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La embriaguez del pensamiento

Jacques Sagot

Anti-humanismo suicida


La filosofía del ecologismo ha asumido dos perfiles no solo diferentes, sino antagónicos.  El ecologista moderado correrá a  proteger la naturaleza porque su agostamiento acabaría con el ser humano.  Es, en lo sustantivo, un humanista.  El ecologista radical exigirá la protección de la naturaleza no por cuanto en ello le vaya la subsistencia al ser humano (bicho despreciable, de toda suerte), sino porque la naturaleza es, de suyo, soberana.  No hay que salvar el planeta por cuanto sea el lugar en que residimos, sino porque es un valor absoluto, per se.  Es, en lo esencial, un anti–humanista.  Como todo radicalismo, esta vertiente del ecologismo degenera en las más peligrosas formas de la irracionalidad. 

 

Les propongo una metáfora.  El ecologista moderado verá que la bañera se está desbordando, y correrá a cerrar la llave y a secar con paños el derrame de agua en el piso de la habitación.  El ecologista radical verá que la bañera se está desbordando, y correrá a volar en mil pedazos el inmueble, asegurándose de que el sistema de tuberías, en particular, sea destruido.  Luego se abocará a una cruzada para hacer añicos los sistemas de tuberías en todas las ciudades del mundo.  Sobra decir que creo en el ecologismo humanista: la naturaleza debe ser protegida porque el ser humano forma parte de ella, porque le es consustancial.


La Cosa Rica del año 2017 ha visto desarrollarse un tipo de ecologismo de corte anti–humanista, que me parece ser –tal el caso de todo radicalismo– sumamente peligroso.  Y con él, también, grupos de animalistas cuyo pensamiento ha asumido un sesgo fanático, y se suma a los “paradigmas del odio” –expresión acuñada por el pensador Luis Fernando Araya, cuya amistad me honra–.   Por una parte, ya no puede un ciudadano volver a ver a un perro con cara menos que sonriente porque se hará sancionar por ello, y por otra parte nuestras redes sociales se saturan de mensajes enviados por energúmenos que claman por el restablecimiento de la pena de muerte, y la emasculación –la amputación de los genitales, no solamente la castración química– de los agresores sexuales. 

 

Hay gente que siente asco de lo humano.  Darían su vida por un can, pero no moverían un dedo por aliviar el dolor de un ser humano que sufre.  El clamor por la pena de muerte nos devuelve a la barbarie, y niega una de las más importantes conquistas sociales y jurídicas del siglo XX.  La abolición de la pena de muerte tiene su día oficial: es el 10 de octubre.  Resulta inaceptable que en Costa Rica –of all places!– haya un movimiento popular que propugne la silla eléctrica, el ahorcamiento, la inyección letal o la ejecución con arma de fuego.  Es grotesco, abominable: un sentir completamente divorciado de la esencia del costarricense.  Por lo que a mutilar al agresor sexual atañe, pues no es peor que amputar la mano del ladrón, arrancar los ojos del que envidia, cercenar la lengua del que calumnia, devorar el hígado del iracundo, o cortar las piernas del que huye: ¡bienvenidos a nuestra nueva, civilizadísima Costa Rica!

 

Por cierto, me apresuro a señalar que creo profundamente en los derechos animales, y me parece loable que un conejo, un gato o una tortuga sean declarados “sujetos de derecho”.  Pero la animosidad, la hostilidad, la agresividad anti–humanista que estoy percibiendo en algunos adalides de esta filosofía me parecen abyectas, aberrantes.  Para no ir más lejos, ya sé que por el mero hecho de haber escrito lo que precede correrá más de un basilisco desaforado a lincharme cibernética y simbólicamente.  No es cosa que me desvele.  He sido linchado informáticamente muchas veces en mi vida: no una, ni dos, ni tres: ¡muchas veces!  Es lo que mejor sabe hacer la chusma: linchar.  Tal ha sido su rol histórico desde tiempos inmemoriales.  Lo que estos linchadores no advierten, es que yo siempre salgo remozado y fortalecido de sus piras crematorias.  Y de paso me ofrecen la oportunidad de purgar mi sistema de traidores, oportunistas, resentidos, envenenados y envidiosos, que en algún momento cometí el error de creer mis amigos.


Después de milenios de narcisismo antropocéntrico (“el hombre es la medida de todas las cosas” –decía Protágoras–), de autoenamoramiento y autoendiosamiento mórbido, el ser humano pendula hacia el otro extremo: ahora experimenta repulsión por lo humano, se incrimina y castiga a sí mismo.  El hombre se ha autodefenestrado: sobre el nuevo altar resplandecen el planeta, la biosfera, la naturaleza, los árboles, los animales: todo aquello que sea sensitivo, la noción misma de vida.  Más aun: muchos son los pensadores que se preguntan, con absoluta seriedad: ¿tienen derechos las rocas?  Por poco diría que estamos volviendo al atávico animismo que constituyó el germen de la mayoría de nuestras religiones: las piedras mismas estarían habitadas por un alma, por un ánima, que nos exige respeto.  “A la materia un verbo está asociado: no la hagas servir a un propósito impío” –nos advierte Gérard de Nerval–.  Ese verbo es “ser”: todo cuanto es, por el mero hecho de ser, demandaría de nosotros una aproximación ética. 

 

Y entretanto, el “sujeto de derecho” por excelencia –el ser humano– decrece, se agosta, merma.  Locura, vesania, ciego furor autodestructivo.  Una tendencia que hay que vigilar, porque representa una manifestación inédita del fanatismo, y una nueva, racionalizada –¡no razonada!– ideología de la auto–aniquilación.  ¡Cómo nos cuesta, a los seres humanos, instalarnos en el aurea mediocritas, en el justo y dorado término medio de las cosas!  ¡Después de considerarnos el télos, el terminus ad quem de la creación, hemos caído en el error de conceptualizarnos como un mero virus, un organismo deletéreo que urge fumigar!  Hiperbólicos en nuestra antropocéntrica arrogancia, hiperbólicos en nuestro autodesprecio.  En ambos casos, exorbitados, pecando de hybris, completamente divorciados del principio de realidad.  Cuidado, amigos: el ser humano tiene un componente tanásico que propende a la autodestrucción: no conviene darle tanto poder, tantas armas, tantos argumentos.    


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