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La embriaguez del pensamiento

Al Maestro, con cariño

Jacques Sagot


A fines del siglo XIX un destacado físico y científico de la Royal Society de Londres afirmó: “Es imposible que una máquina más pesada que el aire pueda volar”.  Era un hombre sapientísimo, de luenga y patriarcal barba blanca.  Es curioso: ya Julio Verne, en su extraordinaria novela de 1886 “Robur le conquérant” demostraba lo contrario.  “Todo lo que un hombre sea capaz de soñar, otro será capaz de realizarlo” –era uno de sus lemas favoritos–.  Y no se equivocaba, salvo por casos tan ridículos como los de este físico, que cometió un pecado “de absolución papal” para un científico: no saber ver más allá de sus narices.  Hoy en día, el Antonov (AN225-Mriya) pesa 285 000 kilogramos vacío, 640 000 lleno.  Tiene una longitud de 84 metros, y una altura de 18.1.  Un área de alas de 905 metros cuadrados.  Una extensión de alas de 88.4 metros.  Un espacio de cargo de 1 300 metros cuadrados.  Seis motores.  Una docena de llantas.  Una capacidad de combustible de más de 300 000 kilogramos.  Llega a una velocidad de 900 kilómetros por hora.  Un alcance de 15 400 kilómetros.  Demanda la presencia de seis pilotos en la cabina.  Así que este monstruo (del que por lo pronto solo existe un ejemplar en el mundo) puede despegar con 640 toneladas y 850 pasajeros –con sus valijas– de peso.  Mucho me temo que nuestro físico haya cometido una oh, so small, tiny itty bitty miscalculation.


Toda la poética de la ciencia radica en ese gesto desafiante, audaz y profundamente romántico que consiste en hacer posible lo que a todo el mundo parecía imposible.  Hay un gran lirismo, en esta actitud vital.  Y espíritu épico, también.  Julio Verne –uno de los novelistas de mi vida– supo infundir poesía en la ciencia, y ciencia en la poesía.  No es un mérito desdeñable, a fe mía.  Pero su cosmovisión era válida cuando la Tierra era aún un planeta en gran medida inexplorado, y por ello todavía preñado de misterio.  El abismo Challenger de la Fosa de Las Marianas, la cima del  monte Everest, los polos ártico y antártico, el África profunda, la selva amazónica eran aún parajes “farouches”, altivamente esquivos a la huella humana.  Como decía Mallarmé, “todo cuanto es sacro o se pretende tal, debe rodearse de un velo de misterio”.  Lo decía, en particular, de la poesía.  Pero él mismo nos invita a extrapolar esta observación a la totalidad del mundo real, y este es un mandato que he observado en mi propia vida con rigurosa obediencia.  Hoy en día, profanado, saqueado, agotado, cartografiado hasta en sus más remotos rincones, carente de sombra, de mística, devastado, expoliado y desprovisto de su velo de misterio, el planeta no suscita ya la atávica nostalgia de la lejanía espacial (cualquier avión comercial es capaz de darle la vuelta en 67 horas), y se ha quedado poéticamente yermo.  La poética del viaje (el alma de las novelas verneanas del ciclo “Voyages extraordinaires”) ha perdido mucha de su magia.  Todo lo tenemos a mano.  


Al abolir la distancia hemos abolido el misterio, y al abolir el misterio hemos abolido la poesía.  Mundo desacralizado, esterilizado, despoetizado.  ¡El ser humano necesita la poesía con tanta perentoriedad como el oxígeno, para vivir!


Quizás porque mi niñez careció de la clásica figura del “abuelo cuentacuentos” (Carlos Luis Sáenz), Julio Verne pasó a desempeñar para mí ese papel, durante aquellas noches de insomnio en que sus insólitos personajes encendían mi imaginación como un irresistible aguardiente literario.  “Verne, ese gran desconocido” –lo llama Miguel Salabert–.  Tiempo es ya de quitarle su eterno marbete de “educador de la juventud”, y de “padre de la novela de divulgación científica”, para conferirle su verdadera dimensión como poeta de la remotidad inaccesible, como uno de los más grandes glosadores de la geografía terráquea –y estelar– que la literatura ha producido.


¿Qué buscan en realidad todos esos soñadores, rebeldes y apátridas que pululan en sus novelas?  ¿Qué busca el misantrópico Capitán Nemo en las profundidades oceánicas?  ¿Qué busca el profesor Lidenbrock en su abisal periplo al centro de la Tierra, sobrecogedora paráfrasis moderna del descenso a los infiernos del Dante?  ¿Qué busca el obseso Hatteras, peregrino de las regiones árticas, quien al verse por fin confrontado a su deidad pierde la razón?  (Presa de demencial mutismo en el momento exacto en que llega al Polo Norte, el Capitán Hatteras expía el terrible castigo reservado a todo aquel que ha osado ver el rostro de la Divinidad: la locura).  ¿Qué buscan, en definitiva, todos ellos?  No lo sé, pero sospecho que podría tratarse de la misma metafísica nostalgia que motivó las correrías del Obermann de Senancour o el Manfred de Byron, personajes ambos de filiación fáustica, sedientos de infinito y de absoluto.  El pecado de la hybris, es decir, del exceso: la voluntad de emular a los dioses, que estos castigan inclementemente.


La cualidad visionaria del genio de Verne (fue capaz de predecir con asombrosa precisión numerosos aspectos logísticos del primer vuelo del hombre a la Luna) explica sin duda el excesivo énfasis que se le ha dado a un aspecto de su obra que no es ni mucho menos el más significativo.  ¿Verne paladín del progreso científico y profeta de la moderna tecnología?  Pamplinas.  Un romántico empedernido: eso es Julio Verne.  Apenas se puede leer una página de su autoría sin que nos salga al paso alguno de esos epítetos en los cuales se revela al instante su verdadera naturaleza: “sublime”, “infinito”, “avasallador”, “inaccesible”… lo que Mallarmé llamaba “les mots de la tribu” (“las palabras de la tribu”).


Sí señor: por sus adjetivos los conoceréis.  En cuanto a la falsa concepción de Verne como un mero adalid del cientificismo per se, bástenos recordar la apocalíptica premonición que “Los Quinientos Millones de La Bégum” nos ofrece de lo que sería un mundo subyugado por el totalitarismo de la ciencia y la barbarie tecnólatra (“la ciencia sin conciencia acarrea la ruina del alma” –nos advierte Rabelais–).  La distopía social de herr Schultz –el villano de la novela– prefigura con aterradora clarividencia el ideario del nazismo, el horror de los lager, y nos pone en guardia contra la amenaza del furor tecnológico, que inmola al hombre en el perverso culto fetichista a la máquina.


No hay duda de que en su atávica, eternamente insatisfecha ansia de remotidad geográfica, Verne es un auténtico “enfant du siècle”.  Un anhelo de lejanía espacial desprovisto, sin embargo, de la connotación escapista que caracteriza el exotismo de Baudelaire, Louÿs, o el Flaubert de “Salambó”.  En la gran saga verneana la remotidad física está ahí para ser conquistada, las islas vírgenes para ser desfloradas y las cimas inabordables para ser doblegadas por el pabellón del explorador victorioso.  Su universo literario es siempre epopéyico, épico, profundamente viril.  Las mujeres egregias son infrecuentes en su novelística, pero en “Michel Strogoff” nos regala el personaje de la abnegada Nadia Fedor, una joven livoniana, de una inmensa belleza moral y arrestos inimaginables, y ella vale por todas las mujeres del mundo.  Nadia encarna lo que Verne sentía realmente por las femineidades.


Sí, Julio Verne poeta.  No por el estilo de su prosa, que antes bien suele ser de una objetividad casi clínica, sino por lo desmelenado de sus quimeras, por la vehemencia de sus obsesiones, y sobre todo por esa endémica nostalgia que incesantemente lanza a sus héroes en pos de Eldorados arcanos e inexpugnables.  ¿Quién si no un poeta hubiera sido capaz de trazar la surrealista visión con que culmina “La Esfinge de los Hielos”, el momento en que el momificado cadáver de Arthur Gordon Pym es por fin descubierto, adherido a una roca monumental que se erguía –enigmático y solitario monolito– en medio de las vastas soledades de la Antártida?


Releerlo hoy en día es descubrir cuán correcta era, después de todo, la intuición estética del niño que alguna vez fui.  Será, quizás, porque el universo mágico del poeta es tan afín al del niño, que este suele percibir el mensaje de aquel tanto más fácilmente que “les grandes persones sérieuses”, los lógicos, pragmáticos y ultrarrealistas habitantes de los asteroides que el Principito visita en su sideral peregrinaje a la Tierra.  ¿Islas misteriosas?  ¿Vueltas al mundo en ochenta días?  ¿Viajes al centro de la Tierra?  ¡Vaya tonterías!


En su novela “Robur le conquérant” Verne escenifica el intenso debate entre aquellos que pensaban que solo las naves más livianas que el aire (los aerostatos) podrían volar, y los que opinaban lo contrario.  Nuestro novelista se recuesta, por supuesto del lado de estos.  Robur prueba, de manera espectacular y melodramática, que el futuro le pertenece a las naves más pesadas que el aire.  ¡Me pregunto que hubieran dicho los primeros, de haber visto en acción el Antonov (AN225-Mriya)!


En junio de 2014 visité la casa – museo de Julio Verne, en Amiens, en el corazón de la Picardía francesa.  La recorrí con unción, con sobrecogimiento.  Y me deshice en lágrimas cuando llegué al cuartito donde el escritor trabajaba, en el piso más alto de su residencia.  Era un cubículo con una mesita, una silla, y un camastro apenas bueno para el más modesto de los estudiantes (aunque la casa era una hermosa mansión burguesa que ciertamente no sugería forma alguna de estrechez económica).  Al ver ese sagrado, mágico recinto; las plumas, la tinta, las hojas de papel sobre el escritorio, me dije, perplejo: “¡y pensar que de este microcosmos salieron todas las comarcas, planetas, junglas, islas, desiertos, océanos y volcanes que visité a lomos de su prosa!  Había algo antinómico, entre la sencillez del lugar, su diminuta dimensión, el ruinoso camastro, y la diluvial cantidad de imágenes que, en un mundo tan irreductiblemente simple, había sido capaz de conjurar.  Lloré, sí, lloré.  Al punto de preocupar a la amiga que me acompañaba en la visita.  Toda mi infancia y buena parte de mi adolescencia había surgido de aquel cubil, de aquella ínfima habitación…


Compraba sus novelas en la Librería Panamericana, allá por el Paseo de los Estudiantes.  Editorial Molino.  Costaban 20 colones.  Papel áspero, escasas o nulas ilustraciones, libros austeros, algo rústicos, simplones, con un aroma que se quedó para siempre enredado en mis fosas nasales.  Leía una novela por semana.  Compraba el nuevo libro el viernes por la tarde, al salir de la escuela, y al viernes siguiente ya lo había devorado.  Estimo haberle hecho el amor a unas cincuenta novelas de Verne.


¡Gracias, Maestro, gracias por haberme permitido viajar por el mundo entero y más allá de él!  ¡Tantos días, tantas semanas, tantos meses, tantos años internado en hospitales, horizontal e inmovilizado en mi cama por efecto de la hemofilia, no me habían impedido recorrer el universo, y ello por mor de Julio Verne, para siempre, mi “abuelo cuentacuentos”!











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