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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 14 nov 2023


El Sátiro


Jacques Sagot


Tenía yo ocho años de edad. Me dejaron solo, mis papás, un sábado por la tarde, para que me entretuviera en la tienda de música, mientras ellos iban de compras. Así que ahí me quedé, contemplando, tocando, oliendo discos, ponderando la belleza de sus carátulas con la música que ofrecían. Escoger era siempre difícil… mis papás hacían un sacrificio sustancial comprándome uno, a lo sumo dos discos: ¡jamás salí con una docena bajo el brazo! Pero cada disco era atesorado, y se convertía en algo así como un nuevo amigo. Los Deutsche Grammophon costaban 110 colones. Eran los aristócratas de los discos: hermosos, con bellísimas portadas lustrosas, olor inconfundible y calidad excelsa en la toma de sonido. Los London costaban 90, y los Indica 60, los VOX 55. Eran malas grabaciones.

Así que ahí estaba, hurgando entre mis tesoros. Cerca merodeaba un hombre, buscando los suyos. Me miraba de reojo. No sentí inquietud. Era moreno, pelo crespo corto, anteojos espesísimos, ojos llamativamente pequeños, gordezuelo, el labio inferior carnoso y abultado. Sudaba copiosamente. Parecía nervioso. Quizás unos cuarenta años de edad. Por fin se acercó a mí.

–¿Te gusta la música clásica?

–Sí.

–¿Estás estudiando algún instrumento?

–Piano.

–¿Quién te gusta más: Beethoven o Chopin?

–Igual.

Se enjugó la frente. Su voz adquirió un tono sibilante, el bisbiseo de una serpiente. Miró en derredor, y se inclinó hacia mí.


–Y, decime una cosa: ¿ya se te para la cosita?

–¿Qué?

–Que si ya se te para la cosita.

Me sentí amenazado desde la raíz del ser. Miedo, mucho miedo. No le contesté. Me alejé de él. Persistió.

–Si venís conmigo te compro todos los discos que querás.

Me distancié aún más. Traje gris, camisa blanca, nudo de la corbata desaliñado, panza que desbordaba la faja. Sí, recuerdo, en particular, sus ojos diminutos, sus anteojos, y su sudoración profusa. Lo estoy viendo. Aún más, sé que todavía podría reconocerlo. Uso las hileras de discos como parapeto, pero él las vadea y sigue detrás de mí. Ha comenzado a jadear, y el sudor sobre su piel oscura pareciese sucio, mugriento. Su respiración y su voz delata una sibilancia que podría estar relacionada al asma –pienso hoy–. Pero no es un granuja de la calle. Viste bien, es evidente que pertenece a la clase alta, y que, evidentemente, es un melómano –quizás incluso un músico– bien versado en la materia. La espesura inusual del cristal de sus anteojos tornaba su cara absolutamente inconfundible. Zigzagueo entre las góndolas llenas de discos, pero él persiste en seguirme. Lenta pero inexorablemente. Cada vez más sofocado, más jadeante.

–Ya sabés: todos los que querás: Beethoven, Mozart, Liszt, Schumann… si venís conmigo y me dejás jugar con tu cosita. No tengás miedo: vas a ver que te va a gustar.


Perplejo, sintiendo el peligro desde el epicentro del instinto, seguí usando los discos a modo de barricada, como si la música pudiese parapetarme mágicamente. El acosador escarbó un rato más entre los estantes, y por fin se fue, sin comprar nada.

Me acerqué a la muchacha del mostrador:

–Estoy asustado.

–¿Te dijo algo, ese viejo?

–Sí.

–No tengás miedo, aquí ya lo conocemos: viene a menudo. Nosotros sabemos que es medio raro. ¿Pasan ahora tus papás por vos?

–Sí. Pues tranquilo, simplemente quedate aquí esperándolos y les contás lo que pasó.

Efectivamente, mis papás no tardaron en llegar. Venían sonrientes:

–¿Escogiste algo?

Me vieron temblando. Les referí lo acontecido.

–¿Se fue hace mucho, el hijo de puta? –preguntó mi papá–.


Su frente enrojeció, y su voz empezó a tremolar con la ira.

–Dejalo, total, al chiquito no le pasó nada –imploró mi mamá–.

Mi papá la ignoró, y volviéndose a mí:

–Vamos a salir y me vas a decir si lo ves–. Se sacó la faja del cinto. No era el gesto de quien va a darle a alguien una paliza: era la expresión de un estrangulador.

–Abrí bien los ojos, y apenas lo veás, lo señalás.

Salimos a la calle. Respiraba pesadamente. Le temblaba la barbilla. No recuerdo haberlo nunca visto tan iracundo. Caminamos unos cuantos metros… y lo vi. Estaba desaprensivamente sentado en la más expuesta mesa de una soda, y ya se iba a llevar a la boca un sándwich.

–¿Lo ves por algún lado?

–No, no, ya se debe de haber ido.

No lo denuncié. La víctima, en estos casos, suele quedar a tal punto paralizada, que no reacciona adecuadamente. Volvimos a la tienda por Mamá y regresamos a casa.

¿Vive aún, el miserable? No lo sé, pero si tal es el caso, espero que lea este texto, y sepa que lo recuerdo con precisión satelital. Aquel labio baboso y caído, el torvo mirar de animal carroñero. Su voz, insidiosa cantilena, quedó reverberando por siempre en el dédalo de mis oídos.


¡Qué sentimiento de agresión! El depredador. Su expresión aviesa. Su “oferta” de comprarme todos los discos que yo quisiese. Rostro grasiento, pesados anteojos, voz a un tiempo insinuante, medrosa y algo aflautada… Una imagen para siempre. Era yo un niño, y nada sabía del mundo. Bien pude haber caído en el cepo… Habría visitado el infierno, de la mano de aquel viscoso Virgilio. Acaso para residir por siempre en él.

Esto sucede todos los días. En el seno mismo de algunas familias, que, más que locus amoenus, son laboratorios del horror en los que se ensaya, in vitro, toda la agresión que en el mundo padeceremos e infligiremos. Y las víctimas –tal mi caso– a menudo no cuentan su historia. Violados justamente por aquellos que hubieran debido protegerlos. La traición de las traiciones. ¡Ah, mundo – inmundo, sociedad – suciedad, qué comarca peligrosa, la vida!

Ya la tienda no existe. Existe, en cambio, el recuerdo imborrable de aquella emboscada, y hasta el fin de mis días, el rostro del pedófilo, balbuciente, nervioso al tiempo que tenaz. Si una mera insinuación bastó para marcar a fuego mi alma, ¿qué habría sido si el acoso hubiese llegado a más? “Cualquiera que haga tropezar a un pequeño, mejor haría en atarse al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y tirarse al mar” –dice Jesucristo–. Pero los miserables no se tiran al mar… Ahí siguen, sembrando la devastación. En iglesias, escuelas, hospitales, cárceles, establecimientos de lenocinio… Aun en aquella tienda disquera que era mi parque de diversiones infantil. Como toparse una víbora en el jardín de la casa: mi ámbito mágico.


Y vuelvo a preguntarme: ¿vivirá todavía, el infeliz? Si tal es el caso, con seguridad recordará el hecho. Espero que lea este testimonio, y lo tome por lo que es: una implacable, eterna impugnación. La reacción típica de la víctima infantil: callar. Urge hacer entender al niño que la primera de sus armas es la palabra: denunciar, siempre denunciar.


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