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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 7 may

La visitación


Jacques Sagot



El crítico estaba afanado tratando de excretar la reseña que tendría que entregar al diario a la mañana siguiente.  El rostro transfigurado, el ceño fruncido, los labios apretados, la mirada de divino alucinado… era la imagen misma del genio proteico en pleno proceso de alumbramiento.   Se trataba de llenar dos cuartillas sobre la interpretación, esa noche, de la Sétima Sinfonía de Beethoven por una prestigiosa orquesta.  Pero ese era precisamente el punto: el crítico derivaba no sé qué perverso placer derribando gigantes.  Siempre que el intérprete era una figura o conjunto particularmente reconocido, el miserable sentía la irreprimible necesidad de ensuciarlos, de situarse a sí mismo por encima de los gigantes.  Cierto: un enano a hombros de un gigante puede ver más lejos que el gigante, pero este no era su caso: además de enano era más que a mitad ciego.  Usaba dispositivos médicos para mejorar su escucha, que por lo demás también padecía de sordera.  

 

Pero ahí estaba nuestro personaje, transportado a lomos del sublime Pegaso de la crítica, espoleándolo bravíamente e instándolo a atravesar los septentriones, los alisios, y desafiar las tormentas todas del planeta.  ¡Ah, si hubieran ustedes visto su expresión de intensísima, casi dolorosa concentración, su mano crispada, su diccionario de sinónimos e ideas afines desgarrado, con tal vehemencia pasaba sus páginas!  ¡Qué lástima, que ni Girodet ni Delacroix hubiesen estado cerca, para inmortalizar en el lienzo imagen tan poderosa del trance creativo!

 

Tal era la turbulencia de su espíritu, que no advirtió el momento en que el propio Beethoven entró a su oficina, arrastró una silla, y se sentó frente a él, observándolo con clínica curiosidad.  El compositor comenzó a tamborilear sobre la mesa el movimiento final de la Apassionata, pero el crítico no se percató de ello.  Beethoven procedió entonces a toser, reproduciendo el ritmo del motivo inicial de su Quinta Sinfonía.  El crítico seguía absorto en la fragua de su obra maestra.  El compositor no tuvo más remedio que interpelarlo.

 

“Buenas noches”.

 

“B-buenas n-noches”.

 

“Yo soy Beethoven”.

 

“Y yo soy el crítico musical del Banana Chronicle”.

 

“Veo que está usted teniendo dificultad para evaluar la interpretación de mi Sétima Sinfonía”.

 

“¿Dificultad?  Sí, sí, claro que es difícil… la confección de un documento valorativo como el que estoy en proceso de alumbrar supone un esfuerzo extenuante aun para los más robustos intelectos”.

 

“Yo le puedo decir exactamente lo que anduvo bien y lo que fue menos convincente en la ejecución de hoy”.

 

“¿Ah, sí?”

 

“Pues sí: después de todo, soy el autor de la obra”.

 

“El… autor… sí, sí, el autor, supongo, de la… pues de la obra” –respondió el crítico distraídamente, sin siquiera alzar la cabeza de su pantalla–.

 

“Si usted tuviera algunos minutos para escucharme, yo podría decirle con toda precisión en qué consistieron las virtudes y debilidades de la ejecución”.

 

El crítico interrumpió contrariado su trabajo, se aflojó el nudo de la corbata con exasperación, y se inclinó hacia Beethoven.

 

“Su sinfonía existe para que yo la critique.  Esa es, esa ha sido siempre su única raison d´être.  Usted compuso esa pieza –que, espero no ofenderlo con ello, nunca ha sido precisamente mi sinfonía favorita– para que yo, doscientos años después, escriba esta crítica.  Ha debido esperar dos siglos, la pobre, pero por fin ha llegado el momento de que yo le confiera su verdadero valor merced a mi verbo, mi criterio, mi percepción, mi sensibilidad, mis aguzadísimos elementos de juicio.  Sin mi crítica, su sinfonía sería letra muerta.  Ella comenzará a vivir con mi comentario.  Antes de eso, no hizo otra cosa que habitar una especie de limbo: ni viva ni muerta.  Mi crítica le conferirá carta de residencia en el ser.  Es la discursividad que en mí genere lo que la hará valiosa o irrelevante”.

 

Beethoven no atinó a otra cosa que alzar las cejas y entreabrir la boca, perplejo más que irritado.  El crítico prosiguió con su argumentación.

 

Como dice el pomposo Antolín Sánchez Paparrigópulos en Niebla, de Unamuno, “el único valor de las grandes obras maestras del ingenio humano consiste en haber provocado un libro de crítica o de comentario; los grandes artistas, poetas, pintores, músicos, historiadores, filósofos, han nacido para que un erudito haga su biografía y un crítico comente sus obras, y una frase cualquiera de un gran escritor directo no adquiere valor hasta que un erudito no la repite y cita la obra, la edición y la página en que la expuso”.  A esto, Unamuno añade: “Y todo aquello de la solidaridad del trabajo colectivo no era más que envidia e impotencia.  Pertenecía a la clase de esos comentadores de Homero que si Homero mismo redivivo entrase en su oficina cantando lo echarían a empellones porque les estorbaba el trabajar sobre los textos muertos de sus obras y buscar un apax cualquiera en ellas”.

 

Beethoven estaba tan atónito, que no pudo evitar un acceso de risa.

 

“¿Ríe usted?  Pues ría, ría cuanto quiera.  Nada podrá evitar el hecho de que su obra –la excelsa como la mediocre– viva parasitariamente de mi crítica.  Es la exégesis la que la legitima, es el análisis, el comentario y –lo más importante– la valoración, lo que le confiere presencia y significado en la cultura.  El crítico es infinitamente más importante como generador de pensamiento que el artista.  Los verdaderos creadores somos nosotros: ustedes no hacen más que proveernos la materia prima que dará pie a nuestras disquisiciones.  La academia, las universidades hace tiempo que así lo han decretado. La crítica es el fin último y definitivo de la obra de arte.  La crítica es la forma artística más difícil y preciada en la historia de la cultura.  El crítico es, siempre, “aquel que tenía que venir”.  El artista no es más que un profeta, un anunciador, un prefacio a los volúmenes de sabiduría que producimos en las academias del mundo entero.  Una obra de arte que no ha sido objeto de exégesis, es una cosa no - nata, un aborto, un conatus, un esbozo que nunca coaguló en ser.  Es a nosotros, críticos, que todos ustedes deben su permanencia en la memoria de los hombres.  Y ahora, amigo, debo rogarle que me deje seguir con mi trabajo, que mi documento valorativo tiene que estar en prensa en cuestión de media hora”.

 

Beethoven se puso de pie lentamente, echó sobre el hombre una última mirada cuyo matiz era estrictamente indefinible (¿pena?, ¿consternación?, ¿lástima?) y procedió a salir de la habitación.  Cabizbajo, sereno, como el médico que ha evaluado los resultados de los exámenes de sangre de un paciente y lo sabe inexorablemente condenado.  No había razón ninguna para la ira, la indignación, la rebelión, y menos que nada, para emprender esfuerzo alguno de orden correctivo.  Antes de salir, miró por última vez al hombre. Estaba tan inclinado sobre su computadora, que producía la perturbadora impresión de que podría irse de cabeza por la pantalla en cualquier momento.  Beethoven sonrió con alguna ternura, al ver a aquella mísera criaturita, afanándose por una columnilla que llevaba el sello del olvido, y que no viviría más que veinticuatro horas, cuando el siguiente tiraje periodístico la desplazase ineluctablemente.  Después de eso, la hoja de periódico sería usada para envolver verduras o limpiar parabrisas.  Con ternura lo miraba Beethoven, sí, con ternura que, a decir verdadera, visto con benevolencia, el único sentimiento que el infeliz podía inspirar.  La misma del niño que juega a vaquero y se toma por el general Custer, o a detective y se ve a sí mismo como Sherlock Holmes.  Hubiera sido la más negra de las perversidades, arrancarle su ilusión.  

 

Y dulce, silentemente, Beethoven volvió al siglo XIX, deslizándose por el mismo túnel que usaba frecuentemente para pasar de una época a otra, y cuya existencia él solo conocía.  

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