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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 10 oct 2023


La doble moral de don Hipócrates


Jacques Sagot


Don Hipócrates (no, mi querido lector, no estoy fabulando: tal era, en efecto, su nombre) es un “hombre de carros”, como yo soy un “hombre de letras”. Todo lo sabía, sobre el tema en cuestión. Era propietario de una central de taxis, él mismo hacía servicios, y tenía toda suerte de contactos para la importación de automóviles. Lo conocí de la misma manera en que he llegado a conocer a todos mis amigos taxistas: al filo de incontables servicios, que me prodigaba con frecuencia, toda vez que solía estar parqueado a doscientos metros de mi casa, con una flotilla de colegas, esperando llamadas o atendiendo a transeúntes que gesticulaban como náufragos en plena calle.


La primera vez que le propuse a don Hipócrates ir a ver el carro en cuya compra se ofrecía a asesorarme, me respondió:


“Va usted a perdonar, don Jacques, pero el lunes no puedo. Tengo que ir a mover unos negocitos que me tengo por ahí con unos carritos que estoy tratando de pasar sin impuestos”.


Inquieto, sugerí el miércoles para el trámite en cuestión.


“Fíjese que tampoco puedo –adujo con pasmosa naturalidad–. Quedé de ir a hablar con un socio que tengo en la aduana para ganarme una comisioncita con unos toyotitas que entran el mes entrante”


Ya francamente perturbado, planteé la posibilidad del viernes.


“¡Ay, qué pena con usted, don Jacques, pero el viernes tengo que ir a hacer una movidita con una amistad en el aeropuerto para que me deje pasar unas cacharpitas que voy a revender como nuevas! Usted sabe: cambalaches que tiene uno que hacer para salir adelante en este negocito”.


Roído ya por la desconfianza propuse el día domingo como última posibilidad, y fue ahí donde la náusea me tomó cuerpo y alma. Don Hipócrates frunció el ceño, se llenó de magnificencia, y con aire de probidad moral digna de Tomás Moro, me respondió:


“¡Ah, no, ahí sí que no lo puedo ayudar, don Jacques: lo que es el domingo, mi familia y yo se lo dedicamos exclusivamente al Señor Jesucristo, nuestro Salvador Personal!”

Quedé apabullado. ¡Quién fuera como don Hipócrates! Todo en su vida era cuestión de “cambalachitos”, “moviditas”, “choricitos”, “negocitos”, (¡siempre los diminutivos!) pero el domingo se lo consagraba íntegro al Señor, su Salvador Personal. Don Hipócrates llevaba la palabra en el bolsillo posterior derecho del pantalón, la acción en el izquierdo, y entre una y otra el hiato donde se aposenta nuestro órgano excretorio. Con beatífica sonrisa y mejillas sonrosadas de querubín, dormía su apacible sueño moral don Hipócrates. Un sueño del que seguramente nunca despertaría, porque ¿para qué despertar cuando tenemos a mano el dulce narcótico del autoengaño?


Vivir es amar. Amar es actuar. Actuar es hacer el bien. No se puede hacer el bien sin un compromiso ético con el otro. Toda religiosidad que no tenga por base una responsabilidad ética con los demás deviene letra muerta, odiosa coreografía hecha de genuflexiones y vacuas santiguadas. La acción debe propender a ser la hermana gemela de la palabra (siquiera propender, sí: la coincidencia perfecta es imposible). Y la acción se define en el respeto y la solidaridad con aquellos que comparten nuestra coyuntura espacio-temporal, con nuestros hermanos en el aquí y en el ahora.


El primer mandato de la moral es muy simple: no construir nuestra felicidad sobre la ruina y el infortunio de los otros. Procurar vivir lo mejor que sea posible, evitando –eso sí–, que nuestra gestión vital pisotee, instrumentalice, sojuzgue y humille al prójimo (el próximo). “Es preciso tratar a cada ser humano como a un fin en sí mismo, y no como un medio hacia nuestras propias ambiciones”. Ese es, para ser exactos, el postulado axial de la moral kantiana, lo que este sabio inmensurable llamaba “el imperativo categórico”. No es una sugerencia lo que nos está ofreciendo: ¡es un mandato: “imperativo” y “categórico”!


No basta con saltar en el primer bote salvavidas, entonar devotamente el Te Deum, y dejar al resto de los pasajeros librados al horror del naufragio. Nada tan repugnante como la noción de un “Salvador Personal”: ¡como el cepillo de dientes, el champú y los calcetines favoritos! En otras palabras: mientras me salve yo, a los demás que se los lleve candanga. “Après moi le déluge!” - como diría Madame de Pompadour-. Isomorfismo aberrante entre el objeto – mercancía y el dios que postula la sociedad de consumo: “personalizado”, “exclusivo”, “tailor-made”. ¡Salvador Personal!” ¡Pssst! El mío propio, por supuesto, porque como bien sabemos, también Dios es propiedad privada, y lo que soy yo “no me junto con la chusma”. Después del cocinero, el chofer y la secretaria… un dios “personal”. ¡En un mundo prosternado ante el totalitarismo del individuo, también Dios tiene que estar a tiempo completo al servicio del individuo!


Don Hipócrates era una perfecta versión tropical, folclórica y tercermundista del Tartufo de Molière, el santo patrono de todos los hipócritas del mundo: gazmoño, recoleto, modosito, manipulador, mentiroso, embustero, salaz, traicionero y codicioso… pero tres veces al día se retiraba a sus habitaciones para cumplir con su “disciplina clericalis” y sus largas sesiones de oración y autoflagelación. Uno de los más repulsivos personajes del teatro universal. La denuncia social de Molière fue tan aguda, tan punzocortante, que incluso le acarreó una seria fricción con quien era, por lo demás, su amigo y protector: el “Rey Sol”, Luis XIV. De hecho, el dramaturgo tuvo que modificar el final de la pieza a fin de que el público no se quedara con una imagen tan negativa de los cortesanos y marisabidillas de palacio.


Desde el momento mismo en que lo conocí, supe que en alguna ocasión tendría que escribir sobre don Hipócrates. Porque don Hipócrates soy yo, y quizás usted también, mi perplejo lector, y todos aquellos en quienes el discurso no va de la mano de la acción, y la prédica diverge a veces de la obra. Y es que en la gazmoña mirada de aquel mercader – traficante – sofista – filisteo, en su viscosa devoción dominical, en la turbia prestidigitación de sus “carritos” y “comisioncitas”, en su pomposidad moral, creí ver destilados todo el doblez y el fariseísmo de la criatura humana.


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