La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce
- hace 9 horas
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Ashley, la bailarina
Jacques Sagot
Para ustedes, amigos y amigas, esta insólita historia, menos ficticia de lo que podría pensarse.
Ashley era la mejor bailarina del club nocturno. Sus colegas —nada desdeñables— sabían que, cuando compartían el espectáculo con ella, quedaban reducidas al mero rol de comparsas, suerte de corps de danse, de guarnición al plato principal de la diva. Y, en efecto, Ashley era avasalladora. Desde lo alto de su plateau, ejecutando sinuosos giros alrededor del tubo, miraba a los parroquianos con clínica objetividad. Aunque ella era la observada —la codiciada, la adorada— cabía preguntarse quién miraba a quién. Porque la verdad era que mientras Ashley interpretaba sus eróticas acrobacias, las caras de los espectadores se convertían, desde su perspectiva, en un evento on its own. ¡Era tal, la imbecilidad, el estado de arrobamiento, la expresión de los ojos —que por poco volaban fuera del nido de sus cuencas para adherirse a su carne—, las caras que el alcohol, la droga y el deseo desnaturalizaban por completo! Y Ashley se reía a su manera de sus atisbadores. Secreta, íntimamente, reía de todos aquellos rostros donde la diosa Estupidez parecía haber venido a anidar definitivamente. Todos aquellos rufianes ofrecían, a pesar suyo, un espectáculo tan llamativo como el de Ashley, pero ciertamente más diverso y polimorfo. “En cierto sentido —pensaba a veces la bailarina— soy yo quien debería pagarles a ellos, por la patética comedia que representan para mí cada noche”.
Algunos cretinos, transportados por la ciega devoción de su fervor erótico, subían al escenario después de que Ashley se eclipsaba tras la cortina que conducía a su camerino, para besar y acariciar el tubo. Caían de hinojos ante él. Lo olían, lo miraban embelesados, lo abrazaban con entrañable afecto. El tubo era, por poco, un ícono, una reliquia religiosa, a ojos de aquellos peregrinos de… ¿el placer? Ni siquiera eso. Perseguían fantasmas: eso era todo.
Por lo demás, era cierto que Ashley tenía con su barra una relación de singular intimidad. Una simbiosis que iba más allá de la mera coreografía: ella y su barra estaban ontológicamente unificadas: era imposible concebirlas separadamente. Ashley la integraba a la danza como si de una parte de su cuerpo se tratase. No había bailarina en la ciudad que supiese incorporar el tubo a su coreografía como Ashley. Por momentos era capaz de crear la ilusión de que el cilindro no era el eje de su rutina, sino un elemento periférico al verdadero eje: su cuerpo indecible. Con ella aun el tubo parecía bailar. Todo lo centrifugaba en torno a ella. Era una virtuosa en el arte de hacerle el amor a la asta. Sus carnes cálidas, su sudor, su frenesí dancístico, el magma de su entrepierna parecían capaces de fundir el metal de la barra. De hecho, la leyenda urbana pretendía que ya dos o tres veces había descuajado el mástil de su emplazamiento, forzando a los propietarios a sustituirlo por un más sólido pilar.
Cyrano de Bergerac no hubiese blandido mejor la espada que Ashley su barra. Cuando, durante breves tramos de su coreografía, se separaba del tubo, el respetable público experimentaba no sé qué indefinible inquietud: era como si asistiesen a un fenómeno de mitosis: una sola célula que se dividía en dos. La sirena se disgregaba: su parte de pez y su parte de fémina, separadas, se fragilizaban, lucían intolerablemente incompletas, y todo el mundo experimentaba la desesperada necesidad de reintegrarlas. Ashley sabía esto, y generaba estas pequeñas crisis de ansiedad en su público de manera sabia y bien dosificada. El personal de seguridad había tenido que intervenir, para hacer bajar a la fuerza del escenario a un japonés —ejecutivo de alto rango, según se decía—, quien, llevado por la locura, había tomado el escenario por asalto y, abrazado al tubo, se había hecho amarrar a él por sus asistentes. Lamía y olía la barra con frenesí, gimoteaba, lloraba, se aferraba a ella con furor de maniaco. Era un delirio de tipo térmico: se trataba de sentir el calor de los muslos de Ashley en el metal, antes de que se disipase. Como en todo proceso fetichista, el cilindro operaba como dispositivo de sustitución del cuerpo deseado. De haberle sido dada la opción de escoger, aquel infeliz hubiera preferido, a buen seguro, huir con el tubo y llevárselo para su casa, que pasar una noche de amor con la propia Ashley.
La creciente popularidad de la bailarina había tornado el centro nocturno en uno de los templos del striptease de la ciudad. Los parroquianos no hubiesen entrado a una catedral con mayor unción. Una iglesia, un altar y una diosa: todo estaba ahí. Lo que la feligresía seguía sin sospechar era que Ashley les infligía miradas de igual intensidad que las que sobre su carne se cernían. Salaces, concupiscentes las de ellos, objetivas y analíticas las de ella. Después de tantos años de tablas, Ashley bien podría haber escrito un libro sesudísimo sobre la peculiar fauna que venía todas las noches a idolatrarla. Su extracción social, sus patrones de conducta, su sociolecto, su gestualidad, la metamorfosis a que sus rostros se veían sometidos tan pronto ella daba inicio a su taumaturgia. El doctor Jekyll se transformaba en Mr. Hyde, Larry Talbot en el hombre lobo, cualquier desteñido oficinista devenía el Conde Drácula. Pero eran un Hyde, un licántropo y un vampiro perfectamente imbecilizados, anonadados, hipnotizados, mesmerizados… Aun cuando algo profundamente primario emergía en ellos, no lograban llegar a ser amenazadores o inquietantes: el embeleso sexual los hacía curiosamente inocuos. La estupidez no suele ser peligrosa. Lo esencial era el equilibrio de las miradas: mientras el bombardeo de inspecciones de que era objeto fuese contrarrestado por los vistazos que ella les devolvía, no habría peligro de que perdiese su integridad ontológica.
Pero la excelencia de la bailarina hizo que, una noche, el lugar se atiborrase de mirones. El propietario añadió mesas y sillas por doquier, y se permitió el acceso de gente de pie. El lugar —relativamente pequeño— reventaba de hombres de toda estofa, mayoritariamente burócratas y empleados públicos de bajo nivel. Y mientras bailaba, Ashley se sintió por primera vez sobrepujada por el poder de succión de aquel diluvio de miradas. La sorbían, la devoraban, la desmembraban. Sintió vértigo, perdió el equilibrio en un par de ocasiones, vaciló en la ejecución de su rutina. Por una vez, tuvo la impresión de que, en lugar de girar ella en torno a su tubo, el mundo entero giraba alrededor suyo. El mundo no era ya una realidad eferente, algo que dimanaba de ella, sino una dimensión aferente contra la cual no tenía defensa, un universo ajeno que la invadía y desustanciaba. Intentó en vano recomponerse en varias pequeñas pausas que intercaló en su ejecución. No estaba en control de su audiencia. Y no estaba tampoco en control de sí misma. Se sintió vaciada, saqueada, desposeída de su propio ser. Después de un giro particularmente violento, vio que uno de los espectadores, allá en su asiento, estrechaba entre sus brazos su muslo derecho. Al giro siguiente, vio a otro cliente que acariciaba entre sus manos su seno izquierdo. Otro giro, y allá, entre los mandriles sentados en la barra, vio a uno que besaba su pie derecho. Nuevo giro, y alcanzó a ver, en una fracción de segundo, a un cretino que huía del lugar a toda velocidad con su pierna izquierda. Luego un salivoso vejete que, embelesado, estrujaba sus nalgas y las golpeaba rítmicamente. Después, un tipo que también se daba a la fuga con su seno derecho oculto bajo su saco. Otro se llevó sus labios. Uno más, hurtó su nariz. Por lo que a su sexo atañe, un individuo absolutamente delirante lo contemplaba con deslumbramiento místico, y se aprestaba a jugar con él. La habían vencido. La habían desintegrado. Fueron muchos. Una horda, un enjambre de máquinas deseantes… Hubiera sido menester un poder psíquico excepcional, para contrarrestar y anular su efecto. Todos huían con los fragmentos de su cuerpo, como ladrones que estrujan bajo sus ropas el botín que vienen de hurtar. ¿Qué quedaba de ella? Ashley se miró a sí misma y no fue capaz de encontrar su propio cuerpo. Ese que aún sentía, y debía estar ahí, ese que debía constituirla, esa que era ella, ese había desaparecido. Vio una sola cosa. Aferradas al tubo, pendían sus dos bellas manos, cortadas a la altura de la muñeca. No sostenían ya nada. Eran dos criaturas, dos animalitos crispados en su barra, esa de la cual ni aun las más feroces miradas habían logrado desasirlas. La parte de su cuerpo que estaba en contacto con el tubo era la única que, fundida a la estructura del lugar, había escapado al saqueo general.
Nadie sabe qué hizo el propietario con las extremidades en cuestión. El tubo fue cambiado, a tal punto las manos se negaban a desprenderse de él. Eso fue todo lo que quedó de la legendariamente bella Ashley, y era probable que hubiese ido a parar al basurero. Muchas bellas mujeres pasaron por el club nocturno. Ninguna de ellas generó jamás el fervor que suscitara Ashley, y nadie volvió a ser objeto de la disgregación que sufriera la ilustre predecesora. El club siguió siendo relativamente frecuentado, pero lo que constituía su magia era la leyenda de Ashley. Nadie sabe quién tomó posesión de sus ojos, por cierto, y es posible que hubiesen quedado vagando por algún rincón del establecimiento. Hay clientes que dicen haber sentido la vaga, inquietante impresión de ser observados, atisbados, estudiados, mientras disfrutaban del espectáculo. Una fuerza, una presencia invisible sobre ellos se cernía. Muchos dieron testimonio de haber experimentado esta sensación. La clientela, amedrentada, comenzó a mermar, hasta que el cierre del lugar se hizo inevitable. Todos los que en su momento huyeron con los segmentos anatómicos de Ashley perdieron la razón, y terminaron sus lúbricos días entre los barrotes de tenebrosos manicomios, expresándose en ininteligibles jerigonzas y abrazando maniáticamente invisibles piernas, brazos o senos, para estupor de los galenos.
La demencia, el terror, la desintegración, la muerte terminaron con todo cuanto tenía que ver con aquel lugar maldito. Hoy es un caserón baldío, con las ventanas como ojos vacíos, la puerta cual una boca desdentada y ulcerada, las paredes cubiertas de líquenes, el techo lleno de boquetes que los murciélagos colonizaban, ratas y cucarachas descomunales salían, cual espeso líquido, de sus ruinosos resquicios. Ashley, Ashley… ¡era tan bella! Pero hay un punto más allá del cual el deseo, alcanzando ígneas intensidades, es capaz de desmembrar, de disgregar aquello que codicia. Tal es la naturaleza de la oscura, torva psique humana.
Todos tendemos a desintegrar y triturar justamente aquello que má