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La embriaguez del pensamiento

Mutilación, duelo, rabia


Jacques Sagot



La sociedad nunca ha sido generosa con sus artistas, eso lo sabemos todos.  No lo fue ayer, no lo es hoy, y probablemente no lo será tampoco mañana, a pesar de uno que otro signo en apariencia halagüeño.  En el fondo de los fondos, ahí donde la ignorancia se ovilla sobre sí misma y bosteza tal una boa desquijarada, el artista sigue siendo percibido como un ser prescindible, acaso incluso parasitario.  Vincent d´Indy, compositor francés contemporáneo de Debussy y Ravel, dijo: “El artista debe ejercitar la Esperanza; porque nada espera del tiempo presente; sabe que su misión es servir, y contribuir con sus obras a la enseñanza y a la vida de las generaciones que vendrán después de él.  El presente nunca será su tiempo.  Por principio, todo gran artista nace “póstumo”.

  

Este texto que hoy tiene usted entre sus manos, querido lector, es muy simple.  Consiste en la transcripción de un par de párrafos de las “Memorias” de Berlioz.  Es la historia de un filicidio que haría ver a Saturno como un papá mimoso y regalón. El límite del dolor humano. Lo leí por vez primera hará unos treinta y cinco años.  Sigue siendo la confesión más trágica que jamás le haya oído a hombre alguno.  Si lo incorporo a este artículo es porque su contenido me es atrozmente familiar, y porque, con las diferencias del caso, y por razones muy distantes a las aludidas por Berlioz, he debido vivir pruebas semejantes.  Helo aquí.


“En momentos en que la salud de mi esposa me producía cuantiosos gastos, la inspiración me trajo una noche el esquema de una sinfonía.  Tenía en mi mente el primer trozo íntegro: un Allegro en dos tiempos, en La menor.  Me arrojé de la cama para escribirla cuando pensé: si empiezo este trozo me tentaré y escribiré toda la sinfonía.  La expansión a que está acostumbrado mi pensamiento puede dar proyecciones enormes a mis sinfonías.  Quizás invertiría exclusivamente tres o cuatro meses en este trabajo (¡empleé fácilmente siete meses para escribir “Romeo y Julieta”!)  No publicaré casi crónicas musicales.  Por lo tanto mi renta disminuirá.  Luego, cuando esté terminada mi sinfonía, no tendré fuerzas para resistir a las instancias de mi copista: dejaré que la copie, contraeré así una deuda de 1 000, quizás 1 200 francos.  Una vez copiadas las partes, no podré resistir la tentación de hacer oír la obra; daré un concierto que apenas cubrirá la mitad de los gastos, lo cual hoy es indudable.  Perderé lo que no tengo, no podré darle lo necesario a la pobre enferma, y no tendré ni dinero para afrontar mis gastos personales ni con qué pagar la pensión de mi hijo Louis, quien pronto se embarcará hacia las Antillas.  Estas ideas me dieron escalofríos y arrojé la pluma diciendo: ¡Bah!, ¡Mañana habré olvidado mi sinfonía!”

  

“A la mañana siguiente volvió a presentárseme la obstinada sinfonía resonando otra vez en el cerebro; oía claramente el Allegro en La menor.   Más aún: me parecía verlo escrito.  Me desperté presa de afiebrada agitación.  Oía cantar el tema, cuyo carácter y forma me complacían en extremo; iba a levantarme… pero las reflexiones de la víspera me retuvieron una vez más; me sostuve contra la tentación, me aferré a la esperanza de olvidar.  Por último me dormí, y, cuando desperté a la mañana, todo recuerdo, en efecto, había desaparecido para siempre”.


No tengo comentario alguno que añadir a esta confesión.  Berlioz lo dice todo.  El horror del filicidio.  El aborto, condenar a la nada a una criatura que se asomaba ya a las puertas del ser.  Suspiro hondo, bajo la cabeza, y cierro los ojos.  No puedo concebir dolor más hondo.  Me cuesta respirar, y me duele la raíz del Ser.  El esófago contraído, el ceño fruncido, permanezco cabizbajo durante mucho tiempo.  ¿Una, dos horas?  No lo sé.


Y así perdió el mundo la que hubiera sido una obra maestra que quizás hubiera transformado la conciencia y la sensibilidad de la humanidad.  El padre que asesina a su hijo.  El aborto artístico, el “conatus” que nunca logró coagular en aquello a lo que lo llamaban el destino y la naturaleza.  Uno se siente tentado a abordar la máquina del tiempo de Wells, volver al año 1837 y decirle a Berlioz: “¡Maestro: usted no tiene derecho de hacernos esto, usted no se pertenece a usted mismo, usted le debe esta obra al mundo: su misión es hacer del ser humano un animalito un poco más noble, más lúcido, más digno!”  Y luego tomarlo por las solapas, ponerle en las manos papel pautado, pluma, tinta, un teclado, y amarrarlo a la silla, con grilletes en los pies, hasta que dé a luz a su criatura, que de todas formas ya estaba prácticamente concebida en el sanctasanctórum de su alma.  Sí, eso hubiera hecho yo, de haber estado presente.  Pero por otra parte, ¿cómo ignorar las lacerantes, apremiantes razones que el autor aduce para justificar su filicidio?  Hablar es muy fácil, haber estado en su situación, por el contrario, ha de haber sido atrozmente difícil. 

 

Yo conozco la casa en la que este asesinato artístico tuvo lugar.  Está un par de cuadras al norte de la basílica del Sagrado Corazón, en París, en pleno corazón de Montmartre.  Es un bello edificio esquinero.  En sus paredes, una placa conmemora las obras que Berlioz compuso mientras vivió en él (la ópera “Benvenuto Cellini” y la sinfonía con viola solista “Harold en Italia”, entre otras).  Y no figura, ¡ay!, la hija no nata, la sinfonía que murió como tantos niños judíos durante la Segunda Guerra Mundial: los nazis les amarraban las piernas a las mujeres en pleno parto, para que no pudieran dar a luz: así perecían tanto la madre como el bebé.


No, no puedo perdonar a Berlioz.  Simplemente no puedo hacerlo.  ¿Condenar al silencio eterno a una pieza que sin duda era un nuevo evangelio de la belleza para toda la humanidad, algo quizás aún más hermoso que la Sinfonía Fantástica?  ¿Cómo morir con un mínimo de serenidad, sabiendo que se lleva uno a la tumba a una criatura que quizás seguirá atormentándonos por siempre, porque le negamos el don de la vida, porque la condenamos a la eterna sombra, ella que quería asomarse a la tibia y luminosa esfera del ser?  No puedo, no puedo perdonarlo.  Lo condeno y lo castigo.  Soy inmisericorde.  Y ¿saben por qué lo soy?  ¡Porque lo amo con un amor como pocos artistas en la historia del mundo me han inspirado!  ¡Por eso no puedo sino odiarlo, y condenarlo!  ¡Lo hago con una mezcla de indignación, de rabia, de impotencia, de furia justiciera, de frustración infinita para la que no hay atenuante ninguna!  ¡Lo hago llorando, maldiciéndolo y bendiciéndolo a un tiempo, y todo mi ser es una maraña de sentimientos paroxísticos y disonantes, una enorme e irresoluble contradicción! 

Gustavo Adolfo Bécquer reflexiona así, en torno a sus obras postreras, arrancadas a la enfermedad que ya le minaba cuerpo y alma, y alumbradas “in limine mortis”:


“No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión pidiéndome, con gestos y contorsiones, que os saque a la vida de la realidad, del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia.  No quiero que al romperse esta arpa, vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía.  Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza.  El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden.  Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido.  Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado, con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente.  Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.  Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi pesadilla maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido.  Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas”.


 Es así, justo así, como debió haber pensado y procedido Berlioz.  Amigos, amigas: he sufrido más de lo que cualquiera de ustedes podría suponer pensando en la obra abortada de mi gran maestro.  Aun más: la he imaginado, e intentado oírla en mi cabeza, he improvisado en el piano, en La menor, siguiendo el estilo de Berlioz, y esperando que en virtud de algún prodigio paranormal, la pieza encontrara en mis manos el exutorio que la conduciría a la vida.  ¡Ah, si seré tonto!  Me he preguntado mil veces si se asemejaría a la Sinfonía Fantástica, o a la Sinfonía Fúnebre y Triunfal, o acaso a “La condenación de Fausto”, o la cantata “La infancia de Cristo”…


He visitado mil veces la hermosa tumba de Berlioz, en el cementerio de Montmartre, donde yace junto a incontables artistas universalmente reconocidos.  En su fosa descansan también las dos deplorables esposas que el destino le deparó: Harriet Smithson y María Recio, ambas muertas antes que él (la segunda era una verdadera sierpe: bien habría hecho en desaparecer muchos años antes, y dejar a Berlioz en libertad de componer su nonata Sinfonía en La menor).  ¿Cómo es posible que las autoridades civiles y los familiares y amigos permitan este tipo de ultrajes?  ¡A ese par de brujas deberían haberlas quemado y luego espolvoreado en la fosa común!  Berlioz merecía reposar solo, solo, sí, como siempre lo estuvo, y como murió: una y mil veces solo: padres, esposas, hijos, amigos, amadas muertas…  La soledad es el estado de natura de Berlioz, una soledad a un tiempo moral y metafísica, y es un rasgo psíquico que sentimos en mucha de su música, para no ir más lejos, en el desolado “Diálogo de pastores” de su Sinfonía Fantástica.  Al final de su vida solía pasear melancólicamente por las veredas del cementerio que hoy cubre sus restos.  Fue muy juicioso al elegir su tumba: “que no quede bajo ningún puente, a fin de que los borrachos no la escupan u orinen”. 


Me importa un bledo la esposa enferma, los honorarios del copista, los recibos que sin duda se acumulaban sobre su escritorio, las noches de insomnio, el frenesí del trabajo continuo…  Esa obra tenía que haber sido.  Berlioz debió haber robado, asesinado, devenir objeto de una acusación penal por acumulación de deudas…  No tenía derecho de hacer lo que hizo.  Con el corazón sangrante y la conciencia fracturada, lo juzgo y lo condeno, sí, por filicidio agravado, perpetrado a sangre fría, con cálculo, alevosía, ventaja y premeditación.  ¡Ah, amigos, amigas, cuán difícil, vivir “en diferido”, vivir para esa suma de individuos –quizás todos igualmente estúpidos– que llamamos “posteridad”, vivir lanzando señales luminosas hacia el futuro, comarca incierta, oscura, aterradora!  Pero ese es el sino y la inherente condición existencial del gran artista, y como tal, debe aceptarlo.  


A veces me consuelo pensando que quizás Berlioz recicló partes de su Sinfonía abortada en obras posteriores.  Que tal vez no logró consumar ese terrible acto de auto-violencia consistente en programar su cerebro para que la olvidase, para que la borrase de su conciencia por completo.   Tal vez, tal vez… como diría Machado: “¡Vive, esperanza: quién sabe lo que se traga la tierra!”


   



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