¡No: la guerra no siempre es engendrada por intereses económicos!
Jacques Sagot
¿El fútbol como “guerra civilizada”, “guerra sublimada”? Es lo que he propuesto en diversos textos. Restaría, sin embargo, determinar de qué clase de guerra hablamos. La palabra “guerra” se usa de manera genérica e indistinta para designar fenómenos muy diversos. En primer lugar, no faltarán quienes digan que el fútbol es, antes bien, una guerra “desublimada”. Los que tienen de ella un concepto épico, asociado aún a los viejos valores republicanos, a la defensa de la soberanía nacional, esos que todavía vibran al escuchar las letras de los himnos nacionales y se declaran listos en cualquier momento a “morir por la patria”, dirían que hacer del fútbol una “guerra sublimada” es grotesco, ofensivo, caricaturesco, y profundamente cínico. Comprendo su sentir. Pero lo menos que podemos decir al respecto es que se trata de una noción démodée, de una retórica caduca y muy venida a menos. La concepción “romántica” de la guerra ya no arenga a los pueblos. No, por lo menos, al individuo cool, décontracté, hedonista, laxo, narcisista, incapaz de inmolarse en nombre de ningún valor “trascendente”, preocupado exclusivamente por la garantía de sus seguridades y libertades personales, reacio a sacrificarse por causa alguna que no sea la de su propio bienestar, la mónada desocializada de la posmodernidad.
Pero esto no es lo esencial. Lo esencial es que, aun cuando lúdico y simbólico, el fútbol devuelve la guerra a su código original, a su manifestación atávica y primigenia. De nuevo: hablar de “la guerra” es como hablar de “el hombre” in abstracto. La historia como genealogía de la guerra –de manera más abarcadora, de la violencia– nos demuestra que esta ha sido vivida de manera diferente, y ha adquirido distintas significaciones a través de la saga humana sobre el planeta. Una “ilusión retrospectiva” (Foucault) típica de la posmodernidad consistiría en creer que todas las guerras del mundo obedecieron a motivaciones económicas.
La verdad es que “guerra” es un término “umbrella”, usado con llamativa imprecisión, para designar luchas de muy diferente índole. Pugna armada por la captación de los mercados internacionales (Primera Guerra Mundial); ocupación de la tierra y sus riquezas (guerras feudales); captura de esclavos (guerras de la Antigüedad); la lucha de una clase que, detentora ya del poder económico, pugna por el poder político (Revolución Francesa y todas las revoluciones burguesas de la historia); fenómeno ideológico provocado por la paranoia ante el avance de modelos sociales antagónicos (Segunda Guerra Mundial); guerras religiosas donde el enjeu es el tiempo (ahí donde fermentan los credos, el arché de los cultos, la pregunta por el origen, la fe de los ancestros) más que el espacio, aun cuando las batallas se libren, por supuesto, en la geografía.
Así vistas las cosas, ¿cuál es el tipo de guerra que el fútbol supuestamente “elabora”, “procesa”, “sublima” o “civiliza”? Hay dos fases, en la inmemorial genealogía de la guerra. La guerra tal cual la concebían las sociedades holísticas, aquellas en las que la conciencia de la colectividad imperaba sobre el individuo: guerras “de sangre”, regidas por el código del honor (una noción que haría reír a más de uno hoy en día: ¿quién se enrolaría en una guerra –siquiera en un duelo– por defender el honor? Su posición sería juzgada grandilocuente, melodramática, y nos haría el efecto de un pastiche de Lope de Vega o de Corneille). Contrariamente a lo que nuestra moderna “ilusión retrospectiva” podría hacernos creer, el móvil de estas guerras no era económico. Lo que las sustentaba era un sentimiento de solidaridad con los muertos. Era la guerra – venganza, la guerra reivindicadora de un honor mancillado, la guerra librada en nombre del ancestro agraviado, la guerra que daba voz a los muertos. Esa que evoca Giraudoux en La Guerra de Troya no tendrá lugar cuando, al abrirse lentamente las puertas de la ciudad, Ulises dice, sobrecogido: “Son las sombras de los muertos, las que las empujan”. De nuevo: una guerra solo concebible en una sociedad holística y sólidamente cohesionada. La “venganza por la sangre” establece una solidaridad tácita –más aun, un continuum– entre el mundo de los vivos y el de los muertos. La misión de los primeros es constituirse en la voz de los segundos (“No hay mejor homenaje posible para un muerto, que decir lo que él hubiera dicho, de haber podido estar presente” –reflexiona lúcidamente Blaise Pascal–).
Los “odios de sangre” –perpetuados como anacronismo en algunas sociedades contemporáneas, y en esferas tan acotadas como las grandes familias de mafiosos– solo son posibles en una sociedad en la que el individuo es concebido como un glóbulo más en medio de un torrente que lo contiene y al cual se debe íntegramente. Supone seres que se consideren estrictamente prójimos (próximos), semejantes, solidarios. El “individuo” (in-diviso: noción estrictamente moderna) no existe aún. El hombre de las guerras arcaicas está ligado a los demás miembros de la sociedad por vínculos rituales, atávicos, entrañables, una especie de placenta histórica y mitológica. La organización social, su unidad, sus mandatos, su pervivencia, sus códigos prevalecen sobre los derechos individuales (que, de hecho, no existen como tales).
La guerra moderna adviene después de que el Estado monopoliza la fuerza policial y la fuerza militar y se impone la noción de justicia pública. El “Estado de derecho” torna anacrónicas las guerras “de sangre”, los rituales “de venganza”, los conflictos dictados por la necesidad de “honrar” (esto es, limpiar la “deshonra”) de los ancestros. La guerra primitiva reposaba sobre el principio del intercambio, de la reciprocidad (que podía generar mutua protección y beneficio, cuando la coyuntura se prestaba para ello). Precede a la aparición de la ciencia del poder, del Estado –administrador de la justicia y monopolio de la fuerza militar–. Era una guerra que socializaba, no disgregaba al individuo. La regía una cadena de alianzas, de lealtades transgeneracionales y, de nuevo, en medio de su cruentísimo salvajismo, expresaba una solidaridad entre los muertos (los caídos, los agraviados) y los vivos (que tenían el deber de tomar su relevo en la estructura social que los contenía).
Este tipo de guerra es, por supuesto, inconcebible en una sociedad de-socializada, atomizada, disgregada, incapaz de actuar sinérgicamente, por la simple razón de que ya no se concibe a sí misma como organismo –Gemeinschaft– (donde las partes existen en función del todo, y el todo es inimaginable sin la interacción solidaria de las partes), sino como mera contigüidad y yuxtaposición de individuos insulares, aislados, y celosamente protectores de sus libertades privadas (una “federación” de odios, amores, rencores, sueños, temores, ambiciones, apetitos, ideales, venganzas, delirios, afectos). No intento con ello glorificar la guerra “primitiva”, la guerra previa a la instauración del Estado como mediador de todo intercambio, de toda reciprocidad concebible. No la considero preferible en modo alguno a la guerra “cool” de nuestros días. Me limito a señalar la diferencia que cabe establecer entre una y otra.
Ahora vamos al punto: ¿cuál de las dos concepciones de guerra evoca el fútbol en su imaginario instituido? Sin duda la guerra primitiva. Aunque la FIFA organice su propia, ubicua, planetaria guerra por la máxima rentabilización posible del fútbol, y cientos de firmas y clubes se enriquezcan hasta lo inimaginable con ello, la guerra simbólicamente recreada por el fútbol interpela en nosotros al guerrero atávico, el guerrero previo al surgimiento del Estado policial y militarizado, el guerrero “de sangre”, “de honor”, “de venganza”: ¡es un hecho merecedor de profunda reflexión, por cuanto supone una regresión histórica inmensurable!
Por lo menos en su retórica y en sus códigos guerreros, el fútbol nos devuelve a las guerras arcaicas. La noción de “venganza” se traduce en “revancha”. El “gol de la honra” apela a una noción caída, en cualquier otra esfera del quehacer social, en la irrisión. Nadie ríe –como lo harían en presencia de un hombre infamado que clama por las calles su voluntad de limpiar la mácula con que algún miserable mancillara la honra de su hermana– cuando, en un estadio, o en el contexto de una crónica deportiva, se habla de la necesidad de que el equipo “salve su honra”, “vengue la eliminación sufrida en el mundial anterior”, u “honre la memoria de los grandes futbolistas del pasado que supieron dar lustre inmortal a su camiseta”. Lo mejor de la retórica romántica cobra aquí plena vigencia, y goza de total aceptación social. Los mismos términos, en el contexto de un despido laboral, provocarían un estallido de risa burlona en toda la oficina (¿de un despido laboral? ¡Hasta en una asamblea, parlamento, cónclave religioso o reunión cumbre de presidentes!)
Es así como la mayor infamia de Brasil en 2014 consistió en no haber limpiado la mancha, la ignominia, la vejación del “Maracanazo”, en 1950: ¡la solidaridad de los vivos con los muertos! Es así también como se declara a la Francia de Platini, en los mundiales 1982 y 1986, culpable por no haber vengado el escarnio de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Es también así como cada enfrentamiento Argentina – Inglaterra se convierte en oportunidad para cobrarse una factura “de sangre” (simbólica, por supuesto) por la derrota en las Malvinas o –para irnos al origen de la fricción– a las guerras de invasión inglesas en Mar del Plata, en 1805 y 1806. El fútbol es quizás el único espacio en el que la guerra es aún concebida sub specie aeternitatis, según un código de honor que es, a un tiempo, barbárico –por cuanto previo al surgimiento del Estado como monopolio de la fuerza y de la noción de justicia en tanto que normativa pautada, protocolizada, sacralizada–, y profundamente vigente para la sociedad posmoderna, cebada en un cinismo donde toda solemnidad, toda pomposidad, toda retórica de tal jaez están proscritas.
El fútbol es la guerra devuelta a su manifestación primal, colectiva, social, supraindividual, y trascendental –tanto en el tiempo como en el espacio–. Es la guerra como trascendencia, no como inmanencia. Es la guerra “de verdad”…escenificada “de mentirillas”. Como diría Jean Cocteau, “una mentira que dice siempre la verdad”.
Es curioso: ya hemos visto cómo en el deporte la noción de deshonorabilidad, de estafa, de fingimiento, de mentira, se ve glorificada y celebrada (los constantes fingimientos y simulacros de movimiento con que Garrincha “estafaba” sublimemente a sus marcadores). Cómo la noción de “elitismo” (castigadísima en el terreno de la cultura) es aplaudida y laudada. Cómo la noción de honor (caída en la derrisión desde hace mucho tiempo), recobra su valor original. Cómo la noción de aristocracia (anacrónica, obsoleta) vuelve a brillar y a hacer ondear sus viejos pendones. ¡Qué espectacular inversión axiológica nos propone el fútbol, y cuán digna de estudio es!
Cito para finalizar este capítulo a uno de los deportistas que más admiración me han suscitado, por su gesta profesional como por su personalidad: el legendario nadador y actor Johnny Weissmuller, ganador de cinco medallas de oro olímpicas, responsable de sesenta y siete nuevos récords, cincuenta y dos veces campeón de los Estados Unidos, e invicto a todo lo ancho y largo de su carrera. “Es gracias a la competencia atlética que los hombres dejarán de cultivar la violencia y no volverán jamás a hacer la guerra”. Amén.
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