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La embriaguez del pensamiento

Una nueva definición de la barbarie


Jacques Sagot


       


Entre los esquimales, los nativos de América y algunas culturas japonesas tradicionales era habitual que los ancianos se retiraran del grupo social para morir solos, cuando su cuerpo se convirtiera en lastre para el resto de la sociedad: el equivalente del suicidio.  En varias tribus africanas trashumantes eran librados a las fieras: dejados atrás, a fin de no constituir peso para la comunidad, en constante necesidad de desplazamiento.  Los leones o leopardos, y luego las hienas y buitres daban rápida cuenta de ellos.  


     A nosotros, occidentales (que somos tan, pero tan buenos –solo organizamos de vez en cuando guerras mundiales que aniquilan a veinte millones de personas–), tales prácticas se nos antojan atroces, inhumanas.  Acaso no lo fuesen tanto.  Y, francamente, la forma en que tratamos a nuestros ancianos equivale a una muerte social.  No los devoran las fieras: los dejamos morir de soledad, incomprensión y aislamiento en un inmundo, podrido asilo.


       ¿Lo escandalizan las prácticas de los “salvajes” esquimales, nativos americanos, africanos y japoneses?  Tal vez su impresión, amigo lector, cambie al enterarse de que un reconocido bioético estadounidense, el Dr. Daniel Callahan, en uno de sus libros, recomienda “ponerle límites” a los servicios médicos dispensados a los ancianos, grandes consumidores de cuidados médicos.  Más concretamente, propone la edad de la persona como criterio para abstenerse de brindarles tratamientos especializados y onerosos, tales como los marcapasos coronarios.  Más allá de cierta edad –los ochenta años, sugiere él–, los programas de cobertura social no se ocuparían más de tales terapias.  Una especie de eutanasia social.  La propuesta del Dr. Callahan fue acogida por muchos miembros de la comunidad médica de los Estados Unidos.  Así que no están lejos de los antiguos esquimales, nuestros amigos de “the most powerful nation in the world”.


Como un ser macrocéfalo, cuya cabeza hubiese crecido desproporcionadamente con respecto a su cuerpo canijo y subdesarrollado.  Es lo que sucede cuando en una sociedad el desarrollo económico, científico y tecnológico no va acompañado de un correlativo desarrollo ético.  La noción de progreso científico propugnada por el siglo de las luces, por la Aufklärung y por la ciencia positiva (Comte) no consideró la necesidad de que, junto al avance de la tecnología y el maquinismo, debía darse un proceso de evolución moral, ética, espiritual, que permitiera que todo este acervo fuese puesto al servicio del ser humano.  Que no se convirtiese en arma de sojuzgamiento, sino en instrumento de liberación.  “La ciencia sin conciencia acarrea la ruina del hombre” –nos advierte Rabelais–.  Y es así como vamos embalados, en una especie de carrera al abismo, a lomos de una ciencia y una tecnología que no han incorporado la reflexión ética a su gestión.


Mi fe en la bioética, como matriz y rectora del quehacer científico, como multidisciplina, como nueva alianza de la filosofía y la ciencia –que jamás hubieran debido divorciarse– es infinita.  En mi sentir, la bioética es lo mejor que se le ha ocurrido al ser humano en décadas recientes.


Pienso en la execrable, reprensible propuesta del Dr. Callahan y en el apoyo de que fue objeto en los Estados Unidos, y no puedo menos que replantearme, de cuajo, la diferencia que nosotros, occidentales, hemos establecido entre barbarie y civilización (ubicándonos siempre, por supuesto, en la segunda categoría).


Luego pienso –¡lamentable vicio, pensar!– en nuestra Caja Costarricense de Seguro Social, institución benemérita de la patria, pilar de la arquitectura social de nuestro país.  En lo bendecidos que hemos sido en tener el acceso a la medicina socializada.  En la gestión visionaria del presidente Calderón Guardia, y en los muchísimos miembros de nuestro personal médico, un verdadero ejército trabajando día y noche para que el dolor físico, la enfermedad, la postración, el inevitable apagarse de nuestro cirio no sea tan arduo, y ocurra de la más apacible manera que sea posible.  ¡Dios bendiga sus manos, pródigas de alivio y paz! 


Luego pienso –¡reincido en mi vicio!– en la manera en que nuestro sistema de seguro social ha sido ultrajado, saqueado, pirateado, vejado por los peores pillastres del mundo –al día de hoy impunes, o punidos apenas con una nalgadita admonitoria–… y me dan ganas de llorar. Ninguna institución del Estado ha sido objeto de tales rebatiñas, de piñatas políticas de tal magnitud.  Es la Caja Costarricense de Seguro Social la que nos ha preservado de la barbarie –porque no de otra cosa se trata– de ciertas facetas de la medicina privada.


Por lo que a nuestros ancianos atañe, solo ruego que no salga por ahí el loco –nunca faltan– que proponga una “solución” análoga a la del infame galeno mencionado: después de los ochenta años, amigos, vayan ustedes buscando el lugar más cómodo del Serengueti –ojalá a la sombra, que la temperatura alcanza en esos lares los 37 grados– para dejarse comer vivos por los depredadores.  La oferta es variada: leones, leopardos, guepardos, cocodrilos, hienas, buitres, murciélagos, chacales, escorpiones, tarántulas, mambas negras, serpientes pitones, víboras bufadoras: ¡es divertidísimo: escoge la fiera que te va a destrenzar y disfruta del espectáculo!  


Acaso lo que nos haga falta sea un Dr. Callahan, que nos lleve a valorar lo que tenemos, lo privilegiados que hemos sido, lo que hemos ensuciado… lo que estamos en proceso de perder.


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