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La embriaguez del pensamiento

Foto del escritor: Bernal ArceBernal Arce

Un esclavo jubiloso


Jacques Sagot





¿Comenzar con una descripción física?  ¡Cuán aburrido!  Cumplo, sin embargo, con el protocolo.  “Ce sera vite fait”.  Difícil calcular la edad del hombre.  Los rostros consumidos, agostados, son muy engañosos en este respecto.  Asumamos que tenía setenta años.  Tez morena.  Pelo hirsuto de una manera muy particular: las blancas guedejas, uniformemente tiesas y crasas, generaban la vaga impresión de una aureola en torno a su frente, un nimbo de luz piloso que acentuaba la oscuridad de su tez.  Ojos enormes, exorbitados dentro de sus cuencas, nidos de sombra.  Alto, sarmentoso, desgarbado, manos largas, duras y erosionadas, mugrientas las uñas.  Todo él parecía un títere destartalado, una marioneta cuyos hilos comienzan a fallar. Así, los ademanes de cabeza, brazos y manos no parecían a menudo corresponder al contenido de sus palabras.  Todo en él daba la impresión de algo desarticulado, descoyuntado, como los viejos juguetes de la infancia, que se descodalan estructuralmente antes de que sus colores o texturas se desgasten.  Asumo que usaba dentadura, porque su alocución tenía ese sonido sibilante y vagamente grotesco de los dientes postizos.  Íbamos allá por calle Blancos, cuando me interpeló.


― Ahí, en ese lote baldío, hará unos veinte años había un aserradero. Era prácticamente mi dormitorio.  El mío y el de tres compañeros más… aunque uno de ellos tenía una novia y a veces se quedaba con ella.  Todos lo envidiábamos.  Dormíamos bajo unas vigas enormes, sobre una “cama” de aserrín.  Es suavecito el aserrín.  Al principio, pica por todas partes, pero luego uno se acostumbra.  Yo llevaba una bolsa, la llenaba de aserrín y esa era mi almohada.  El problema eran las pulgas.  ¡Qué pulguero, por el amor de Dios!  Cuando había plata, hacíamos vaca para comprar un insecticida que se llamaba Permethrin.  Pero cuando andábamos limpios, había que frotarse la piel con lo que nos restaba del alcohol de fricciones después de las rascas que nos pegábamos.  Luego estaban las ratas.  A esas malditas no las ahuyentaba el alcohol.  Son terriblemente audaces.  Más de una vez despertamos con una rata sobre la cara, o bien haciendo algo que les encantaba hacer: comernos el pelo.  Así como lo oye, amigo.  Mientras dormíamos completamente borrachos, las malditas nos mordisqueaban el pelo, lo jalaban con sus garras… yo no sé si se lo comían o lo usaban para hacer nido, pero era común despertarnos y sentir a las confisgadas bien empunchadas comiéndose nuestro pelo.  Sin embargo, el mayor peligro de ese aserradero eran los maderos bajo los que dormíamos.  Eran troncos descomunales, listos para ser descuartizados en cualquier momento.  El menor bamboleo hubiera bastado para hacerlos caer y hasta ahí hubiéramos llegado.


― ¿Cuándo comenzó usted a beber?


― ¡Uuuh!  Era yo un carajillo y trabajaba en la construcción de la ciudadela León XIII.  Todo comenzó con el cuento de las dos birritas del viernes por la noche.  Era razonable: cualquiera se recompensaría a sí mismo por una ardua semana de trabajo con dos birritas.  El problema es que las birritas subieron a tres, luego a cuatro.  Un año más tarde, el ritual se extendió también al sábado.  Ya no solo eran las birritas del viernes, sino las del sábado.  El cantinero era un buen viejo.  Creo que me tenía cariño y al verme tan carajillo siempre me regalaba una cerveza.  Luego les advertía a mis compañeros: “ojo con el muchacho, que está muy joven: no lo echen a perder ustedes, sarta de maleantes”.  


Luego sucedió lo inevitable: el domingo por la tarde también se convirtió en día de birras.  Entonces, yo comenzaba a beber el viernes por la tarde e iba terminando el domingo por la noche.  No eran ya dos birritas: el juego había cambiado.  Ahora se trataba de montarse en la carreta y pasar alzado todo el fin de semana.  El lunes me levantaba hecho polvo, lo que se llama hecho polvo, y lo único que me sacaba de la cama era otra birra.  En el trabajo no nos dejaban beber, pero yo llevaba las birras en un termo y una lonchera… ¡como los carajillos de la escuela!  Era una lonchera de Batman, que me gustaba porque Gatúbela salía muy rica.  Según recuerdo, yo era aún virgen, cuando ya era un alcohólico calificado.  Así que cada hora me echaba mi birra, en medio del brete.  “Tené cuidado, que te pueden agarrar por el aliento, la mirada, el habla… en fin, si querés cuidar tu brete, disimulá las birras”.  Y, en efecto, una tarde el capataz me pescó in fraganti.  Dijo que no me delataría si le daba el jornal de la semana.  El miedo de perder el brete fue tal que acepté de inmediato.  A fin de cuentas, el chavalo se compadeció de mí y se dejó solo la mitad del salario, para que yo me la jugara durante la semana.  


A fin de poder seguir bebiendo, comencé a ir al trabajo a pie.  No más buses, para mí.  Me hizo bien, porque el ejercicio y el sudor me permitían deshacerme un poco del guaro que llevaba dentro del sistema.  Un buen día ‒no me pregunte por qué‒ empecé a ligar la birra con el whisky.  Adoré la sensación que me procuró.  La gente cree que todas las borracheras son iguales, pero eso es totalmente falso.  La borrachera del whisky ligado con birra te da sensaciones muy diferentes, te intoxica de otra manera, a otro ritmo, con otra intensidad: se te sube más rápido y dura más tiempo.  Y es más rica… ¿cómo explicarlo?...  Flotás, flotás y ‒¡qué curioso!‒ en medio de la borrachera conservás un vestigio de lucidez que te permite decirte: “estoy jumo, me gusta y es delicioso”.  La birra no te daba tiempo de eso: te tumbaba sin período de transición.  Y hay algo que para mí es terrible.  Me refiero a la memoria del cuerpo.  Una vez que el cuerpo ha dicho “esto es delicioso y me gusta”, volverá inexorablemente a buscar su placer.  Vencerá cualquier obstáculo por encontrarlo.  Así, la liga del whisky y la birra me dio la conciencia plena y “lúcida” de mi placer: no solo sentía placer, sino que era consciente de estarlo experimentando.  Esto detonó mi sed de guaro de manera salvaje, irreprimible.  Cada vez que me despertaba de una de mis jumas, la primera pregunta que se me venía a la cabeza ‒con angustia terrible‒ era: ¿dónde y cómo conseguirme el siguiente trago?  Por supuesto, mamá vio que algo no andaba bien conmigo, pero, con mis otros dos hermanos en programas de desintoxicación por drogas, no era mucho lo que podía hacer por mí: ¡yo era el chiquito bueno de la familia!


― ¿Cuánto duró todo ese proceso?


― “¡Ese proceso!”  ¿Así lo llama usted?  Eso es dejar de ser humano, dejar de pertenecer a la sociedad, ir de humillación en humillación, hasta que la piel del alma echa una especia de costra y la humillación no se experimenta como tal.  Se convierte en un estado de natura.  Mi ciudadanía era la humillación.  Con el tiempo me fui haciendo menos refinado: tomaba cualquier cosa que tuviera alcohol.  En la cantina El Piave, el propietario me pasaba, al final de la noche, las copas de todos los borrachos para que me preparara un cóctel con los residuos de guaro, las babas y las chingas de cigarro ahogadas en el fondo de los recipientes.  ¡Y lo disfrutaba, ya lo creo que lo disfrutaba!  Ahí me conocían bien.  Hasta creo que algunos de los parroquianos dejaban a propósito un poquillo de su alcohol en el fondo del vaso, para que algo pudiera tomarme yo.  Por lo menos dejaban el hielo y eso bastaba para apagar mi sed.  Y luego la misma, atenazadora inquietud: ¿dónde conseguirme el próximo trago?  Este era el peor momento de mi vida.  Nada, absolutamente nada en el mundo podía tener prioridad sobre eso: ¿dónde conseguirme el siguiente trago?  Nunca robé, nunca asalté, pero sí pasé un par de noches entre rejas, porque mi aspecto, por supuesto, no tranquilizaba a los transeúntes o los vecinos.  A como me sentía en aquella época, las rejas no me preocupaban en lo absoluto.  La angustia era, de nuevo: ¿dónde conseguir alcohol?  Una noche empecé a convulsionar y el guarda me pasó por las rejas una pacha de whisky: “Tome, güevón: si se va a morir, que no sea en mi celda”.  Y eso logró aplacarme.


― ¿Y su familia?


― Mis hermanos hacían piedra y andaban mil veces peor que yo.  En fin, tal vez no mil veces, pero sí más deteriorados.  La piedra lo tuesta a uno mucho más rápido que el guaro.  Nunca tuve padre y mamá se limitaba a ir a grupos de oración para que sus muchachos se recuperaran.  No podía hacer más la pobre.  Yo me quedaba a dormir ahí donde la noche me sorprendiera.  A menudo me acostaba en los pedacitos de pasto verde de las aceras, al lado de alguna mata.  Cuando el pasto estaba muy bajo, dormir era un suplicio, pero, si estaba alto, lo disfrutaba como si de una cama de lujo se tratara.  Muchas veces dormí bajo los pórticos de las iglesias, como los mendigos de la Edad Media, hasta que no sé qué maldito alcalde o cura de porquería mandó a ponerle rejas a las entradas de todos los templos.  Jalaba mis cartones, mis harapos y residuos de comida que guardaba en las bolsas de los pantalones.  No diré que fuera bonito dormir bajo el pórtico de una iglesia, pero por lo menos uno se sentía seguro.  Usted sabe, esa seguridad de, uno asume que, pues que… lo que quiero decir es que las iglesias tienen esa magia, que lo hacen a uno sentir bien.  Son como madres.  Cuando las enrejaron, sentí que me habían dejado huérfano.  Otro lugar donde frecuentemente me metí a dormir fue en el Cementerio General.  Eso era lo más fácil del mundo.  El guarda les daba asilo a varios borrachos y lo hacía por compasión: no pedía de nosotros un céntimo.  Sé que no me va a creer esto, pero durante las noches demasiado frías había compañeros que se metían a dormir en los nichos deshabitados.  ¡Y dormían placenteramente, me decían!  Me imagino que eso es como un anticipo de la muerte.  Debe ser dulce y acogedora.  En general, se dormía bien en el cementerio.  Los gatos jodían mucho y a veces venían a enroscársele a uno en el cuerpo, pero tenían la ventaja de generar calor.  Y, no: jamás vi a un maldito ‒o bendito‒ muerto o fantasma pasearse por entre las tumbas.  De vez en cuando, la inspección y el foco del panteonero, que siempre tenía la delicadeza de no apuntar la luz hacia nuestros rostros.  Fue un hombre generoso, un verdadero buen samaritano: si las autoridades municipales hubiesen sabido que nos daba albergue en el cementerio, lo hubieran despedido y multado.  De vez en cuando dejaba entrar también parejillas que hacían el amor.  Ahí, sobre las tumbas de los expresidentes.  Prostitutas y prostitutos con clientes que no podían pagarse el más ruinoso cuartucho terminaban cogiendo ahí: sobre los túmulos o apoyados a las criptas.  Esto no debería escandalizar a nadie: probablemente todos los cementerios del mundo son usados como moteles de emergencia, aun los más prestigiosos.  Es de noche, está oscuro, todo es laberíntico, es fácil esconderse, los muros no suelen ser muy altos y los monumentos fúnebres ofrecen posibilidades para practicar todas las posiciones imaginables.


En ese momento rio y su bocaza de dientes falsos dejó escapar un verdadero vendaval, especie de ulular de roquedales y acantilados.  Rememoraba las cosas sin amargura, antes bien, casi con cierta sentimentalidad.


― Cuando mamá murió, sentí alivio.  No que no me doliera, pero creo que sentí más paz que tristeza.  La mitad de mi dolor, como borracho, era saber que la hacía sufrir a ella.  Después de su partida, me terminé de volver loco.  Bebía sin la menor medida, bebía para morirme, bebía porque me daba vergüenza beber, bebía porque sentía ira contra el mundo y contra mí mismo.  Bebía porque me despreciaba, me odiaba, me execraba y me gustaba execrarme: era un sentimiento placentero, como quien va clavando una daga lentamente en su carne y celebra cada centímetro en que el metal se hunde en la piel.  Mi rostro adquirió el aspecto de un arado, mi cuerpo se encorvó y nunca más pude recuperar el equilibrio del paso, como si el mundo hubiese quedado torcido para mí.  Bebía porque sentía que merecía toda la miseria del universo ‒de hecho, lo sigo creyendo, aunque ya no bebo tanto‒.  Bebía porque al hacerlo sentía que el tiempo pasaba más rápido y así acortaba mi estadía en la Tierra.  Bebía porque quería experimentar la última de las degradaciones, descubrir si había un límite para cuán bajo un hombre podía caer.  


Muy temprano, durante la primera fase de mi alcoholismo, luché contra él.  Cuando comprendí que no lo iba a vencer, me uní a él ‒lo que uno hace con todo enemigo que lo sobrepasa en poder‒ y decidí que aunásemos fuerzas para destruirme.  ¿Por qué no me tiré de un puente?  Es curioso: la idea jamás cruzó mi mente.  Hubiera sido demasiado fácil.  Yo quería sufrir, quería ser castigado, quería expiar un crimen que… todavía no sé en qué consistía.  Todo hombre es un criminal, supongo.  Sucede, simplemente, que algunos lo saben y otros lo ignoran.  Limosneé durante buena parte de mi vida.  Desarrollé la capacidad para mendigar con gran circunspección y disimulando admirablemente mi borrachera, pero este vicio tiene un problema: el olor siempre lo delata a uno.  Cuando podía, me hospedaba en la pensión Elvis, allá por la Coca-Cola: en mi época costaba cien colones el cuartillo.  A veces tenía una puerta cerrada con un gancho, a veces no más que una cortina de tiras plásticas.  Cualquiera podía entrar a la habitación en medio de la noche y degollarlo a uno sin que nadie se diese cuenta.  Baño común, al fondo del corredor, apestoso y sin puerta.  En medio de mis borracheras dormí con todo tipo de criaturas.  Por entrada la noche, y si no había más espacio en la pensión, se metían en mi cama otros borrachos, prostitutas, gatos, ratas, cualquier cosa viviente que caminara o reptara por el vecindario.  Durante esas noches dobles (la oscuridad caliginosa del hotelucho y las tinieblas de mi conciencia) todo pudo y sin duda debió sucederme.  Simplemente, no tuve conciencia de ello.  Me habrán violado, habré violado, me habrán robado, habré robado, me habrán partido la crisma, habré partido la crisma…  Ese es un extenso segmento de sombra profunda, especie de negro lienzo sobre el que nada logro reconstruir.  Prefiero no pensar al respecto.

 

― ¿Cómo salió usted del vicio?


― ¡Ja, “el vicio”: la gente suele llamarlo así!  ¡Y se supone que es algo de lo que, por principio, “uno sale”!  ¡Le tengo una sorpresa, amigo! ‒y sacó de debajo del asiento una pacha de whisky‒.  ¿Quiere un trago?


― No, gracias, no bebo ‒respondí perplejo‒.  No por razones morales o religiosas ‒le garantizo que no soy mormón‒, sino porque en mi caso sería letal combinar el alcohol con ciertas pastillas que tomo regularmente.


― ¿No lo echa de menos?


― Sí, pero de manera tolerable.


―Tolerable, tolerable, sí….  Es lo que nunca pudo ser para mí.  La privación del alcohol me resulta intolerable.  Yo no entiendo nada de estas cosas, pero es evidente, por lo que he visto, que hay gente a la que este demonio se le aferra más ferozmente que a otra.  Y esos, esos no deberían deshacerse de su demonio.  Su personalidad es de tal naturaleza que correrían a buscarse otro demonio.  Somos, literalmente, los endemoniados de este mundo.  Más vale asumirnos como tales que vivir en la perpetua frustración.  Ya sufro suficiente bebiendo: no quiero además sumar a esto el sufrimiento de no poder dejar de hacerlo.  Claro que me sometí a tratamiento.  Me limpiaron durante un par de años y fue así como conseguí el brete de taxista.  Lo he ejercido durante veintisiete años sin que me hayan hecho siquiera un parte de tránsito.  ¿Pero renunciar al alcohol?  ¡No, eso no!  Aprendí a dosificar mis ingestas: eso es todo.  Ya no ruedo por los caños ni duermo en aserraderos.  Pero el alcohol está ahí, alentándome, vivificándome, acompañándome.  Es como si fuese ‒espero no ofenderlo con esta comparación‒ el Espíritu Santo.  Mi Espíritu Santo.  Una fuerza, una inspiración, un hálito, algo que me habita, que me ha elegido por residencia.  Un soplo, sí, una especie de fuego que me quema al tiempo que me da vida.  El guaro es para mí el objeto de un culto muy particular.  No diré “religión”, porque ello supondría multitudes.  Este no: este es mi pequeño y grande Dios privado, íntimo.  Sin él me siento desalmado.  No pongo en peligro la vida de nadie: no hago locuras como antaño, por poco soy un conductor modelo.  Pero a mi lado debo tener siempre mi guaro.  Me ha sido leal y yo le seré leal hasta el fin de mis días.  Me ha dado compañía.  Me ha hecho soñar, bajar al infierno y asomarme al cielo.  Sería inadmisible que ahora viniese yo a abandonarlo.  ¿De veras no quiere un sorbo?  Es un whisky japonés, marca Yamazaki: lo crea usted o no, el mejor del mundo, muy por encima de los escoceses.  Me lo regala un cliente que viaja con frecuencia a Tokio y a quien hago los servicios al aeropuerto.


― No, amigo, gracias de nuevo, pero yo no tengo siquiera la opción de considerar tal tentación.


― Pues yo me bajo un traguito.


Después de saborear y tragar, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos extáticamente, al punto de hacerme sentir que podría perder el control del vehículo.  Me sentí aliviado cuando llegamos a mi casa.


― Un hombre tiene derecho de elegir su infierno, ¿sabe usted? ‒me dijo, mientras le pagaba.


―Un hombre tiene derecho de casi cualquier cosa.  Y usted ha ido más lejos: también ha elegido maquillar, decorar, cosmetizar y hacer de ese infierno un aposento acogedor donde encuentra usted seguridad y placer.  No es poca cosa, a fe mía.  Yo vivo en un paraíso que me he empeñado en degradar, usted en un infierno que ha logrado sublimar.  Yo tomé mi paraíso y le eché una serpiente.  Usted tomó a sus mil serpientes y les puso alas: las convirtió en Quetzalcóatls.  No tengo nada que predicarle.  A su manera, es usted un hombre perfectamente feliz.


Jamás volví a verlo.  Al despedirse, sonrió y alzó su pacha de whisky triunfalmente.  Un héroe no puede cambiar.  Es cosa que vemos ya, de manera antonomástica, en las epopeyas y tragedias griegas.  No modifica su conducta, no se adapta, no recapacita, no negocia, no se flexibiliza, no transige, no se somete a terapias de psicoanálisis ni lee libros de psicología popular.  No cambia, no cambia: por eso es héroe y por eso es flor de tragedia.  La psicorrigidez es parte de su perfil épico.  ¿Se puede ser héroe desde la esclavitud? ‒aducirán algunos‒.  ¡Vamos: todos somos esclavos de algo y los hay que tienen tantos amos que no saben ante cual prosternarse con mayor devoción!  Evoco a La Boétie y su monumental libro “Discurso sobre la servidumbre voluntaria”.  Los hombres eligen su yugo y luego optan por vivir subyugados.  La esclavitud es, después de todo, una manera posible de eludir ese monstruo que llamamos libertad y que nos impone el peso de la responsabilidad, de la autodeterminación, de la lucidez, de la autonomía.  Para ciertas almas débiles, el flagelo del amo es preferible a la intemperie de la libertad.  Las comprendo.  


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