La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce
- hace 12 minutos
- 4 Min. de lectura
Cuando los tecnócratas se equivocan
Jacques Sagot
La ciencia y la tecnología se han fusionado en una disciplina que muchos críticos de la cultura llaman “tecnociencia”. Examinemos algunos de los más aparatosos yerros de esta híbrida rama del saber.
A fines del siglo XIX un destacado físico y científico de la Royal Society de Londres afirmó: “Es imposible que una máquina más pesada que el aire pueda volar”. Era un hombre sapientísimo, de luenga y patriarcal barba blanca. Es curioso: ya Julio Verne, en su extraordinaria novela de 1986 Robur le conquérant demostraba lo opuesto. “Todo lo que un hombre sea capaz de soñar, otro será capaz de realizarlo” –era uno de sus lemas favoritos–. Y no se equivocaba, salvo por casos tan ridículos como los de este físico, que cometió un pecado “de absolución papal” para un científico: no saber ver más allá de sus narices. Hoy en día, el Antonov (AN225- Mriya) pesa 285 000 kilogramos vacío, 640 000 lleno. Tiene una longitud de 84 metros, y una altura de 18.1. Un área de alas de 905 metros cuadrados. Una extensión de alas de 88.4 metros. Un espacio de cargo de 1 300 metros cuadrados. Seis motores. Una docena de llantas. Una capacidad de combustible de más de 300 000 kilogramos. Llega a una velocidad de 850 kilómetros por hora. Un alcance de 15, 400 kilómetros. Demanda la presencia de seis pilotos en la cabina. Así que este monstruo (del que por lo pronto solo existe un ejemplar en el mundo) puede despegar con 640 toneladas y 850 pasajeros de peso. Mucho me temo que nuestro físico haya cometido un oh, so small, tiny itty bitty mistake of calculation.
La respetada revista Mecánica Popular que, para su sorpresa, amigos y amigas, tiene una larga y venerable historia de 212 años, publicó en 1949 un artículo en el que un futurólogo predecía que en el porvenir una computadora doméstica pesaría más de una tonelada y media. ¿Se imaginan ustedes, tener ese mastodonte dentro de la casa? ¡Habría que dormir, comer, caminar, y hacer el amor encima de él!
El Generalísimo, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Aliadas, y Mariscal de Francia, Ferdinand Foch, teórico militar y héroe indiscutido de la Primera Guerra Mundial, dijo: “Los aviones son juguetes interesantes, pero no tienen ningún valor militar”. Muy por el contrario, los aviones probaron ser el factor decisivo durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, vamos a dejar pasar esta sandez, porque por otra parte pronunció uno de los más sabios vaticinios al terminar el primer gran Armagedón: “Esto no es la paz, es tan solo un armisticio de veinte años, antes de que tengamos que enfrentar una Segunda Guerra Mundial, y esa será mucho más brutal”. El oráculo de Delfos no lo habría formulado con mayor precisión.
Harry Morris Warner, uno de los tres hermanos fundadores de la casa productora de cine Warner Brothers, dijo, en un momento de ofuscación (quisiéramos creer): “El cine será eternamente mudo. ¿A quién puede interesarle, de todas maneras, ver a un actor hablar?” Warner murió en 1958, de modo que tuvo tiempo de ver Gone with theWind, The Wizard of Oz, Casablanca,A Star is Born, Citizen Kane, Snow White and the Seven Dwarfs, Sunset Boulevard, Shane, Rear Window, The Third Man… Suficiente como para taparle la boca a un hombre durante varios milenios. Sobre todo, si es un hombre de cine.
En 1878, un alto funcionario e ingeniero de la empresa WesternUnion, especializada en comunicación, dijo: “El teléfono tiene demasiados defectos como para que nunca pueda convertirse en un medio de comunicación eficaz. Es un artefacto sin ningún valor”. Y con ello rechazó la oportunidad de comprar la patente del recién inventado teléfono. Eximamos al pobre hombre de la risa (cosa demasiado fácil para tener mérito alguno), y hagamos algo más significativo: constatar cuán problemática es la futurición en materia científica y tecnológica, cuán incierta, y cuán peligrosamente impredecible.
En 1977, Ken Olsen, distinguido fundador de la Digital EquipmentCorporation, profirió esta frase tristemente célebre: “No hay absolutamente ninguna razón para que un individuo quiera tener una computadora en su casa”. Murió en el año 2011, de modo que tuvo tiempo de sobra para advertir la magnitud de su error. El vulgus pecum suele depositar una fe supersticiosa en la tecnociencia: lo que ella proclame es declarado “santa palabra”. Pero la verdad de las cosas es que, como toda actividad humana, la tecnociencia es también falible, y la historia registra muchos fracasos descomunales que le son imputables.
En estos años de la Cuarta Revolución Industrial, el mundo se abre hacia perspectivas de desarrollo tan espectaculares e impredecibles, que el vano deporte consistente en anunciar el futuro se ha tornado estéril. No creo que nunca, en la historia humana, hayamos vivido tal nivel de ansiedad, y ello por una razón axiomática: la ansiedad es siempre producto de la incertidumbre. No sabemos, en lo absoluto, hacia dónde nos van a llevar las grandes primicias de la tecnociencia. ¿La transhumanidad? Es un término que se usa con frecuencia, y que, por supuesto, asusta. Como hermosamente dijera Victor Hugo: “de quel nom te nommer, heure trouble où nous sommes?”
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