El viento iracundo
Jacques Sagot
Tu mil veces justificada ira. Nunca amargura: solamente ira. ¿Qué ha visto el viento del oeste, que viene tan pálido y desmelenado? ¿Se habrá divertido jugando el juego de la devastación y ataviándose de trombas y naufragios? ¡Cuánta rabia, en tu corazón hecho de fatales colisiones y de vértigo sin fin! Septentriones, alisos, monzones… diferentes nombres para una furia única e implacable. Céfiro cuando ríes, huracán cuando montas en cólera y encarnas la diestra terrible de Dios. Y tú, alma mía, ¿no tienes también tus tifones y tempestades? ¡Es volátil, la atmósfera del planeta que llevo dentro, cielo anubarrado y locura de relámpagos!
Infinito látigo multiplicándose como la hidra y ensañándose sobre la piel del océano, de las cimas que enhiestas te resisten, de las ínfimas madrigueras donde mora la criatura humana. Nos descuajas como a una cepa, pones a volar las raíces y te burlas de la gravedad, verdugo que arrebata de los brazos de su madre al hijo, ingrávido como la hierba seca.
Me prosterno ante tu poder, pero amarte no puedo. Porque reinas por el terror no puedo amarte. Siembras la muerte como la vida, y tanto propagas la simiente pródiga como anegas los surcos labrantíos, transformándolos en enormes, fangosos sepulcros.
Y sin embargo, admiro tu errancia a través de este mundo ancho y ajeno. ¡Cuántos caminos recorridos, cuántos océanos surcados, cuántas estepas barridas a zancadas de galgo descomunal! Viento trashumante y volandero, envidio la fuerza de tu soplo de gigante, y quisiera como tú vadear las cimas y desfiladeros todos del mundo. Haber como tú visto la fútil resistencia de los tajamares, los barquichuelos bailando sobre la cresta de las olas, la tierra transformada en archipiélago, las islas bailoteando como corchos, y el reverente inclinarse de los árboles. Por recio y nervudo que sea su cuerpo tendrán que arrodillarse… o perecer.
Cierto, cierto, también eres fraguador de vida y polinizador de flores, insólitas algunas, humildes otras, como las campánulas azules de la montaña, como tú, la más insólita de todas. Mi flor. Solo mía, como la del Principito. Pero si el tornado da vida es para arrogarse luego el gozo de destruirla. Eres escultor de paisajes. Brutal es tu cincel, y puedes con algunos trazos marcar para siempre el rostro de una ciudad y la efímera sonrisa de las praderas. Eres creador de formas inusitadas y en los acantilados y grutas basálticas cantas con voz fantasmal. Pero no construyes sin antes destruir, y en ello te hermanas al orgiástico Dionisio.
Podría también decir que eres tú quien hasta mis labios trae, con certeza de paloma mensajera, el beso de la amada lejana… pero no lo haré. Porque los besos son criaturas tibias y húmedas, y además no saben volar.
Podría también evocar los ecos de la música distante, que tu inmaterial elemento hace llegar hasta mí, pero no estoy aquí para celebrar la presteza de tus alazanes. No te quiero mensajero, y rechazo las noticias que del humano avatar traes a mis oídos.
Amo tu furia ciega, tu inclemencia, la pureza de tu rabia, el gesto con que barres, con el revés de tu mano, todo cuanto los hombres creímos inconmovible. Sopla, sopla sobre la miseria humana y descuaja de nuestras almas, como el arbusto ponzoñoso, la infame mentira de nuestra perpetuidad.
Con mil razones para odiar, huracán como ninguno lo ha sido, decidiste cantarle a la vida. Tu palabra lo prueba. ¿Cuál era tu secreto? ¡Yo he maldecido y blasfemado tanto! La hojita tierna que reverdece. Creíste en ella cuando yo la hubiera arrancado para exhibir estúpidamente mi ira. Yo sé que tu huracán iba por dentro, pero no lo dejaste nunca contaminar tu palabra. Ni por un momento. No nos regalaste canto que no fuera luminoso. No sé si tu tormenta era más grande o más pequeña que la mía. Sospecho que por ahí andamos. Pero tú siempre conociste el arte de la alquimia, y nunca padeciste dolor que no transformaras en belleza. Yo, en cambio, he imprecado, mal alquimista que soy. Otra cosa que debo aprender de ti. Saco cuaderno y lápiz.
Entretanto, tú, borrasca infinita, desata tus cabellos y corre desnuda sobre cimas, desiertos y junglas. Para cabalgarte robaré las bridas al poniente, los nimbos serán mi montura, y dos relámpagos mellizos mis espuelas. Pero lo confieso: mi anhelo es que me arranques a la tierra, que me robes y me eleves hasta esas cimas donde cruzan espadas alisios y septentriones. Ahí reventaré en lluvia pródiga, y disgregado en miríadas de gotas, fecundaré los hondos cauces sembradíos. Deshacerme, deshacerme, deshacerme… la gran nostalgia de mi vida.
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