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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

¡Cuán verde era mi valle!

Jacques Sagot



Bueno, no sé cómo presentar esta anécdota. Cómo calificarla. Es un sainete, un número de vaudeville, una historieta folclórica, algo sacado de una película de Fellini o quizás de Buñuel… no sé, no sé. Quizás lo mejor sea simplemente contarla, y que los lectores la clasifiquen.


Aconteció el 8 de mayo de 1974. Día caluroso. Yo estaba leyendo una novela de Julio Verne llamada El piloto del Danubio. Era cerca del mediodía, y mis papás veían la ceremonia del traspaso de poderes entre el gobierno liberacionista de José Figueres Ferrer, y el también liberacionista Daniel Oduber Quirós. Figueres era un hombre de baja estatura. Querido por muchos, y malquerido por algunos. Un hombre carismático y visionario que –¿cómo habría de ser de otra manera?– tenía sus enemigos.

Somme toute, más respetado y entrañable para el costarricense que vapuleado y criticado. Era un caudillo –el último que tuvimos en Costa Rica– y no un jefe de estado en el sentido convencional y moderno de la noción.

Pues iba don José Figueres caminando solemnemente, dándole la vuelta al Estadio Nacional con su comitiva (es ahí donde se han realizado todas las entregas de poder –salvo la ceremonia de Abel Pacheco– de que tengo memoria). De pronto algún naco, desde la gradería, cobardemente amparado por la muchedumbre y las vallas de protección, le gritó: “¡Enano, hijueputa!” Lo que en Costa Rica se conoce como un “madrazo”, o un “mentonazo de madre”. Pues bien, para estupor de todos los presentes, el presidente –ya un hombre de sesenta y siete años de edad– se desprendió de su comitiva, se acercó a la valla, intentó escalarla, y le respondió al anónimo agresor, varias veces: “¡Vení decímelo aquí en mi cara, cobarde!” Los amigos de la comitiva y los guardas de seguridad lograron desprender a don Pepe de la valla, y lo retrotrajeron a la calma. El incidente fue visto por todo el país, y transmitido en vivo y a todo color a otras naciones. Fue la anécdota de la ceremonia, el incidente que toda Costa Rica comentó durante varios días. El “sabor del mes”. The talk of the town. Una vez más, don Pepe había logrado capitalizar toda la atención del país, por encima del recién ungido mandatario Daniel Oduber.

¿Hizo bien, don Pepe? La reacción no deja de sorprenderme, porque él, of all people, con tres presidencias a sus espaldas y miles de discursos de tarima, debería haber sabido lidiar con estas formas de agresión. Es como un futbolista que no sabe encajar los insultos de la gradería de sol… es parte de la profesión, ¿no es cierto? De lo contrario la vida se le haría imposible. Por supuesto que ofender desde la invulnerabilidad de una turbamulta es una cobardía y una vileza –amén de una falta de respeto a Costa Rica, toda vez que el presidente saliente fue masivamente electo por el país, cuatro años atrás, y representa la voluntad política de toda una nación–.


Por otra parte, la visceral, biliosa reacción de don Pepe, en semejante anfiteatro y con semejante grado de exposición, demuestra una falta de temperancia, de enkráteia (Platón) deplorable. Acaso lo hizo para ser recordado por uno más de sus muchos exabruptos. Acaso fue un número de comedia, una especie de bis o de encore a una carrera política llena de acciones inopinadas y de decisiones heterodoxas.


Era un buen comediante, don Pepe. Años atrás, en una visita a la Universidad de Costa Rica también fue insultado con el mismo oprobio por un estudiantillo grisáceo y cobarde que resultó ser el hijo de un escritor importante en nuestro medio. En esa ocasión don Pepe también reaccionó primaria, belicosamente, y la seguridad tuvo que intervenir para que ambos hombres no se fueran a las manos. Empero, don Pepe logró asestarle una cachetada al insolente estudiante. Su Ministro de Cultura, don Guido Sáenz, ex-actor de profesión y también aficionado a la comedia, tuvo que ser sostenido en vilo por dos robustos mocetones, pues quería liarse a golpes con el agresor. Siendo un hombre chiquitito, don Guido quedó suspendido en el aire, pataleando como un niño entre los mocetones que lo habían alzado: un número digno de Chaplin. La historia salió en los noticieros locales y fue el hazmerreír de todo el país durante varios días. Es un incidente que la gente de mi generación recuerda perfectamente. Bueno, ese era don Pepe.


Que yo sepa, solo el cobarde de Nicolas Sarkozy se atrevió a insultar a una persona que se negó a darle la mano: eso sí fue reprensible e indignante, algo que solo podía haber salido del hocico de este, el peor presidente en la historia de la dulce y noble Francia. El periódico español El País reportó los hechos así.

“El presidente francés, Nicolas Sarkozy, ha dado otro paso más en su viaje hacia los puestos más bajos de popularidad en las encuestas. El sábado, cuando recorría la Feria de Agricultura en París, rodeado de seguidores, el mandatario alargó la mano hacia un agricultor y éste le advirtió: “No me toques, que me ensucias”. Sarkozy, que acababa de saludar muy sonriente a varios asistentes a la feria, espetó al campesino: “¡Pues lárgate, lárgate, pobre imbécil!”. Fue una vileza, una reacción que suscita en mí profunda rabia. La vulgar bravata de un tipo soberbio, arrogante y por completo carente de “altura cordial” (Ortega y Gasset). “Sarkozy no se puede comportar como cualquier ciudadano. Él es el Presidente de la República, tiene que dar ejemplo”, –declaró pocas horas después François Hollande, primer secretario del Partido Socialista–. El incidente fue registrado por la cámara de un teléfono durante 45 segundos y difundido en la Red, donde lo vieron millones de internautas. El autor de la filmación es un periodista de 30 años llamado Stéphane Puccini, propietario de una pequeña agencia que vendió las imágenes a Le Parisien. Puccini grabó la secuencia sin siquiera darse cuenta del incidente. “Había un ruido endiablado” –comentó–, y solo se percató del exabrupto una hora después, cuando pudo ver la cinta. En este caso, la reacción del trabajador me parece correcta y bien formulada, mientras que el escupitajo verbal con que Sarkozy responde es, simplemente, lo que cabía esperar de un megalómano, egoísta, vanidoso y figurador patológico como él.

Es inmensurable, el daño reputacional que este sociópata le infligió a su país, con sus poses napoleónicas y sus histriónicos, sobreactuados discursetes. Nunca he podido dejar de evocar al comediante galo Louis de Funès, que se parecía asombrosamente a él, en lo físico como en lo gestual. Pero esta es una analogía que desdora al actor, artista talentosísimo y merecedor de todo mi respeto.


Como un futbolista jugando bajo la presión de un estadio atiborrado de hinchas del equipo rival, un presidente debe desarrollar la capacidad de auto-control y de temperancia. Para siempre quedará en mi retina la expresión desquijarada, iracunda, la espuma que salía de su boca, el rostro transfigurado por la furia de Carlos Alvarado, abucheado durante un discurso público pronunciado en Nicoya. No era un ser humano: era, antes bien, un súcubo del averno, un endriago, una especie de vociferante energúmeno, con las venas del cuello a punto de reventar, y la boca crispada y desmesuradamente abierta (como la de algunas de las figuras del Guernica, de Picasso). Los futbolistas en los terrenos de juego deben soportar silbatinas e injurias mucho peores cada domingo. ¿Cómo es posible que el presidente de la república no sea capaz de análoga conducta? ¡Si solo esperaba besos y piropos, jamás debería haberse postulado para su cargo! ¡Cualquier figura pública debe tener las enzimas morales necesarias para digerir este tipo de agresión individual o multitudinaria! ¡Es parte de lo que conlleva la investidura de la presidencia de la república!


Recuerdo también a Daniel Oduber (hombre a quien, por lo demás, admiro) arrebatarle a un fotógrafo la cámara y tirarla al suelo, en un acceso de ira incontrolable. Pero el mal es, tal parece, universal. Guardo imágenes imborrables de accesos de ira de Anastasio Somoza, de Daniel Ortega, de Fidel Castro, y de Hugo Chávez (que de Dios no goce). Quien no es capaz de gobernarse a sí mismo, no debería siquiera intentar gobernar a los demás.


Echo de menos el señorío de presidentes como Ricardo Jiménez, Calderón Guardia, Teodoro Picado, Otilio Ulate y Francisco “Chico” Orlich. Eran caballeros. Eran hidalgos. Eran patricios. Eran gentilhombres. Teodoro Picado pasaba a caballo todas las mañanas frente a la casa de mis abuelos, allá en Plaza Víquez, de camino a la casa presidencial, y con todo respeto y formalidad saludaba a mi bisabuelo: “Buenos días, don Virgilio, qué alegría verlo: buena manera de comenzar el día”. No llevaba escoltas ni blindajes de ningún tipo. Usaba vestido entero, sombrero, y era un garrido jinete. En suma, un gran señor. No discuto aquí los aspectos ideológicos de estos próceres: eso queda totalmente al margen de mi reflexión. Lo que rescato y admiro era la nobleza de esas eminentes figuras, la importancia que le daban al gesto, a la palabra, a la bonhomía, a las buenas maneras. Don Otilio Ulate podía ser encontrado todas las tardes en el bar “Limón”, en pleno centro de San José, bebiéndose alguna copita y charlando con amigos. Los ciudadanos podían abordarlo en cualquier momento. Era cordial y afectuoso con todo el mundo. Un periodista de primerísima línea, un orador extraordinario, un hombre de letras, en suma.


Lo he dicho y lo repito: el fenómeno de la pachuquización generalizada ha corrompido también a nuestras figuras de autoridad. Ya no tenemos presidentes, sino patanes con cetro. Es un problema de origen multifactorial: la campaña de idiotización universal puesta en movimiento por nuestros periódicos y canales de televisión, la absoluta disfuncionalidad de nuestro sistema educativo, la desintegración de la familia, que nos proporcionaba la educación (sí, la educación, pues lo que nos da la escuela es otra cosa: instrucción, esto es, una serie de instrumentos cognitivos). La educación se mamaba, se adquiría en el seno familiar. Hoy los padres de familia se desentienden por completo de sus hijos, y delegan esta responsabilidad en los docentes. Pero resulta que los docentes tienen por misión instruir, no educar. Son nociones radicalmente distintas. ¡Ah, la vertiginosa espiral descendente hacia la estupidez rampante y la vulgaridad pistolera y decadente! Vamos cayendo como bajo el peso de cien atmósferas. Y estamos lejos de tocar fondo…


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