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La embriaguez del pensamiento


Tartufo goza de buena salud... y no cesa de multiplicarse


Jacques Sagot



El cura católico que “ofició” mi matrimonio en la iglesia Santa Teresita no quería, al principio, casarme.  Como estaba al tanto de mi condición seropositiva producto de la hemofilia, y sabía que yo no podía tener hijos, celebró la ceremonia de manera reluctante y únicamente cediendo a las súplicas de mi madre y mi suegra –que no mías–.  Argüía el casto varón que una unión como la mía sería estéril y no aumentaría las huestes y la grey del Señor.  Tal era su argumento.  ¡Ah, el ser humano no deja nunca de sorprenderme!  Años más tarde descubrí que era homosexual, que había tenido relaciones carnales con uno de mis parientes políticos, y que durante décadas había mantenido su secreto aherrojado bajo doble llave en el sótano de su alma.  Siguiendo su línea de razonamiento, hemos de acusarlo de incoherencia ideológica – existencial, puesto que sus relaciones homoeróticas tampoco iban a incrementar “las huestes y la grey del Señor”.  Tartufo vive entre nosotros, se salió de la obra de Molière y pulula en nuestra podrida sociedad.


El síndrome “del espejo”: convertirse en feroz cruzado contra un valor o una figura que encarna justamente esas cosas que odiamos en nosotros mismos.  Toda esa rabia proyectada, centrifugada, arrojada hacia afuera: el excremento que alcanza el ventilador… y de ahí en adelante todo es una orgía de inmundicia.  Recuerdo al farsante de Jimmy Swaggart y su campaña contra toda forma de heterodoxia sexual.  Fue en su momento el más popular y acaudalado tele-evangelista del mundo.  Hasta que sus enemigos (Hugh Hefner, Bob Guccione y Larry Flint, los editores de las revistas “Playboy”, “Penthouse” y “Hustler” respectivamente) le tendieron un cepo mortal, una trampa fatídica que acabó con su aura sacramental.  Lo sorprendieron con las manos en la masa, en un hotelillo de mala muerte, junto a una prostituta contratada para prodigarle servicios muy específicos y escrupulosamente pautados.  Pese a su lacrimoso acto público de contrición (una plañidera a sueldo no habría llorado más diluvialmente que él), Swaggart reincidió en sus sórdidas guarrerías, y fue definitivamente expulsado de su congregación.


Pero este mal, esta aberración psíquica, este tartufismo endémico e inmemorial nos ha ofrecido casos más rocambolescos que los del cura de la Santa Teresita y Jimmy Swaggart.  Retrocedamos al año 1857.  Es, sin duda, la fecha más importante para la literatura del siglo XIX.  Separadas por apenas algunas semanas, fueron publicadas la novela “Madame Bovary” (Flaubert) y el poemario “Las Flores del Mal” (Baudelaire).  El Everest y el Anapurna en la historia de la novela y de la poesía respectivamente.  Pues fíjense ustedes, queridos amigos y amigas, que tanto Flaubert como Baudelaire fueron llevados a los tribunales por el Fiscal General de la República, el excelentísimo Ernest Pinard, quien alegó que ambas obras violaban las buenas costumbres y eran esencialmente inmorales y perniciosas para la ciudadanía.  Flaubert fue absuelto porque, aunque Madame Bovary comete en efecto adulterio (entre otros entuertos), es castigada al final por el novelista, en la escena de su suicidio por ingesta de arsénico.  Así que esta perversa, satánica, sulfúrea bruja pagó con su vida sus afrentas a la moral pública.  Así las cosas, absuelta quedó la novela.  Por lo que a Baudelaire atañe, lo obligaron a retirar de su ciclo de poemas seis piezas (las llamadas “piezas condenadas”), que el autor no tardó en insertar nuevamente en la segunda edición de su libro.  Eran poemas blasfematorios, irreverentes, y sin duda sensualistas… pero eran, por encima de cualquier otra cosa, cimas en la historia universal de la poesía.


Pero lo más divertido de todo esto es que un ya senil Picard es sorprendido y fotografiado en la compañía de múltiples prostitutas, refocilándose como un cerdo entre una marisma de senos, piernas, nalgas y pubis…  El vejete resultó ser un pornófilo irredento, y confesó haber participado en estos aquelarres sexuales toda la vida.  Y ese fue, durante medio siglo, el faro ético, el policía de la moral, el gran inquisidor, el incorruptible paladín de las buenas costumbres, en esa noble y bella nación llamada Francia.  Murió desprestigiado y objeto de universal burla.


Pasemos ahora a nuestras propias latitudes.  El gurú de un candidato a la presidencia de la república, líder de un partido de “panderetas” y fanáticos evangélicos, temiendo un terremoto anunciado por algunos sismólogos del país, se va a la zona amenazada, cae de hinojos y se aboca a hablar “en lenguas” a las placas tectónicas, para que “se porten bien” y cesen de imbricarse unas en otras.  Hablando con placas tectónicas, sí, y además –repito–  “en lenguas”.  Cosas que sonaban como “Makalasoa taikamkusha usha usha usha maleko blifkrist soko usha usha usha makelotalamaisoa” –y espantíferas sonoridades de ese jaez–.  Por un momento pensé en el lenguaje infernal que Berlioz inventa para la aterradora escena del descenso a los infiernos de su obra maestra “La condenación de Fausto” (perdón, Maestro, por traerlo a colación en contexto tan grotesco).

  

Solo en Costa Rica.  Por cierto, no ganó, el candidato evangelista y su gurú, pero igual podría ganar en cuatro u ocho años.  Obtuvo el 39,45 % de los votos.  Un total de 860 338 costarricenses le dieron su respaldo.  Es alarmante que un tele-evangelista de pacotilla –y se describe a sí mismo como “cantante”– se granjee tal grado de apoyo.  ¿Costa Rica, un país culto?  Sí, claro que sí.  Y también creo en San Nicolás, las sirenas, los gnomos, los grifos, los pitufos y los dragones.


Llamábase el partido “Restauración nacional”.  Salió de debajo de una piedra.  Uno de sus grandes proyectos consistía en la “conversión” de los homosexuales en hombretones de pelo en pecho, voces de bajos profundos, hercúlea musculatura y preferencias hetero-hetero-hetero-heterosexuales: 100% puro macho tropical.  Una enorme campaña de ortopedia moral, de ortobiosis (así la hubiera llamado nuestro eminente científico Clodomiro Picado).  Poco menos que un taller de enderezado y pintura para carros: el alicrejo entra abollado, y sale reluciente y perfectamente liso.  Los homosexuales serían buenas personas… pero están, al parecer, un poco averiados.  Lo que les hace falta es un buen mecánico.  ¡Ah, si así fueran las cosas de simples!  Tal pretensión, una actitud tan “sanctimonious”, tan “preachy” y, en suma, tan tartufesca, no podía sino llenarme de indignación (lo cual es saludable: recuerden el dictum de Ortega y Gasset: “el hombre comienza a envejecer cuando pierde la capacidad de indignarse”).

  

Arrogancia infinita, insondable, la de los panderetas de este oscurantista culto.  ¡“Enderezar”, “restaurar” a los homosexuales!  ¡Cielo santo, qué falta de respeto, de decencia y tolerancia!  Ellos son los que deberían restaurar sus podridos cerebros, vacunarse contra el temible virus “intolerantia morbus”, que tanto dolor le ha provocado al ser humano.  ¡Y pensar que casi un millón de costarricenses le dieron su apoyo!… realmente descorazonador.  A todo lo largo de este mundo que, según Cirio Alegría “es ancho y ajeno”, solo en esta sucursal de Macondo que es mi triste país puede prender fuego una ideología tan nociva y peligrosa.


Y así sigo mi travesía por esta jungla llamada “Vida”, topándome de narices con curas homosexuales que se niegan a prodigarme el sacramento matrimonial; con tele-evangelistas podridos, que tienen la palabra en la bolsa derecha y la acción en la bolsa izquierda del pantalón; con fiscales generales de la república que censuran a los más grandes escritores de su tiempo y ocultan una vida entera de pornofilia; y partidos políticos que proponen una campaña de “enderezado y pintura” para los homosexuales.  Tartufos al norte, tartufos al sur, tartufos al este, tartufos al oeste…  Estamos sitiados.  Recuerdo la escena de la pieza de Molière, en la que Tartufo se retira de la mesa aduciendo que debe ir a “someterse a la “disciplina clericalis”, y a sus “deberes litúrgicos”.  Lo que el malandrín hace es seducir a la hija, a la esposa de su noble, ingenuo anfitrión, y tejer una siniestra maroma jurídica para arrebatarle su casa y todas sus posesiones.  Un bicho salaz, lúbrico, codicioso, disfrazado de frailecillo de tosco sayal. 


¡Molière, Molière, amado Jean Baptiste Poquelin!  ¿Dónde estás?  ¿Qué ha sido de ti?  ¿Por qué no vuelves al mundo para marcar con hierro candente a todos esos hipócritas y pacatos que siguen recorriendo los caminos de la tierra, silbando y cantando, mientras siembran la desolación, el terror, la persecución, la estigmatización y la marginación de personas de honorabilidad acrisolada, y se autoerigen policías universales de la sexualidad?  ¡Ah, cómo le hace falta al mundo, un nuevo Molière: más aún: un ejército de ellos!


 


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