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La embriaguez del pensamiento


Labios de mujer


Jacques Sagot



Si las mujeres supiesen a qué punto sus labios las traicionan y revelan, si sospechasen siquiera cuán inherentemente sexuales y erotizantes son, a buen seguro correrían a cubrírselos. No lo hacen por la simple razón de que tienen necesidad de ellos permanentemente para hablar y comer. Los labios, espacio de la ambigüedad, intersticio en el que la interioridad de la víscera y la sangre se abre sobre la exterioridad, zona más íntima que cualquier otra, superficie límbica, húmeda, rosa y sutilmente texturada, deberían –si esa imbecilidad que llamamos la moral pública fuese coherente con sus incoherencias– ser embozados y sustraídos a la mirada noctívaga y nictálope del hombre. Inscritos dentro de una economía interior-exterior, representan la entraña justo en el momento en que esta deja de ser tal, y se convierte en piel. En el proceso, empero, nos llega aromada del humus interior, impregnada de oscuridad y reconditez. La mujer se entrega toda, en sus labios… aun cuando cree no hacerlo.


Vayamos despacito y con buena letra. Por su humedad, los labios son más interioridad que exterioridad. Por su textura, los labios son más interioridad que exterioridad. Por su temperatura, los labios son más interioridad que exterioridad. Por su color, los labios son más interioridad que exterioridad. Es la sangre, la víscera, la entraña, abriéndose como una insólita flor sobre el limo de la piel. La interioridad que reboza, que hace eclosión y se desparrama sobre la exterioridad. Son sacramentales, los labios de la mujer. Comprendo –¡no apruebo!– el celo y rigor con que los musulmanes cubren las bocas de sus mujeres. Su intuición básica no es errónea: los labios en efecto entregan a una mujer, exponen algo que es profundamente íntimo, pero que la sociedad ha extraído hacia la superficie y ha debido exponer, por razones puramente prácticas y funcionales.


También comprendo –¡y cuánto!– las hondas razones por las cuales las prostitutas entregan su cuerpo pero niegan el beso. Las admiro por ello. Muestra que son seres humanos dotados intensamente de la capacidad para detectar lo sacro, separarlo de lo profano, y protegerlo. Es una de las más fascinantes paradojas de la prostituta: dejan su alma colgada en una percha a la entrada de la habitación, hacen de su cuerpo un venero de irrestricta disponibilidad, pero prohíben el beso. Saben reconocer lo que es inviolable, divino, bendito, no negociable, no compartible, no susceptible de ser exhibido en el perverso escaparate de la carne. Son seres discernientes, discriminantes, dotados de un certerísimo sentido de la sacralidad. Es un sentir que les sale de los más profundo estratos del alma, de las insondables cámaras donde hierve el magma del vivir. Ahí nadie entra, ahí el cliente codicioso tiene vedado el paso, ahí solo puede tener acceso el hombre que ama y es amado. Que devasten y saqueen la iglesia si les place… pero que nadie abra el ostensorio, que nadie manosee las hostias, que nadie toque a Dios con las manos sucias. Es un gesto que dignifica y ennoblece a la mujer. ¡Son tan rupestres y primarios, los hombres! ¡Porque han abierto los labios del pubis creen que, con mucha mayor razón, podrán profanar los labios del rostro! Pero es ahí donde colisionan con una sensibilidad y una concepción del erotismo que no habían siquiera sospechado. Y claro, reaccionan estupefactos, a veces francamente irritados o incluso violentos.


¿Por qué nos enseñan el teorema de Pitágoras y no el arte de amar? La vida es, en esencia un ars amandi, un ars vivendi y un ars morendi. Un arte, sí, mucho más que una ciencia. Bueno es saber que en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. ¡Bravo, señor filósofo, primer matemático puro y geómetra de la historia! Pero a mis sesenta y un años de edad, puedo asegurarles que el amor y la muerte han tenido infinitamente mayor importancia en mi vida que las peripecias y aventuras de los serviciales, diligentes catetos, y la señorial y mayestática hipotenusa. Debería enseñarse el amor y la muerte, en las escuelas y colegios de todo el mundo: lecturas selectas, laboratorios, talleres, libros de texto, prácticums, avezadísimos profesores que nos inicien en los arcanos de estas dos fatalidades: amar y morir. Como cantó Giacomo Leopardi: “Fratelli, a un tempo stesso, amore e morte ingenerò la sorte”. A lo que la gente suele replicar: “es que esas cosas se aprenden en la casa, en el seno de la familia”. ¡Jamás ha oído el mundo falsedad tan chirriona y disonante! En la casa no se aprende nada más que a sobrevivir la agresión del vivir. Las familias no son “locus amoenus”. Son, antes bien, tubos de ensayo donde hemos de experimentar todas las agresiones que en el futuro infligiremos y nos serán infligidas. Sobrevivir a la familia es la primera de nuestras pruebas iniciáticas, la frenética carrera de las tortuguitas que corren al mar, antes de ser devoradas por los zorros, los cangrejos, los cuervos, las gaviotas y las serpientes. Ya llegar al mar debe ser considerado un inmenso triunfo… de ahí en adelante hay que nadar, y nadar, y nadar… hasta el fin de los días.


Amo a la mujer justamente en la medida en que no la comprendo, y no la conozco. Un paraje completamente descifrado ya no suscitaría interés erótico alguno. Contrariamente a lo que mucha gente cree, siento que solo somos capaces de amar aquello que escapa a nuestra comprensión. Pero atención: si un ser translúcido deja de ser atractivo, uno completamente opaco sería igualmente desestimulante. Una de las más eficacias argucias de Dios consistió en hacerse lo suficientemente ajeno a nosotros como para que persistamos en buscarlo – amarlo, pero no tan cifrado como para que nos resulte por completo ininteligible. El amor erótico y el amor místico tienen muchos rasgos en común. El principal de ellos es que, en ambos casos, el ser amado es, a un tiempo, identidad y alteridad.


Surgí de una mujer. Pronto supe que era, con respecto a ella, un ser heterogéneo, disímil. No hubiese sentido tal cosa, de haber sido una niña. Una criatura que, en rigor, era mi igual, me habría, en tal caso, engendrado. No hubiera habido razón alguna para el escándalo existencial. Pero el hecho es que, en tanto que hombre, provengo de una criatura radicalmente diferente. Morfológicamente, por el color de la voz, por la gestualidad, por la textura de la piel, y por el rol social que le era asignado, no tardé en comprender mi heterogeneidad. Y esa fue mi primera alienación con respecto a la mujer. Lo primero que me hizo sentirme ajeno a ella, como si perteneciese a otra especie biológica, una suerte de fenómeno o aberración genética. Recuerdo que este sentir me preocupaba ya durante mi temprana infancia. Fue ahí donde descubrí –con angustia– mi irreductible alteridad con respecto a la mujer, ese ser de cuyas entrañas había brotado, y que hubiese debido reproducir –pensaba yo–. Comenzaba ahí la que habría de ser la travesía de toda mi vida: descubrir –de manera cada vez más acusada– la alteridad de la mujer, todo lo que en ella había de opacidad, todo lo que no lograba entender, todo lo que era ininteligible, todo lo que ofrecía resistencia, no solo a mi deseo, sino a mi mera voluntad de comprensión. Y la aventura continúa. En cierto modo, la mujer terminó por convertirse en mi ápeiron: la materia primigenia, la que no tiene forma ni límite. El ápeiron de Anaximandro, sí: la sustancia indefinible, indeterminable e ilimitada. Algo así como la mostración sensible de la vida, el ser en que esta dejaba de ser un concepto abstracto, y se incardinaba en la esfera de lo tangible. Cada vez la siento más difusa, más omnipresente, más abarcadora. Y a pesar de ello, no la conozco. Sé que jamás la conoceré. Ya hace mucho que esta constatación dejó de afligirme. Saber que existe me basta para ser feliz.


La mujer que amo y mi odontóloga son las únicas féminas con las que tengo algún grado de intimidad. El problema es que la que está cerca de mi corazón no se acerca a mi boca, y la que se asoma a mi boca permanece lejos de mi corazón. La piel de la mujer no refleja la luz: la crea. Es una piel naturalmente fosforescente. En medio de una alcoba a oscuras, sería una estolidez encender una lámpara: ¡ella solita iluminará la estancia, como si en el lecho hubiese venido a yacer la luna! Tengo conocimiento empírico de este punto, y la mujer que me lo enseñó sabe lo que pienso, y sin duda estará leyendo estas divagaciones hoy, primer día del año. ¡Salud, mi amada, y que nuestro secreto nunca escape de estas páginas!


La mujer tiene un “deus absconditus”, y yo quiero verlo. La mujer tiene un tesoro, y yo lo codicio. La mujer tiene un secreto, y yo anhelo descifrarlo. La mujer me tiene. Aun comatoso y muerto más que a mitad, seré capaz de reconocer, intuir, sentir, sospechar la proximidad de una bella mujer. No quiero enfermeras feas a mi lado. Tomen nota, y atiendan la súplica de un hombre que se asoma ya a la muerte.


El sexo de la mujer amada es el lugar más bello del mundo. No es una posada de paso, es un lugar para pedir residencia. Su sexo, sí. Ni París, ni Venecia, ni Praga. Mi pasaporte miente al declararme costarricense. Soy residente de su pubis. Ahí pueden enviarme los correos y mensajes que quieran. Podríamos incluso improvisar una dirección electrónica: pubisdelamujeramada@veryhotmail.com


Me he desviado de mi tema: supuestamente iba a hablar sobre los labios de mujer. Bueno, pues volveremos a ellos. Después de todo, la caricia es vagarosa, errabunda, encuentra sin buscar, no tiene itinerario, es el puro gozo de la improvisación. Cuando la gente conversa, son los ojos los que dialogan, los que se penetran y descifran mutuamente. Pero yo no busco sus ojos, ni sus rostros, que se esfuman junto con el universo entero en la turbia periferia de mi visión. Es la boca lo que miro, lo único que para mí existe. ¡Y ellas que no lo sienten, que no lo sospechan! ¡Ellas que siguen hablando, como si yo las escuchara, como si no anduviera perdido desde siempre en el laberinto de sus bocas, de esos labios que hacen piruetas sobre el vértice de mi deseo! ¿Será posible que no adviertan el único, y puntual, y perfecto, y eterno foco de mi mirar? Tal parece… a menos de que simplemente estén siendo piadosas conmigo y no me llamen al orden, a ponerle atención a sus palabras, no a la coreografía de sus labios.


Sea este pequeño himno a los labios de mujer mi primer escrito para el año 2024. Ahí se los dejo. Es una oda, un peán, una “canción sin palabras”, como las de Mendelssohn. Y sea, también, un cántico y epinicio a mi madre. Pues, amigos y amigas, ¿no fue ella quién me enseñó a besar? ¿No fue ella quien me enseñó el amor? ¿No fue ella quien me enseñó el placer? ¿Cómo no darle eterno crédito por ello? Gracias, gracias infinitas a todas las mujeres del mundo. Me han dado vida, me han dado gozo, me han dado cantaradas de ardiente sed de cardo y de agua purísima, de amor y de muerte, de éxtasis y agonías. Me han protegido contra todos los peligros que sobre mí se han cernido. Contra todos excepto uno, el más torvo de todos: yo mismo.



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