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La embriaguez del pensamiento

Jacques Sagot

Manos


Que muera todo menos mis manos.  Que muera todo: ¿me entienden?, todo.  Pero estas manos que inventaron la caricia y esculpieron tu cuerpo, ellas no pueden, no deben morir.  Si algo en la filosofante carroña que es mi cuerpo merece ser preservado de la larva voraz, son mis manos: inteligentes, afables, leales hermanas.

  

Divina concavidad de la palma, hecha para la tibia topografía de tu cuerpo.  Buscan su clima, su hábitat, su natural latitud, mis manos.  Las buscan con instinto certero de aves migratorias, y anidan en los rincones húmedos y umbríos, tanto como en las estremecidas cimas que las fuerzas tectónicas de la sangre hicieron brotar sobre tu pecho.


Que no los mueva a error, mis queridos lectores, mi profesión “oficial”: manos de hombre son las mías, antes que de pianista.  La verdad, las pobres nunca han querido otra cosa que hacer el amor, y si a veces tocan el piano es amándolo y recorriéndolo con el fervor con que también dibujaran los contornos de tu cuerpo y aprendieran los oscuros caminos de tu piel.

 

Mujer-piano: quimera digna de Dalí.  Si alguna vez alcancé siquiera a intuir la plenitud del gozo, fue transformando tu piel en teclado.  Si alguna vez hice verdadera música, fue volcando sobre la tersa, marfilina superficie de mi instrumento eso para lo cual no hay nombre posible.  ¿Sensualidad, pasión, fuego?  Una y mil veces, no.  Mis manos no fueron nunca esclavas de la sangre.  ¿Caricia, fervor, devoción?  He ahí vocablos más cercanos a mi verdad íntima.  Al volcán prefiero el cirio, a la hoguera la linterna, a la pasión la ternura.  Luz quiero ser, no fuego.


Son las manos las que oran, acarician, absuelven, abrazan y cierran los párpados a quienes ya por fin miran, aquellos que han recuperado la vista después de la larga ceguera del vivir.  Dación pura son, y es sólo abiertas y extendidas hacia el mundo cuando podemos realmente llamarlas manos.  Las otras, las que se cierran sobre sí mismas no son más que crispados muñones, zarpas de arpía aferrando a su presa.


Una vez más se equivocó el buen Descartes: no es en la glándula pineal donde confluyen alma y cuerpo, es en las manos.  Algo hay en ellas de inmortal, ¡tiene que haberlo!  No me pregunten por qué: lo siento, lo intuyo, lo sé.


Fraguadoras infatigables de los lenguajes más elocuentes que la criatura humana ha jamás inventado -tanto más expresivos por cuanto silenciosos-, las manos -las del artesano, las del músico, las del escultor, las del labriego, las del obrero, aun las del usurero que cuenta y vuelve a contar sus billetes, o las del asesino que ya empuña su daga-, son todas seres autónomos.  No olviden nunca que fueron ellas, después de todo, quienes forjaron la inteligencia del homo sapiens… si es que sapiens es en efecto el homo que hoy recorre los caminos del planeta. 


Manos danzarinas, manos creadoras, manos traviesas, manos que dialogan con lo invisible, reclamo para ustedes la imperecedera lozanía de los ángeles.  Que ante la fuerza infinita de las manos entrelazadas la muerte misma deponga sus armas.  Alas fueron alguna vez, y alas volverán a ser, cuando la luz venga en pos de la luz, y la hora llegue de volver a casa.



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