se enconaba bajo el calor de las cobijas.  Toda hemorragia de consideración iba acompañada de cierto grado de fiebre.  El dolor era proporcional al grado de inflamación de la parte afectada.  Rodillas, codos, tobillos eran, en ese orden, las articulaciones más vulnerables.  Recuerdo también sangrados del psoas y de la ingle que me dejaron encogido de dolor durante días.  Solo al asumir una posición fetal se aliviaban, en buena medida, los músculos afectados por la lesión.  La recuperación era muy lenta, y las posibilidades de recaída altísimas.  Estas lesiones me dejaban renqueando durante semanas, de una manera que me parecía ser particularmente grotesca.  En la escuela y colegio trataba de sentarme en un pupitre cercano a la puerta por si tenía que salir al baño.  De esta forma no tenía que atravesar toda la clase ante la mirada de mis compañeros.  Nunca entro a escena a tocar un concierto sin evocar las muchas ocasiones en que hube de recorrer ese cruel proscenio donde treinta pares de ojos seguían, sin disimularlo, mis saltitos a lo Hop-Frog o a lo Quasimodo frente al pizarrón.  Lisa, rectangular, abstracta escenografía; coreografía insólita la que yo realizaba; público numeroso y atento: sold out theatre! Solo faltaban la música y los vítores.  Durante mucho tiempo me desquité asumiendo el más ágil y elegante caminar cuando emerjo de las bambalinas y me dirijo hacia mi piano. Ya mi salud no me permite estas pequeñas bravatas.  Pero una vez instalado ante el instrumento –la más fuerte, saludable y hermosa parte de mi cuerpo– descubro una plenitud, una salud, una fuerza que no encuentro en ningún otro lugar del mundo.

 

Las de mis compañeros no eran miradas burlonas ni compasivas, eran tan solo curiosas, tal vez incluso algo détachées. La mofa y la compasión –con ocasionales arrestos de solidaridad, es justo decirlo– las experimenté frecuentemente durante los años de la escuela primaria.  A partir de la secundaria la crueldad y la desconsideración se transformaron en una actitud mucho más madura por parte de mis compañeros.  Aceptaban mi condición.  Con cierta frialdad, pero la aceptaban.  Las miradas se habían hecho clínicas, serenas, subtendidas por el mismo pensamiento a flor de ojos: ¿qué se sentiría andar así?  No lo experimentaba como agresión.  Me incomodaban pero no me ofendían.  Las secuelas de las hemorragias en el psoas y la ingle, siempre provocadas por esfuerzos mal calculados de mi parte (estas áreas difícilmente sangraban por contusión) eran temibles.  La pierna se encogía y el tronco se inclinaba, a fin de no obligar a los músculos involucrados en el sangrado a extenderse.  Se me hacía imposible extenderme horizontalmente ni caminar con nada que se asemejase a la verticalidad de un cuerpo erguido.  Para preservar la flexión de la pierna tenía que apoyarla en el suelo de puntillitas e inclinarme en un ángulo muy agudo con respecto al muslo.  No era posible avanzar así si no era por medio de brinquitos y pequeñas contorsiones.  A decir verdad, una silla de ruedas hubiese tal vez sido preferible, pero el infernal vehículo hubiera melodramatizado aún más la imagen de mi persona y, como si esto fuera poco, hubiera incidido en una recuperación mucho más lenta.

 

Mi paso era más que cuidadoso: vigilante, permanentemente alerta.  Aprendí a caminar con la cabeza gacha, atento a las menores irregularidades del camino.  Lento, siempre lento.  Eso me hizo lucir más viejo y considerablemente menos alto de lo que en realidad soy.  Hay algo tentativo en mi paso.  A veces vacilante, carente de firmeza, como si la solidez de los tobillos y las rodillas tuviese que ser verificada antes de depositar sobre ellos, por una fracción de segundo, el peso de todo el cuerpo.  Cuando era niño y durante una buena parte de mi juventud, fui capaz de correr.  Lo hacía, de hecho, en los amagos de fútbol que después de los dieciséis años comencé a practicar con mi hermano y algunos vecinos (rara vez usamos las bolas “de verdad”, las pesadas esferas que se emplean en la práctica seria del deporte en cuestión).  Mi hermano siempre fue un buen deportista.  A pesar de sus limitaciones.  Nadie hubiese podido colegir su condición hemofílica a partir de su torso y su pecho musculoso, de su andar firme, traicionado apenas por la más ligera de las limitaciones en la extensión de las rodillas, en su porte atlético, prácticamente desprovisto de secuelas.  

 

Nunca fui capaz de brincar, de acuclillarme, de caminar de cuatro patas (salvo en la época en que aprendí a gatear), y pronto tampoco de correr.  Mis ligamentos y tendones –amén de los huesos, afectos de artrosis deformante– no lo permitían.  Hubiera sido como doblar o estirar un pedazo de madera: el único resultado habría sido quebrarlo, romperlo por la mitad, reducirlo a astillas.  No hay –puedo afirmarlo con toda exactitud– un solo centímetro cuadrado de la superficie de mi cuerpo que en una u otra ocasión no haya sangrado.  Al hacer fila para entrar a la clase los profesores siempre decían: “Mucha atención: no empujen a Jacques”.  Hube de aprender desde muy temprano el control sobre la ira –por lo menos en su expresión física–.  Fuera de los ocasionales berrinches de la temprana infancia no recuerdo haberle pegado nunca a nadie (uno que otro zipizape doméstico con mi hermano, es todo lo que puedo mencionar).  

 

Muchos, muchos fueron los días en que hube de guardar cama.  Al contemplar retrospectivamente el conjunto de mi infancia, estimo que por los menos una semana de cada mes debía observar estricto reposo.  Por lo menos, por lo menos… tal vez más.  A menudo conectado a una larga y sinuosa jeringa por donde bajaba la sangre –luego el plasma– que me devolvía lentamente la vida.  Inmovilidad casi total.  Imaginaba cosas.  Me perdía en extrañas especulaciones.  Inventaba mundos secretos e inhabitables para todo aquel que no fuera yo.  Cualquier objeto (un pliegue en la almohada, una sombra en la ventana, la mala ubicación de un libro en la biblioteca, el lejano ladrido de un perro) suscitaba imágenes perturbadoras por su enrevesamiento y bizarría.  Construcciones cuya complejidad no guardaban relación alguna con la insignificancia del objeto que las había inspirado.  Meandros y errancias del pensamiento.  Fabulaciones.  Asociaciones insólitas, pequeñas teorías en torno a casi todas las cosas que me rodeaban y las ocultas relaciones que entre sí tenían.  Al dolor físico que provocaba mi postración y al carácter –suponía yo– mórbido de estas fijaciones, de este constante fantaseo, había que añadir la sorda preocupación que tal proclividad suscitaba en mí.  Algo no andaba bien en mi cabeza.  Eso lo sabía desde el fondo de mi ser de niño.  Me daba miedo a mí mismo.  Me daba miedo la locura.  Reconocía que aquellas interminables divagaciones no eran, no podían ser normales.  

 

Uno de mis puntos de fuga favoritos era el plafón.  Elaboraba cíclicos, inescapables itinerarios remontando las sinuosas nervaduras de la madera.  Laberintos de los que no se podía salir, y que recorría una, y otra, y otra vez.  Con frecuencia me entretenía descubriendo en estas aleatorias configuraciones –¿lo eran realmente?–el contorno de criaturas familiares o insólitas.  La madera –justo ahí, sobre mi cabeza– se convertía en mapa, en viaje, en infierno, en enigma, en caleidoscopio, y en una inmensa, colgante teratología.  Cuando muchos años después leí los “Versos dorados” de Nerval, sentí que mi terror de infancia había sido por fin formulado: Teme en el muro ciego una mirada que ahora mismo te espía”.  El animismo, la noción según la cual toda la materia está habitada por un alma que sobre nosotros tiene potestad.  La capacidad para reconocer formas concretas en el lento vagar de las nubes, en las fibras de la madera, en las acumulaciones de nieve, se llama pareidolia, y es una facultad harto valiosa que adquirí, empero, a un pretium doloris muy alto.

 

A veces mi Mamá, preocupada por mi ensimismamiento, me alcanzaba un libro o encendía la radio.  No había para mí otra estación que la Radio Universidad de Costa Rica, en aquel entonces llamada simplemente Radio Universitaria.  El noventa y cinco por ciento de todo cuanto constituye mi acervo musical se lo debo a esta institución.  Por una u otra razón, recuerdo con toda exactitud el momento del día en que escuché por vez primera ciertas piezas.  Recuerdo incluso las lesiones y transfusiones a que estuvieron asociadas: la Segunda Sinfonía de Schumann, la Danza de los Muertos y el Primer Concierto para Piano de Liszt, El Pájaro de Fuego y La Consagración de la Primavera de Stravinsky, Tzigane de Ravel, la poco conocida Tercera Sinfonía de Khachaturian (versión de Stokowsky con espléndido solo de órgano), la Sinfonía Italiana de Mendelssohn, el Concierto para Violín y el Cuarto Concierto para Piano de Beethoven, la Fantasía para Piano a Cuatro Manos en Fa menor de Schubert, el tema para oboe de El lago de los cisnes de Tchaikovsky, el Concierto Italiano y el Coral para Órgano “Schmücke dich, o liebe Seele” de Bach, que bien puede ser lo más cerca que el ser humano ha estado del cielo.  En general recuerdo, como si de experiencias iniciáticas se tratase, el día de la semana y la hora aproximada en que oí toda pieza que en mi vida me ha conmovido.  Sé de sobra que esto resulta difícil de creer, y ciertamente no puedo hacer nada para probar la verdad de mis palabras.  Piensen sin embargo que cada una de estas vivencias representó en su momento una efeméride personal, un momento de epifanía, una sacudida profunda de mi ser: tales cosas no se olvidan.  Esto no es un alarde de memoria de mi parte.  La memoria es siempre puntual y selectiva.  Reedita en nuestra mente, una y otra vez, aquellas cosas que nos han marcado para bien o para mal… de todo lo demás dispone rápidamente.

 

Conocí las más amadas de mis piezas desde la inmovilidad, el dolor y la exacerbación de la sensibilidad y la atención.  Era como si el alma, con el dolor del cuerpo, se hipersensibilizara a todo estímulo musical que tocase sus terminaciones nerviosas.  La impronta del sufrimiento iba siempre de la mano de la belleza.  La música sobrepujaba al dolor.  Su intensidad parecía ser, casi siempre, superior a la de mi tormento físico.  Lo ritmaba, lo mimetizaba, y al fin lo sedaba.  Jamás analgésico alguno tuvo tal eficacia sobre mí.

 

Alrededor de abril de 1972 me examinó un connotado hematólogo sudafricano –él mismo hemofílico– que pasaba por el país y que se había ofrecido amablemente para estudiar el caso de las crónicas hemartrosis de mi rodilla derecha.  El Doctor Britton.  Era alto, fornido y pelirrojo.  Unos cincuenta años de edad, a lo sumo.  Todo sucedió en un segundo piso.  Por el lado de Barrio Aranjuez, o quizás de Moravia.  Me costó mucho subir las gradas.  Papá y Mamá quedaron impresionados por la robustez y la prestancia del Doctor Britton.  Su pecho era altivo, muscular.  No era un simple médico: era la imagen misma del mítico galeno dotado de ilimitados poderes curativos.  Venía vestido con un traje azul oscuro.  Nos saludó cordialmente.  Me examinó.  Habló con Papá en inglés.  No entendí en aquel momento cuál había sido su recomendación.  Regresamos a casa.  Papá y Mamá estaban admirados y llenos de confianza: “eso es un doctor” –sus miradas parecían decir–.  

 

Lo que en ese momento ignoraba era la naturaleza del tratamiento que el omnisciente médico había prescrito.  Durante un mes tendría que someterme a una rutina intensiva de rehabilitación.  Aunque aburrido y doloroso, hasta ahí todo era tolerable.  Lo que no estaba bien, nada bien, era que de día por medio tendría, para proteger la rodilla y evitar recaídas, que ser internado en la Clínica Bíblica para infusión de quinientas unidades de plasma.  El procedimiento implicaba transfusiones de cuatro horas de duración cada dos días.  Era la única forma de evitar que los ejercicios provocaran nuevos sangrados.  ¡Con lo que las agujas significaban para mí!  Era momento para inocularme a mí mismo con mi propio fantasma hasta perderle el miedo… o morir.  Lloré mucho al enterarme de lo que me esperaba.  Un mes de tortura.  ¿Cómo me iban a quedar los brazos?  ¿Dónde me iban a pinchar después de quince o más aguijonazos? Evoqué la cantata de Debussy El martirio de San Sebastián.  

 

Pero antes de la primera transfusión sucedió un milagro.

 

Papá me lleva un domingo por la mañana a oír un concierto de la recién renovada Orquesta Sinfónica Nacional.  Es el 24 de junio de 1972.  Teatro Nacional.  Nueve años de edad.  El programa: Obertura Ifigenia en Aulis de Gluck, la Sinfonía Clásica de Prokofiev y, en la segunda parte, el Concierto para Piano en La menor de Schumann.  Palco de galería, lado izquierdo.  Era importante ver las manos del pianista.  Todo concierto es, en un cincuenta por ciento, un espectáculo visual.  De la obertura de Gluck se me pegó a la piel –y todavía lo ando conmigo- el grácil tema de los violines, epítome en lo sucesivo de todo cuanto fuese noble y femenino.  Me gustó la Sinfonía Clásica.  Recuerdo, en particular, lo divertidos que me resultaron los timbalazos en el último movimiento.  La cinética de la percusión: siempre fascinante.

 

Pero la segunda parte fue una revelación, una conmoción y una epifanía.  Tan pronto dio inicio la música de Schumann supe que estaba en presencia de una voz que solo existía para mí, que me hablaba desde el fondo del tiempo.  Quedamente, al oído.  Era como si Schumann, sabiendo que en junio de 1972 iba a haber un niño costarricense escuchándolo acodado sobre el balcón de palco de galería del Teatro Nacional, hubiese compuesto un concierto especialmente dedicado a él.  O si así prefieren verlo, era la música que yo hubiese creado, de haber sido compositor.  Mi música.  Solo mía.  Mi voz.  Mi patria espiritual.  La revelación de una nativa nobleza, de una altivez, de una plenitud y de una salud que me reclamaban y parecían decirme: este eres tú, es aquí donde debes quedarte a vivir, esta es la parte más verdadera y más fuerte de tu ser.  ¡Tan noble, tan cálida, pero también tan heroica la música de Schumann!  Bajo las magníficas progresiones armónicas y la infinita ternura de la melodía, bajo esa majestad producto, como en el caso de Beethoven y de Brahms, de su enraizamiento en la clásica textura del coral luterano, bajo esa superficie apolínea y melancólica, ¡cuánta agitación, qué sorda angustia!  La armonía vuela, pero las figuraciones del piano que la subtienden tienen no sé qué de subterráneo, de turbulento.  Desasosiego contenido, estoicamente y quizás también pudorosamente velado.  Vano el esfuerzo del compositor: ahí estaba el hervor inocultable, la ansiedad, la premonición, la angustia, mi angustia.  La música de Schumann tuvo la virtud de revelarme mi propia esencia.  Venía de serme presentado aquel hermano entrañable, aquella alma inmensa.  Sentí que tenía un nuevo amigo.  Ya conocía su música, pero nunca la había escuchado en vivo.  Me sentí más que conmovido: reconocido, llamado por mi nombre.  Interpelado desde el fondo de los siglos y del espacio.  Por fin “pertenecía” a algo.  La patria de mi espíritu venía de serme presentada. Schumann transformó ciento cincuenta años y todo un océano de separación en meras ilusiones, apenas un poco de humo.  Como certera centella, su música surcó el tiempo y la mitad del planeta, para llegar a mí.

 

El olor de la cama de hospital, las agujas, el alcohol, los esparadrapos, el algodón, el torniquete, las jeringas, el blanco infinito e impenetrable.  La agresión.  Contra mi cuerpo, la parte más blanda y vulnerable de mi ser.  ¿No me atravesarían el brazo las agujas?  ¿No tocarían el hueso?  ¿Cuán adentro penetrarían en mi piel?  ¿Resistirían mis venas la fría, metálica invasión?  Mamá.  Las enfermeras que se agitan en torno a mí como un enjambre de avispas… avispas blancas, que no sé si existen, pero que en todo caso yo vi.  Idalie, la enfermera de toda una vida, va a encargarse de la punción, de todas las punciones.  A petición encarecida de Mamá.  Dulce Idalie, benditas sean tus manos, las que hacían batirse en retirada al dolor, las dispensadoras de vida, las manos hipnóticas que me serenaban y ponían a dormir, tal las corolas de esas flores que se cierran al contacto del viento.  Nunca fallaba, Idalie.  Nunca.  Pero no por ello dejé de hacer pucheros al asumir mi posición en la mesa del suplicio.  Mamá parecía perfectamente tranquila.  Idalie infundía serenidad a todos cuantos la rodeaban.  A todos menos a mí.  Un pinchazo era un pinchazo, así lo ejecutara el arcángel Gabriel.  El metal horada la piel.  Y en medio de mi terror me acordé de Schumann, del pasaje nobilísimo en el que, después de la exposición del tema inicial, por el oboe y luego el piano, solista y orquesta unen sus voces.  Erguido contra el dolor.  Schumann fortaleza.  Schumann mirando siempre a lo alto… aunque la tierra se estuviese abriendo a sus pies.  Schumann cantando en medio del naufragio.  Schumann sereno en su martirio.  Schumann hablándome al oído. Schumann amigo.  Lenta entraba la aguja, y yo entretanto cantaba.  Cantaba, sí, para la perplejidad de Mamá y de la propia Idalie.  Cuanto más arreciaba el dolor más alto cantaba.  El Concierto en La menor.  Schumann decía que esa era la tonalidad de su alma.  Quizás lo fuera también de la mía.  Tránsito de fuego.  No tengáis miedo.  Había que repetirlo, una y otra vez, el tema inmenso del Concierto.  Tránsito de fuego.  Repetirlo, como una oración.  Tránsito de fuego.  Hacerse sordo a todo lo que no fuese la música.  Tránsito de fuego.  No tengáis miedo.  Tránsito de fuego.  Prenderme de ella, de la música, y atravesar el infierno.  Tránsito de fuego.  La lira de Orfeo.  Tránsito de fuego.  Las furias gesticulan, amenazadoras, en torno a mí.  Tránsito de fuego.  No tengáis miedo.  Tránsito de fuego.  Repetir, repetir siempre el conjuro, cantar, y cantar, y cantar.  Tránsito de fuego.  Mente absorta en el tema de Schumann: nada más en el mundo debía existir.  Tránsito de fuego.  No tengáis miedo, no tengáis miedo, no tengáis miedo.  Schumann triunfante sobre sí mismo.  El concierto, el concierto.  Mío para siempre.  Y con él, su secreto inviolado, su dulce conjuro contra el dolor.

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