La luz al final del túnel
Jacques Sagot
¡La luz, la luz, ahí estaba: exactamente tal cual la habían descrito quienes habían regresado del umbral de la muerte! Profundo, infinito el túnel, y allá, al fondo, aquella naciente claridad. Segundo a segundo más diáfana y acogedora. Él avanzaba hacia ella a una velocidad vertiginosa. Su felicidad, inexpresable. A buen seguro, ahí, irradiando en el centro del foco lumínico, lo esperaría el Padre, con los brazos abiertos y el corazón henchido de amor y de perdón. ¡La vida, después de todo, había tenido sentido! ¡Por fin, la respuesta a la pregunta tantas veces dirigida al firmamento silencioso y constelado! No había ya nada qué temer. Se deslizaba hacia la luz, suave, casi insensiblemente. La progresiva inmersión en el resplandor. La tiniebla del túnel iba quedando atrás. Por todo sonido, un bisbiseo constante, uniforme, adormecedor, algo así como el rodar de un tren sobre rieles aceitosos, perfectamente regulares.
Pensó en sus seres queridos. ¡Cómo hubiera querido compartir con ellos la beatífica visión! Tranquilizarlos, hacerles saber que nunca había estado mejor, que no tenían nada de qué preocuparse, que el terrible tránsito de fuego había sido indoloro, que ahora sería recibido en la luz, que la muerte no era más que un espantajo al que nadie debía temer, un mero trámite, algo que se atraviesa, y nos conduce a la libertad. Ni Carón, ni la Laguna Estigia, ni Cancerbero, ni las Parcas, nada de eso... Solo luz que no cesaba de expandirse y hacia la cual iba inexorable, irreversiblemente.
El momento más pleno de su vida habría sido, así pues, su muerte. El éxtasis supremo. La nada exorcizada. No existían la oscuridad, ni el vacío, ni la aniquilación existencial, ni el horror de la eterna caída libre. Solo la luz. Para un hombre mediocre y simple como había sido él: ¡qué momento de epifanía, qué revelación! Sus ojos se llenaron de lágrimas, sintió que el pecho se le reventaba de gozo, una inmensa beatitud se le entraba, como lenta marea, en el alma: en sus labios rebullía la palabra “gracias” -la más hermosa del mundo-, que hubiera querido repetir mil veces, a modo de extática letanía.
Y de pronto, la sacudida de la máquina. El agudísimo chillido de las ruedas de hule sobre el metal: una puñalada sónica en sus oídos. El obsceno bullicio de la turbamulta que se agolpa contra las puertas. El humo espeso, grumoso. La luz es ahora violenta, enceguecedora. Los insultos de los pasajeros. Un timbre horada sus tímpanos en la diminuta, claustrofobizante cabina en que va sentado. Y aquella voz ríspida, irritante, maquinal, que espetó: “El metro ha llegado a la estación Austerlitz. Favor cuidar el paso al bajar del vehículo. Próxima estación: Biarritz. Atención a los carteristas”.
El hombre regresa a la realidad. Crispado en su cabina de comandos. Aferrado a sus botones, manivelas y palancas. Veinte metros bajo tierra. Enterrado vivo. Asfixiado por su entorno. Lívido, sudoroso, demudado. Ocho euros la hora: tal es su salario. Hace tres décadas hace lo mismo. Idéntica ruta, idénticas paradas, idénticas perillas. Tendrá que seguir viviendo su gris existencia, soportando el abuso de los usuarios, manipulando los mismos aparatos, nueve horas al día, por el resto de su vida. Automatismo puro. La pesadilla de la eterna y estéril repetición. El suplicio de Sísifo, de Tántalo, de las Danaides. Y luego morir. ¿La luz? Tal vez, tal vez. Fue bello, siquiera soñarla. Cruel pero hermoso espejismo.
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