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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

La profesión de fe del bufón: loco, libre y feliz


Jacques Sagot







Dicen que dormir con flores es malo para la salud.  Sin embargo, yo he compartido mi lecho con espléndidas orquídeas, rosas rojas y alguna camelia de singular blancura y luminosidad, y gracias a ellas mis noches han estado llenas de color y de fragancia.  En sus aromas me he echado a bogar… ¡y qué travesías, amigos!  ¡Ah, si les contara!  No sería de caballeros consignar aquí sus nombres, pero tal omisión carece de importancia, pues la verdad es que todas ellas deberían por igual llamarse Vida.


Dicen que los hombres no tenemos más que un sol y una luna, pero yo, que soy dueño de mi propia galaxia, llevo conmigo dos soles y dos lunas: mi padre, mi madre, mi hermano y hermana.  Cada mañana saludo el despuntar de mis dos soles, cada noche entreabro los balcones del alma a la luz de mis sonrientes lunas.


Dicen que solo se vive una vez, pero yo vivo en cada ser humano que a mi música y mi palabra brinda asilo.  Tengo tantas vidas como oyentes y lectores, y el día en que ya nadie en el mundo me escuche ni me lea será también el día de mi muerte.


Dicen que la ebriedad crónica es nociva para la higiene del cuerpo y del alma, sin embargo yo me he pasado la vida borracho de belleza, y podría asegurarles que nunca me había sentido mejor.  El secreto está en la bebida: música y palabras son el único aguardiente que embriaga sin jamás acarrear el hastío ni el embrutecimiento.


Dicen que lo nuestro es pasar, y que los seres humanos no somos sino estelas sobre la mar, pero lo que soy yo, señores, he venido para quedarme, para alojarme con valijas y todo en la memoria de los hombres: de aquellos que me quieren y –por más que les irrite– también de aquellos que no me quieren.


Dicen por ahí que la vida es un valle de lágrimas, pero la verdad es que jamás he conocido a un hombre tan feliz como el que en este preciso instante teclea en su máquina desde la placidez de su sofá favorito.  Soy feliz porque soy libre.  Soy libre porque hago lo que amo y amo lo que hago, porque me he erigido en capitán y vigía de mi propio navío, y no tengo en el mundo más que un compromiso: aquel que hace mucho adquirí con mi propia esencia.


Soy libre porque no hay militancia alguna que me haya impuesto su pequeño guion ideológico, y nunca le he permitido a nadie pensar por mí.  Y no señores: no es “la Voluntad” de Schopenhauer, ni el “Dionisio” de Nietzsche, ni “el Subconsciente Colectivo” de Jung, ni el “Dasein” de Heidegger, ni el “Yo trascendental” de Husserl, ni “la Estructura Lingüística” de Foucault, ni el “Geist de la historia” de Hegel quienes hablan a través mío cuando creo expresar de manera autónoma y soberana mi pensamiento: soy yo, Jacques Sagot, cédula de identidad número 1-585-675.  Asumo plena responsabilidad de mi palabra, y no acepto que ninguno de estos ilustres peritos del intelecto venga a atribuirle mis convicciones a nada ni a nadie más que a mí mismo. 

 

Soy libre porque no tengo enemigos: mis muchos amigos no me dejan tiempo para ellos.  Claro que nunca faltan los buscapleitos que de vez en cuando me hagan muecas o me saquen la lengua (¡vaya arsenal!)  Con semejantes agravios quisieran poder considerarse mis detractores.  Siento decepcionarlos, pero para aspirar a ese honor hay que reunir ciertos atributos. Tengo por norma el no jugar contra equipos de segunda división, y me reservo, como diría Oscar Wilde, el derecho de escoger mis enemigos.


Soy libre porque estoy loco, y los locos tenemos licencia para decir lo que nos dé la gana.  Podemos ser ridículos, cursis, insolentes, arrogantes, hiperbólicos, grandilocuentes, extravagantes... y de vez en cuando hasta cuerdos.  La locura es la definición misma de la libertad, la más egregia forma de la lucidez.  Permítanme, queridos lectores, recomendárselas de todo corazón. 


Mi buena estrella ha sido tal que hasta tuve la fortuna de ser pobre, y la pobreza –que no es lo mismo que la miseria– es un agente liberador de primer orden, el soplo providencial que rasga la bruma del gran espejismo consumista, el antídoto natural contra esos paraísos artificiales en que hoy naufraga la especie humana.


Y ahora, cuando el año es niño, y aprende apenas a caminar con su nostálgica caravana de reminiscencias, siento la necesidad profunda de dar las gracias.  ¿A quién o a qué?  Ahí sabré yo.  Lo importante es formular la gratitud.  Por todo y por todos.  Por esas cosas que algún día he de perder, por esas mismas cosas que algún día me perderán.  Y robarme, como primera fechoría del año, la frase de Hans Christian Andersen: “Mi vida no hubiera sido más plena y feliz si la hubiese imaginado un escritor de cuentos de hadas”.

 

Soy feliz, sobre todo, porque he conocido el dolor, y me he sentado a charlar muchas veces con la muerte.  He ahí mi mayor tesoro y mi bien supremo.  Y cuando la puntual segadora venga por mí, me iré bendiciendo ese inconcebible milagro que fue mi existencia.  Sin pena ni amargura me haré a la mar, y alzando mi copa cantaré, como el poeta del Eterno Retorno: “¡Con que esto era la vida!  ¡Pues que vuelva otra vez!”


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