Once puntos sobre once íes.
Jacques Sagot
I- La corrupción es un fenómeno social que se inscribe dentro de un régimen axiológico: es, stricto sensu, un antivalor. Adquiere un grado de virulencia pandémico cuando la economía política proclama su autonomía como ciencia social y se emancipa de la ética, disciplina rectora de la totalidad del quehacer humano. En economía será declarado “bueno” todo aquello que genere utilidad, en política toda maniobra que permita el acceso al poder. Asistimos así a un proceso de des-moralización de ambas ciencias.
II- Los costarricenses vivimos hoy un trauma espiritual profundo: confirmamos por fin eso que a un tiempo sabíamos y nos negábamos a saber: desde hace ya muchas décadas nuestro país y sus más entrañables instituciones han estado gobernados por bribones y falsarios.
III- En Costa Rica la corrupción no es una ocasional aberración del sistema sino, antes bien, la cotidianeidad misma, el modo de vida de ciertos funcionarios públicos en nuestra vida política. Aunque las corruptelas distan de ser cosa nueva, está claro que nunca antes fueron ejercidas con el grado de sofisticación y cinismo con que la practican sus actuales adalides. “Se gobierna para robar: eso lo sabe todo mundo. Es por eso que yo lo hago abiertamente y desvergonzadamente” –dice el Calígula de Camus–. Me merece más respeto esta posición que la gazmoñería y el doble discurso de quienes ahora leen la Biblia tras rejas. Por lo menos, Calígula era ideológicamente coherente, y no se pretendía enfermito –el síndrome de la zarigüeya, que “se hace la muerta” cada vez que la acorralan– para atraer la conmiseración de su pueblo y evitar la aplicación de medidas precautorias.
IV- La tendencia de la clase empresarial a asumir el quehacer político de nuestro país ha probado ser potencialmente deletérea. La mentalidad empresarial aunada al poder político dará origen a las peores rebatiñas y la más desenfrenada codicia, a menos de que el funcionario haya sido forjado en el crisol de los grandes valores éticos (nobleza obliga a reconocer la ejemplar gestión de aquellos hombres que supieron deslindar la función empresarial de la función política). No se gobierna un país con el criterio con que se dirige una corporación. El funcionario público administra para los demás, no en beneficio propio.
V- Si en Costa Rica hay corrupción, ello es porque las estructuras y prácticas jurídicas del Estado lo permiten. La letra y la praxis de nuestras leyes ofrecen suficientes ambigüedades, artilugios, tecnicismos y fisuras para que a través de ellos se cuele el insidioso virus y venga a alojarse cómodamente en nuestras instituciones. No es en los pobres diablos que hoy agarramos con las manos en la masa donde debemos buscar el origen de la corrupción: ellos no son más que úlceras en un organismo tomado por las infinitas metástasis de un cáncer inherente al sistema mismo. Costa Rica vive hoy bajo un régimen de corrupción institucionalizada.
VI- Solo debe ejercer la función pública quien se sepa animado por un profundo espíritu de servicio y, aun diría yo, de sacrificio. Un cargo público no es una catapulta para la promoción y el enriquecimiento personal. Evoco aquí la noble imagen de ciertos presidentes de antaño, que abandonaron la función pública considerablemente más pobres que antes de asumir sus cargos. Recuerden este juicio apodíctico: quien paga para llegar, llega para cobrar. Esa es la definición misma de la corrupción: hacer de la política un negocio.
VII- Todo vicio consuetudinario adquiere algo de “normal”, de “natural”. Como sentencia el Don Juan de Molière, “al ponerse de moda, todo vicio pasa por virtud”. No por ser perpetrado a diario deja un saqueo de constituir una vejación al país. Lo peor que le puede suceder a una sociedad es acostumbrarse a convivir con las cucarachas. No señor: a las cucarachas se las fumiga. De lo contrario caemos en la abyección del enfermo que termina por gustar del olor de sus llagas, o de la mujer que acepta resignada los azotes que su marido le propina diariamente.
VIII- Encomiable es la labor de la prensa que ha ventilado los sórdidos sótanos de nuestra vida política (¡cuántas guacas yacían en las tinieblas de estos húmedos recintos!). Empero, dos observaciones me parecen pertinentes. Primera: cuidado con obtener, a fuerza de sobre-exposición en los medios, un efecto paradójico: la “glamorización” del pillo. Cualquier granuja que aparezca tres días seguidos en primera plana termina por convertirse en vedette mediática, en personaje folclórico, o peor aún, en mártir (la doctrina “del pobrecito”). Segunda observación: no es en el morbo de la estrepitosa caída humana y el íntimo infierno del hampón donde debe ponerse el énfasis de la noticia, sino más bien en la repercusión de sus acciones sobre la salud política del país.
IX- Independientemente de toda posición –crítica o apologética– que el neoliberalismo haya suscitado, la tesis según la cual la corrupción procede de las modernas prácticas neoliberales resulta insostenible y representa una ofensa aun para la inteligencia política menos avezada. Tal aserto querría ignorar el hecho de que la corrupción en Costa Rica adquiere un sesgo cartelero e institucional con los escándalos que jalonaron las administraciones social demócratas y demócrata cristianas de los últimos setenta años. El atolladero actual no es más que el producto de una larga genealogía de la corrupción que sobrepasa ya el medio siglo. Soy el primero en reconocer que el modelo de estado paternalista –administrador, proveedor e interventor– instaurado por la Segunda República es responsable de las más señeras conquistas sociales de nuestro país, pero no por ello voy a cegarme al hecho de que ese “Estado – Dios” tuvo también una contraparte nefasta: la generación de una burocracia parasitaria que espesó el caldo de fermentación para las peores corruptelas imaginables. La corrupción no está en la ideología, sino en la naturaleza de los vínculos de poder entre los hombres que se ocupan de la función pública, y en la deleznable materia ética de que están constituidos. Un presidente social demócrata hace bien en propugnar el modelo del Estado – empresario. Pero si tal es el caso, es imperativo que al frente de estas instituciones estatales encontremos empresarios de primerísima línea, no los amigoches del presidente.
X- Somos la arena de una verdadera guerra cuartelera: ¡todos contra todos, desbandada general! Nuestros violadores institucionales –pues, ¿qué otra cosa son?– se “cantan” los unos a los otros con voces y dones histriónicos dignos de María Callas. Se traicionan sin miramientos, los actores de esta macabra opereta de la delincuencia. Se delatan sin siquiera observar el código de honor de los gangsters –paradójico concepto que rigiera la gestión criminal del hampa italiana–. Estimado funcionario: si está usted pensando robar, hágalo solo, no cometa el error de asociarse con delincuentes que no son siquiera capaces de observar el código de lealtad entre ladrones, y que le traicionarán con el mismo donaire con que traicionaron a su país.
XI- Por atroz que parezca, Costa Rica vive hoy de su propia corrupción: legiones de abogados, fiscales, peritos, investigadores, periodistas, contralores, auditores, comités de ética, estadígrafos y analistas políticos derivan de ella una existencia parasitaria, tal los hongos que brotan sobre el tronco podrido. Es un fenómeno que tiene su correlato en la esfera biológica: la corrupción engendra la pululante vida de los gusanos. Pero lo que resulta sublime en la naturaleza se torna grotesco y siniestro en el universo de la cultura y las instituciones. Costa Rica necesita sanadores, no parásitos, oportunistas y larvas políticas.
Lamentablemente la corrupción es lo gue enlaza, a una mayoría, y cambiará la adtitud del proletariado. Sería una panacea inexistente en momentos difíciles gue estamos viviendo