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La embriaguez del pensamiento

Apostar a la cultura

Jacques Sagot


“Cada vez que se abre una escuela, se cierra una prisión –decía Victor Hugo–.  Cada vez que en un país se compra un instrumento musical se le gana territorio a la droga, a la criminalidad, a la astenia intelectual, y a lo que subyace bajo todas estas manifestaciones: el sentimiento de vacuidad, de absurdo, de futilidad, de intemperie metafísica.  Nuestras tristes, erráticas, a veces profundamente trágicas “rutas de evasión”.  Una canción puede salvar una vida.  Un concierto puede cambiar el curso de una existencia.  Un instrumento musical puede conferirle sentido al vivir.  Ya lo creo que sí.  Sucede todos los días.  El impacto del arte en el individuo y en las colectividades es inmensurable.  La droga, el alcohol, el crimen, los “paraísos artificiales” del consumismo contemporáneo –la persona que quiere poseerlo todo porque no se tiene a sí misma–  no son más que manifestaciones fenoménicas –lo que aparece en la superficie, en la piel de la sociedad– de un malestar mucho más profundo.  La oquedad de la vida: sabernos usados, instrumentalizados, manipulados, despojados de nuestros valores estructurantes, excluidos de la cultura, exiliados en un mundo inhóspito, ajenos a nuestra naturaleza (en-ajenados), divorciados de nosotros mismos, de nuestras vocaciones profundas, obligados a desoír el clamor íntimo de nuestro ser, engañados, defraudados, vacíos, vacíos, vacíos...


Pero el arte y el pensamiento señalan salidas posibles de este dédalo infernal, esta casa de los espejos donde todas las superficies nos devuelven, en el vértigo de la esquizofrenia, nuestro propio rostro desdoblado, donde el otro no existe, solo existo yo, pero un yo desustanciado, un fantasma, un yo solipsista que grita, como el hombre de Munch, en una inmensa galería desprovista de eco, de reverberación.  La cárcel del individualismo rampante, que ha transformado nuestro modelo convivencial en un experimento de canibalismo, de mutua fagocitación.  La educación es el hilo de Ariadna que puede conducirnos por el camino de la libertad.  El único posible.  “Sed cultos para ser libres” –secunda Martí a Victor Hugo–. 

 

Por eso, cuando una nación invierte en cultura, invierte también en libertad, en justicia, en paz.  Apostar a la inteligencia, a la solidaridad, a la conciencia, a la responsabilidad.  Hay un vehículo ideal para todos estos valores: el arte.  Y no, no se trata de caer en trance nirvánico con cualquier sonsonete que nos haga cosquillitas en los oídos, o de leer de vez en cuando un librito que nos gratifica con sus lugarejos –ya que no lugares– comunes, o de ir a ver una “comedia” cuyo argumento consiste en los avatares de cinco personajes atrapados en un ascensor: un homosexual, un transexual, un bisexual, un “metro sexual”, un travesti, y la suegra del ahijado de la comadre del primo de la concuña de un plomero que tiene un affaire con el “diyei” de la esquina que se sobredosifica con Viagra para refocilarse con la... bueno, ustedes saben a qué me refiero.  Como el monólogo “del bombero” de La cantante calva de Ionesco… sin el genio de Ionesco, sobra decir.  No, no, señoras y señores: hay arte grande, y hay arte pequeño, más aún: ínfimo, y ese –agente de imbecilización colectiva, herramienta de una ideología podrida al servicio de un sistema podrido, lobotomía generalizada, narcótico social– haríamos mejor en no tenerlo.


El Centro Nacional de la Música invirtió hace algunos años 538 millones de colones en instrumentos musicales.  Es la compra de instrumentos más espectacular de la historia del país, después de la erogación de un millón de dólares que la Asamblea Legislativa aprobó, por unanimidad, el 12 de marzo de 1977 para esta institución, y de la masiva adquisición de instrumentos de banda que don Juan Rafael Mora posibilitó poco antes de la guerra contra los filibusteros, sembrando con ello el germen de lo que llegarían a ser nuestras actuales orquestas sinfónicas.  Yo me pongo de pie para aplaudir esta decisión.  Con ello estamos –es importante que los costarricenses lo valoren– prácticamente “estrenando” orquesta: 24 violines, 4 violas, 4 chelos, 8 cornos franceses, 8 flautas, 2 cornos ingleses, 1 contrafagot, 2 fagots, 1 Glockenspiel, 1 vibráfono, 1 marimba, 1 set de timbales, 4 arpas, y un piano Fazioli, que tuve la responsabilidad de elegir, en visita a Sacile, Italia.


La relación entre un músico y su instrumento es simbiótica: ambos crecen juntos, se retroalimentan, se llegan a conocer de manera íntima: es un vínculo esencialmente erótico.  Táctil, auditivo, visual, olfativo, intelectivo, emotivo, fisiológico, lúdico.  Denle al mejor músico del mundo un instrumento mediocre, y el pobre se quedará en el plano de la intención, del gesto, del amago que no logra cristalizar en resultado.  La experiencia más frustrante del mundo.  Pues bien, el hecho es que ahora tenemos, prácticamente, “orquesta nueva”.  ¡Ah, la gloria de hacer música en un instrumento que “responde” a nuestros gestos, que no nos “traiciona”, que “colabora” con nosotros, que minimiza esa distancia entre intención y resultado en la cual estriba el éxito –o el fracaso– de una interpretación!  Un músico, no lo olviden, es una criatura híbrida, una especie de centauro: la mitad de su cuerpo es su instrumento.  Indiscernibles el uno del otro.  ¿Podemos acaso visualizar a Quasimodo si no es prendido de su campana, confundido teratológica, sexualmente con ella, balanceándose en lo alto de las torres de Notre-Dame?  ¡La campana era su cuerpo, de hecho, la parte bella de él, por demás atrozmente deforme! 

 

Gran gesto, el de Guillermo Madriz, entonces director del Centro Nacional de la Música, y de Manuel Obregón, a la sazón ministro de cultura.  Resolución tomada con amplitud de miras, con visión histórica panorámica: el valor patrimonial de estos instrumentos, su valor como activos de la institución, su valor como generadores de belleza, su valor para incentivar a jóvenes intérpretes, su valor como posibilitadores de la plena expresión artística de nuestros músicos, su valor asertivo: decir sí a la inteligencia, a la cultura, a la belleza.  Gesto de espadachines.  A lo grande, a lo Cyrano de Bergerac.  Y sí, en la vieja tradición del espadachín por antonomasia, el D´Artagnan de la cultura nacional: Guido Sáenz, y sus otros dos mosqueteros, José Figueres Ferrer y el maestro Gerald Brown: el trípode prefecto.  


El Programa Juvenil de la Orquesta Sinfónica Nacional fue fundado hace 51 años.  Ellos lo soñaron, ellos lo irrigaron, ellos lo ven ahora florecer.  Es lo propio de los sueños –los grandes, los verdaderos, los que vienen del estrato más hondo del alma–: fructificar.      


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