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La embriaguez del pensamiento

La zona perusta


Jacques Sagot




La “zona perusta” de la autopista radial.  Con este término aludía Aristóteles a esas latitudes tan cercanas al ecuador, que en ellas el calor solar provocaría el derretimiento de la brea de los barcos, y ocasionaría su hundimiento inexorable.  Pues bien, San José tiene también su zona perusta.  Es ese medio kilómetro, esas cinco malhadadas cuadras que corresponden al segmento de los Hatillos, sobre la carretera de circunvalación.  Los residentes de estas ciudadelas han optado por botar su basura –todo tipo de bazofia– en las márgenes de la autopista, tanto a la vera de la carretera orientada hacia el oeste, como en la vera de la carretera opuesta, y sobre todo en la franja verde que separa ambas vías.  Cuando el invierno hace crecer los charrales en estas porciones de hierba, la basura queda poco más o menos disimulada.  Pero tan pronto el verano seca los charrales o la municipalidad opta por chapiarlos, al desnudo queda el más obsceno botadero de basura que mente humana podría concebir.  Justo ahí, en la colindancia de los Hatillos con la importante arteria vial, vemos toda la cochambre, la mugre, el innoble detritus de estas ciudadelas, expuesto para la admiración pública.


Sofás podridos que no cesan de reventarse bajo la lluvia, esqueletos de refrigeradoras y demás electrodomésticos, colchones que la humedad ha convertido en escaparates de hongos y levaduras, bolsas de todos los colores siempre agujereadas y saqueadas por las ratas, platos, vasos y cubiertos de plástico por doquier, muñecas desechadas, radiadores automotrices, llantas inutilizables y prestas para generar aguas durmientes donde el dengue proliferará, pedazos de motores, ropa vieja, cadáveres de perros o gatos en avanzado estado de descomposición, chancletas, tenis, lámparas, carcachas de carrocerías herrumbradas, sillas y mesas cojas, televisiones y radios con sus vísceras esparcidas por todas partes, tarros de plástico, maleza arrancada a los jardines, excremento de perros y demás mascotas que, a juzgar por la dimensión de las deposiciones, no podrían estar por debajo de megalodones o tiranosaurios, cajones de estereofón, armarios destartalados, infinidad de frascos de pastillas y jarabes diversos, kótex y preservativos descartados, bacinicas, montañas de papel periódico, chuicas apestosos…  Paso por ahí casi todas las semanas, como consecuencia de mis periódicas citas médicas en el Hospital México, de manera que he podido observar el contenido exacto de estos abyectos botaderos.  Lapicero y cuaderno en mano, he levantado una lista bastante fidedigna de la clase de adminículos que ahí yacen en promiscuo amontonamiento. 


Yo nací en Hatillo Uno, cuando este loable proyecto de vivienda popular se reducía a unas seis cuadras, con sus alamedas, sus pulperías, abastecedores y comisariatos, un parque, una iglesia, una cancha de fútbol, muchas áreas verdes, senderos que, a través de los cafetales, los árboles de Poró y los puentecitos sobre las acequias nos ponían en contacto con Alajuelita (cuyas fiestas frecuenté siendo niño) y más allá, con el Escazú de las brujas y las casitas de tejas, adobes y bajareque, las que pintaba Fausto Pacheco.  Todo esto aconteció entre 1962 y 1966.  Sí, Hatillo era una ciudadela para la clase trabajadora, limpia, simple, segura, tranquila, cada casa con su jardincito y su patio diminuto pero corrongo.  Era un lugar decente, de humilde extracción, pero muy lejos de la miseria extrema degradante, esa que le roba al ser humano su dignidad, es decir, su auto-respeto, su amor propio, su auto-estima.  El río María Aguilar –ya herido de muerte por la polución de las aguas, pero nunca tan pútrido como hoy en día– serpenteaba en los bajos, escoltado por enormes matas de caña de bambú, siguiendo el contorno de la ciudadela.  Sería ingenuo pretender que no hubiera violencia (toda familia es un foco de agresión mejor o peor gestionado), pero se podía caminar hasta la alta noche por las aceras y alamedas, no había droga, no había cantinas llenas de borrachos, no había prostitutas y prostitutos, no había riñas a mano armada, no había sicarios, no había vendettas, no había “zonas rojas”, no había grandes ni pequeños narcotraficantes, no se registraban dos o tres asesinatos cada día, y sobre todo, no había botaderos de basura ad hoc en todas las veredas, aceras y zonas limítrofes de la ciudad.  Como diría el gran director John Ford en su más bella y laureada película: “¡Cuán verde era mi valle!”


Hoy, el tránsito por la carretera radial nos obliga a pasar frente a la zona perusta de los Hatillos, y el espectáculo no podría ser más nauseabundo, degradante, vil, cuartomundista, desmoralizante y revelador del cáncer psíquico que corroe nuestro país desde hace mucho tiempo.  Porque alguien que ensucia de esta manera su propio barrio solo puede ser una persona gravemente enferma.  Enferma del alma, de la psique, enferma en su relación con el mundo y su país.  Enfangar de tal manera un espacio público expresa, en el fondo, un odio montuno contra la patria.  Es una manifestación de rencor y de agresión pasiva.  Es gente que no se siente bien viviendo consigo misma, que no habitan a gusto su propia piel, gente que se desprecia, se odia a sí misma, y por eso proyectan su execración sobre su hábitat urbano.  Tiene que haber mucho, pero mucho aborrecimiento e inquina en el corazón de alguien que actúa de esta manera.  Aquí la inmundicia física no es sino el correlato de la inmundicia psíquica.  Ellos también llevan a cuestas, en sus almas, el fárrago de un descomunal basurero psicológico, emotivo, histórico, social, antropológico.  Es como enfermos que los menciono, no en tanto que delincuentes.  Botar basura en la vía pública no pasa de ser una contravención: ciertamente no califica entre los siete pecados capitales.  Pero la lectura psicológica de este gesto expone un altísimo quantum de agresividad, voluntad de transgresión, rebeldía, irrespeto por el prójimo, irrespeto por la naturaleza, e irrespeto por sí mismos.  Es, a su manera, un acto de terrorismo, y un ecocidio (atentar contra un ecosistema).


El costarricense no tiene cabal comprensión de la noción de “espacio público”.  Para él, esto significa que el espacio no es de nadie.  ¡Pero sí que lo es!  ¡Es de todos, y justamente por eso debe ser cuidado y respetado con redoblado esmero!  Pero al oír “espacio público” el costarricense se excluye a sí mismo de este concepto.  Es un rasgo de personalidad muy grave.  ¿Significará acaso que el costarricense no tiene sensibilidad alguna para todo aquello que sea colectivo, comunitario, compartido? ¿Estaremos por ventura hablando de un caso de solipsismo cívico?  ¿Del egoísmo como disvalor fundante y constitutivo del individuo?  ¿Seremos quizás autistas sociales?  ¿Vivimos en el irrespeto y la lesión sistemática del otro?  ¿Existe siquiera el otro para nosotros?  ¿Sabemos lo que es la alteridad, la otredad, el prójimo (el próximo)?


  Pienso en los pobres recolectores de basura que tendrán, más temprano que tarde, que ir a desinfectar el botadero que los hatillenses le regalaron a la comunidad josefina, ahí explayado a lo largo de cientos de metros en la carretera más congestionada del país.  Porque estos enfermos mentales no se limitaron a tirar sus bolsas de basura a la vera del camino (donde quedaron soezmente desparramadas sobre la pendiente y el caño que limitan la barriada, o sobre la zona verde que separa ambas carreteras).  Las piezas grandes de basura fueron arrastradas y empujadas al guindo sin el menor miramiento, y las bolsas abiertas y vaciadas: ¡esto es toda una proclama, una declaración: “execro mi país y me gozo ensuciándolo para que también los otros lo detesten”.  También es un manifiesto de poder: “Hago esto porque me da la regalada gana, porque tengo el poder, la facultad, la capacidad para hacerlo, y al que no le guste que vuelva a ver para otro lado”.


Hablamos de una patología colectiva, de un morbo público, multitudinario, de una sociedad profundamente enferma.  Creen que su rebeldía, su asertividad, su desplante es un signo de poder, pero lo es en realidad de avitaminosis del espíritu, de atrofia del músculo cívico que mantiene a las comunidades unidas y solidarias.  Pobrecitos: su única voz, su única arma, su único recurso, su única bandería es su propio excremento, y como tal lo enarbolan.  ¡Ah, cuán verde era mi valle! 

   

 

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