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La embriaguez del pensamiento

¡Se soltaron las bombetas!

Jacques Sagot


¡Y comenzó el juego de pólvora! El tico tiene vocación natural de triquitraque: es bombeta, pelotero y figurador. Ahora que entramos en la temporada de desove de la especie política, comienzan a pulular los arribistas y escaladores, rebullendo y zumbando alrededor de sus respectivos candidatos como moscardones en torno a un botadero. Que una “chambilla” por aquí, que “por acá, cada cual la pulsea” como puede, y busca prenderse de la ubre pródiga y prostibular de la política nacional. Si no es un ministerio, una embajada, por lo menos un consuladito, una gerencia, una municipalidad, una alcaldía, un puestillo de regidor o concejal, la dirección de alguna entidad autónoma, un nombramiento en la más insignificante junta directiva, un cargo subalterno en algún superfluo departamento gubernamental… ¡Todo sea antes que quedarse con las manos vacías en la gran piñata política cuatrienal! Cierto: las ubres del Estado son opulentas, pero la cantidad de pezones es limitada.


Entramos ya al tercer movimiento de esa sinfonía que llamamos “gobierno” o “administración”. Estamos en el scherzo o minué. El Allegro con fuoco conclusivo hará las veces de sprint final. Es tiempo ya de ir asomando la cara en los grandes escaparates políticos. De irse perfilando, de empezar a hablar “golpeadito”, con gestos asertivos y pequeños desplantes verbales y retóricos. Ya van coagulando los nuevos partidillos políticos, nacidos por efecto de la mitosis: las células se van partiendo y pretendiéndose independientes de la unidad que les dio presencia en la arena electoral. De pronto comienzan a enarbolar sus derivativos y parasitarios estandartes, desvinculándose altaneramente de anteriores gobiernos a fin de no cargar el lastre de los desaciertos de que fueron corresponsables. “Es preciso que todo cambie para que todo siga igual”, nos dice Tomasi di Lampedusa en su novela “El Gatopardo”. De hecho, este tipo de jerigonza ha sido llamada “gatopardismo”. Y yo me limito a preguntar, los ojos fijos en el firmamento: ¿hasta cuándo, Padre celestial?


El arribista político se divide en cinco especies: el vociferador de plaza pública, el pega-banderas, el firmador profesional de espacios periodísticos pagados, el propagador de bazofia en las redes sociales, y el miembro sempiterno de juntas directivas. El “juntadirectivismo” es una afección endémica del costarricense: ¡ay de quien no pertenezca a alguna junta directiva, así no sea más que como suplente del sustituto del reemplazante de la “banca” del quinto vocal! No hay oficinilla, asociación vecinal o chinchorro administrativo que no ostente su junta directiva, solemnemente ungida y juramentada. “Pertenezco a una junta directiva, luego existo”: he ahí el gran postulado ontológico del costarricense. Eso lo lleva a “importantizarse”, y le confiere una “dignidad” de mentirillas. Sé de gente que no ha dejado nunca, ni por un momento en sus vidas, de integrar juntas directivas de una u otra índole: un día son secretarios del comité de pompa y boato, otro día los vemos al frente de una comisión especialmente diseñada para robar cámaras y espacio periodístico, y de pronto nos aparecen también presidiendo alguna sociedad de bombos mutuos: hoy yo te orquesto la fanfarria, mañana me la orquestás vos a mí. Quisieran ser luz, y no son más que relumbrón. Se querrían cometas y no pasan de ser petardos de feria pueblerina. Se sueñan presidentes, pero no llegan ni a acólitos o corifeos. Cuanto más confeccionan y promueven su propia imagen, más vacíos se van quedando de esencia y contenido: son histriones que representan, día tras día, la misma trágica charada, un sainete de farándula y figuración en la que ni ellos mismos creen.


Y luego, por supuesto, están los camaleones políticos: criaturas dotadas de una pasmosa capacidad mimética que les permite asumir en cuestión de segundos el color predominante de su entorno. Nuestro país ha dado ya varios casos legendarios de rabiosos camaradas que de pronto aparecieron, como por arte de birlibirloque, ocupando altos cargos en administraciones ferozmente privatizadoras, de verdes que devienen azules, de azules que se ponen amarillos, de rojos que se decoloran y terminan apenas rosaditos: todo el espectro cromático del ramerismo político. ¡Y todavía tienen el tupé de hablar de “coherencia ideológica”! Vayan a preguntarle qué significa esta noción al músico, al escritor, al bailarían, al actor que practica ocho horas diarias y hace de su obra la savia misma de su vida; al artista, científico o pensador que no traicionan su propia esencia, al verdadero “homme engagé”, y no a los mascarones de proa que surcan, con altisonante fanfarria, las fétidas aguas de nuestra marisma política.


Sí, amigos y amigas: ya comenzó el juego de pólvora. Ya se oyen las bombetas, los perseguidores, los petardos que el redondel vomita, alto, en la desesperanzadora noche fuliginosa de la patria. Unos quizás más estrepitosos que otros, pero todos igualmente inocuos. Y “ese que llaman pueblo” aplaudirá, y vitoreará a sus mesiánicos héroes, con sus ojos llenos de lumbre fijos en el cielo, ojos de niño eternamente deslumbrado, de criatura que, a lo Peter Pan, se niega a crecer, a empuñar su propia responsabilidad política, a dejar de creer en duendes y hadas. Los modélicos países escandinavos que con tanto anhelo evocamos no son grandes gracias a sus políticos: ¡lo son merced a la acción sinérgica y cohesiva de sus pueblos! Urge que abandonemos nuestras candorosas quimeras, nuestra esperanza en “aquel que habrá de venir”, nuestro ingenuo mesianismo, y nos inyectemos un alta dosis de “Realpolitik”, de pragmatismo y realismo.


Cuando Rousseau refrenda la noble noción de “democracia” no alude al “poder en manos del pueblo” (demos - kratos). Alude al poder en manos del pueblo ¡en tanto este constituya una comunidad informada, educada, culta, políticamente madura, poseedora de instrumentos de juicio capaces de posibilitar decisiones bien ponderadas y estudiadas! La democracia es un sub-producto de la educación. Sin esta aquella es un perfecto despropósito. Un pueblo ignaro terminará votando contra sus propios intereses y poniéndose en mano de sus verdugos. Menos mala sería una monarquía ilustrada: una autocracia en la cual, siquiera, estaríamos en manos de individuos discernientes, cultos, justos y respetuosos de sus súbditos. El poder detentado por un pueblo inculto equivale a un revólver cargado y sin seguro en manos de un niño. ¡Maldita la hora en que tal cosa sucediese!


Costarricenses: es hora de salir de la lactancia, de superar nuestro infantilismo político. San Nicolás no existe. No existe ese hombre o mujer providencial, ese preclaro paladín que vendrá en su brioso corcel alado a rescatar a la saqueada y prostituida princesa llamada Costa Rica. La democracia es mucho más que una periódica proliferación de banderas multicolores, rítmicos pitazos y eslóganes hechos de puro viento. No puede haber libertad sin responsabilidad, la responsabilidad implica madurez, y la madurez es cosa de adultos, no de infantes políticos. Si no asumimos –individual y colectivamente– la plena responsabilidad de nuestro destino político, terminaremos también por perder nuestra libertad. El que quiera bombetas que vaya a meterse a Zapote o los turnos de Palmares. Costa Rica necesita pólvora de la verdadera: la dinamita del pensamiento, de la responsabilidad cívica y el auténtico compromiso patriótico.


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