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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 21 nov 2023


Palabra derrotada

Jacques Sagot



Abordé el taxi.  El conductor me interpeló de inmediato.


“Don Jacques: yo oigo sus comentarios por la radio, leo sus artículos en el periódico, siempre lo he admirado mucho, y tengo añales de coleccionar sus textos”.

  

“Gracias, amigo, ahí ando siempre, en efecto, escribiendo mis vagabunderías”.


“Don Jacques, usted es un hombre sabio, un hombre instruido, un hombre que conoce de muchas cosas, ¿no es cierto?”


“No, amigo: soy una persona a la que le interesan muchas cosas, lo cual es muy diferente.  Y me interesan en la justa medida en que no las comprendo”.


“Don Jacques, usted a mí no me engaña.  Yo lo conozco mejor de lo que usted cree.  Cuando se ha leído y oído tan asiduamente a una persona durante tanto tiempo, es imposible no llegar a conocerla de manera casi íntima.  Así que yo puedo asegurárselo: yo lo conozco a usted, mi corazón lo conoce a usted.  Aunque este sea el primer servicio que le hago, y la primera vez que lo vea, yo puedo decir que lo conozco.  Lo que es más: lo conozco mejor que a mucha gente con la que interactúo diariamente”.


“Pues… no sé qué decirle amigo…  Esas cosas siempre me conmueven y perturban al mismo tiempo”.


“No se lo digo para halagarlo ni para perturbarlo, sino porque quiero algo de usted”.


“Amigo, no creo que… en fin, yo estoy para servirlo, pero de veras: no soy más que un señor que toca piano y escribe… me temo que está usted sobreestimando mis poderes”.


“No, don Jacques: yo sé quién es usted”.


“¡Pero si ni yo mismo lo sé!”


“Pues se lo voy a decir: usted es un espíritu excepcional, de esos que marcan vidas, que cambian destinos: usted no se pertenece a sí mismo.  Y aunque estoy seguro que debe de haber hecho las mismas tonterías que todos hacemos en este mundo, sé que estoy en la presencia de un sabio.  He leído lo que usted ha escrito sobre el amor, la muerte, la amistad, la solidaridad… y también recorto las columnas sobre fútbol”.


“Yo… pues me siento muy conmocionado… uno nunca sabe quién lo lee, qué efectos tiene sobre los lectores, a qué litorales lejanos van a dar las palabras que uno escribe.  Yo me limito a tirarlas al mar, como un manuscrito dentro de una botella, y dejo que la corriente determine su destino.  Asumo que la vasta mayoría de mis mensajes se hace añicos contra cualquier risco, o se hunde para siempre en el océano”.


“Don Jacques, necesito una palabra.  Una sola.  No quiero ponerlo a pensar más de la cuenta, no quiero que me dé una lección o una conferencia, porque eso en este momento no me serviría de nada, y tampoco tengo derecho de pedírselo.  Lo que quiero es una palabra.  Una palabra mágica, una palabra clave, una especie de fórmula, un conjuro, algo que le salga a usted de las entrañas, algo que le salga del fondo del alma.  Una sola palabra, don Jacques, una sola.  No sabe usted el bien que me haría.  Usted puede salvarme, don Jacques, usted tiene poderes que usted mismo no sospecha: ya otras personas me lo han dicho.  Y necesito su palabra.  Esa palabra.  Tiene usted que encontrarla.  Tiene que existir.  Tiene que estar ahí, flotando, en algún lado, y un espíritu como el suyo puede capturarla y regalármela”.


“Amigo, yo no soy un sabio: busco justamente en la medida en que no encuentro, escribo justamente en la medida en que no entiendo, hago música justamente en la medida en que no soy feliz, filosofo justamente en la medida en que no sé vivir…  ¿Qué podría yo hacer por usted?”


“Don Jacques, vengo de enterrar a mi hija.  Tenía treinta y seis años.  Salí del sepelio directamente a trabajar, porque no puedo darme el día libre.  Y me pesa el alma.  Me ahogo.  Siento que me falta el aire.  Me parece que vivir, respirar, sentir el viento que entra por la ventana, aspirar los olores de la ciudad, ver la luz de la tarde, las montañillas azules de Escazú o las Tres Marías, que todo, absolutamente todo me duele.  Como si anduviera en carne viva.  Mi cuerpo, mis sentidos, mi alma: todo es una máquina del dolor.  Hace dos horas, le dimos tierra a la muchacha.  Viera usted cómo le costó morirse.  Y yo voy aquí, manejando y recogiendo clientes, mientras en casa la gente se reúne para rezar y tomar café.  Usted ha escrito cosas bellísimas sobre la muerte: mi hija tenía recortados algunos de sus artículos.  Don Jacques, por las heridas de Cristo, por lo que usted más quiera en el mundo, dígame una palabra, una sola, que me permita llegar al fin del día.  Una palabra mágica.  Mágica: sí, eso es.  Magia: eso es lo que hacen los poetas, ¿no es cierto?  Pues deme esa palabra mágica que me permita respirar siquiera de aquí a mañana, porque siento que me ahogo.  No puede haber sido una coincidencia que me lo topara a usted en la calle, pidiendo taxi en medio aguacero justo cuando venía de enterrar a mi chiquita.   A usted me lo mandó Dios, la providencia, el destino, la suerte, las estrellas, lo que usted quiera.  Don Jacques, una palabra, por sus manos de pianista, una palabra que me permita respirar.  Aunque sea la próxima bocanada.  Ya mañana será otro día.  Pero ahora, ahora mismo, necesito una palabra, la palabra, y si no es usted, ¿quién podría dármela?”


  Nunca me sentí más estéril, más vencido, más vacío.  Toda mi filosofía, todo mi arsenal verbal se vinieron abajo.  Huero, inane, deshabitado.  El pensamiento y la palabra me desertaron.  ¿A qué bueno esgrimirlas con fluencia en otras circunstancias, si en aquel perentorio momento quedaba reducido al mutismo, a la oquedad pura?  No, ni un vocablo fui capaz de decir.  Hay dolores que solo admiten el silencio.  ¿La palabra mágica?  Nadie puede creer más en el poder de la palabra que yo, y en efecto pienso que las hay que por poco podríamos considerar mágicas, tal es su poder de sanación.  Tuve mi momento.  Fui convocado por la vida para la comunicación profunda.  El destino me asignó el rol de socorrista.  En un momento concreto: ni un minuto antes ni uno después.  Y fallé, fallé, fallé.  Un hombre se ahogaba, y no pude correr en su auxilio.  ¿Por qué?  Porque desde el delirio de dolor en que me llamó, no hubo palabra que no me pareciera superflua, inútil, frívola.  Perdón, hermano.  La circunstancia me doblegó.  Gustoso cambiaría todo cuanto he escrito por haber sido capaz de parir una frase, pensamiento, fórmula, monosílabo, verso o canción que hubiese podido aliviarte.  Me resta confiar en la vida.  Tal vez volvamos a encontrarnos.  Y, si aún crees en mí, sé que podría echarme a la espalda algo de tu dolor, y que las palabras no me faltarían.  Perdón, perdón; desde los meandros de mi sangre, desde el silencio de mis huesos, desde el dolor de mi propia alma llagada, perdón, hermano, por haberte fallado.      


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