La cultura y la educación derrotadas por el fanatismo
Jacques Sagot
A quienes responden con las nociones de “cultura” y “educación” (palabras “maná” –Barthes–) como antídotos contra todos los problemas sociales del mundo, tengo esto que decirles.
La Segunda Guerra Mundial no fue promovida por una tribu de caníbales de la Amazonia profunda, sino por el país que a la sazón tenía los más altos índices educativos de Europa. Paul Joseph Goebbels (1897-1945), Ministro de Propaganda del Tercer Reich de 1933 a 1945, y quizás el más devoto acólito y amigo íntimo de Hitler, se cuenta entre los más inspirados y elocuentes oradores de la historia. Su verbo era tremolante, incandescente y de una claridad conceptual que posiblemente no tenga comparación sino con el legendario estadista y general ateniense Pericles, que vivió durante la era de oro del clasicismo helénico, el siglo IV antes de Cristo. Resulta perturbador escuchar a Goebbels: era un virtuoso de la palabra, no un mero vociferador carismático como Hitler y Mussolini. En sus discursos había verdadero contenido, el estilo podía ser ora lírico, ora épico y grandioso, rico en metáforas y en las más sofisticadas figuras literarias.
Goebbels fue educado en un Gymnasium, donde completó su Abitur (examen de admisión en la universidad) en 1917. Fue de lejos el mejor estudiante de su clase. Le fue conferido el tradicional honor de hablar durante la ceremonia de entrada a la universidad. Sus padres querían que fuese un sacerdote católico, y él consideró esta opción seriamente. Estudió literatura e historia en las universidades de Bonn, Würzburg, Freiburg y Munich, con el apoyo de una beca otorgado por le Sociedad Albertus Magnus. En 1921 escribió una novela semi-autobiográfica en tres partes titulada Michael, de la cual solo han sobrevivido el primero y tercer volúmenes. Goebbels la asumió como “la historia de su vida”. Fue publicada en 1929 por Eher-Verlag, la casa editorial del Partido Nazi. Su contenido antisemítico no es más que ripieno, y fue añadido a última hora y sin convicción. En la prestigiosa universidad de Heidelberg, ya convertido en un respetado filólogo, elaboró su tesis doctoral sobre Wilhelm von Schütz, un dramaturgo del temprano romanticismo alemán, al cual ayuda a sacar de la oscuridad. Von Schütz fue también ensayista especializado en política y filosofía, y el traductor al alemán de Ma vie, de Casanova, obra monumental en doce volúmenes. Goebbels escribió su tesis bajo la guía del eminente profesor Max Freiherr von Waldberg, cuyo judaísmo no impidió que Goebbels lo tratara con la reverencia que inspira todo gran maestro. Después de haber defendido su tesis y aprobado sus exámenes escritos y orales con éclat, Goebbels recibió su PhD en 1921. A la altura de 1940 había escrito catorce libros. Entre ellos destacan varios diarios y memorias, vastos ensayos sobre la Guerra Civil Española, la Revolución Bolchevique, la esencia del nazismo, el socialismo, el judaísmo y un libro utópico llamado Europa en el año 2000. Se desempeñó como institutor privado y periodista de altos vuelos. No era ningún imbécil… y eso es lo que más debería perturbar al mundo.
Por su parte, Martin Heidegger, el filósofo del siglo XX, el hombre que agotó la metafísica como campo para la disquisición filosófica, el autor del monumental Sein und Zeit (Ser y Tiempo), tremendamente influyente para el Sartre de L´Ȇtre et le Néant (El ser y la Nada), para la fenomenología y la hermenéutica en general, profesor en la Universidad de Marburgo, donde tuvo por alumnos a Georg Gadamer, Hanna Arendt, Leo Strauss y Hans Jonas, luego profesor de la Universidad de Freiburg, entre cuyos discípulos se contaron Hanna Arendt, Hans Jonas, Emmanuel Lévinas, Herbert Marcuse y Ernst Nolte fue, como todos sabemos, un incendiario, exorbitado apologista de Hitler y del nazismo (nunca ofreció disculpas públicas por ello, ni evidenció jamás la menor señal de contrición, ¡y eso que tuvo sobrado tiempo para hacerlo: murió en 1976, a los ochenta y seis años de edad!)
Los distinguidísimos directores de orquesta Herbert von Karajan y Karl Böhm fueron obsecuentes partidarios del nazismo. No añado los casos de Richard Strauss y Wilhelm Fürtwangler, por ser mucho más matizados y menos simples de lo que se cree. En cambio sí incluyo al perverso Carl Orff, el autor de la celebérrima cantata Carmina Burana, escenificada un año sí y el otro también en Costa Rica desde hace medio siglo, para delirio de nuestro público: este sí fue Schutzstaffel militante, y responsable de no pocas atrocidades. Y a ese hay que añadir al talentoso pero eternamente olvidado Hans Pfitzner, autor de la ópera Palestrina, por demás, hombre y artista de sorprendente sensibilidad.
Los intelectuales de hondo calado que apoyaron el nazismo son legión, pero me limitaré a mencionar a Oswald Spengler, el autor de la lúcida distopía y diagnóstico socio-histórico La decadencia de Occidente.
El príncipe de los pianistas, el más poético de todos ellos, intérprete ideal de Chopin y Schumann, el francés Alfred Cortot, fue simpatizante del nazismo y colaborador del régimen de Vichy y de Pétain. Sucios de nazismo quedaron para la historia los pianistas Edwin Fischer, Wilhelm Backhaus y Wilhelm Kempff. A los tres los adoro, y como nunca quisiera poder decir que la música no tiene nada que ver con la política. Pero no lo haré. ¿Por qué? Porque no es cierto. Manchada quedó también la fenomenal soprano Elisabeth Schwarzkopf, y el violinista Wolfgang Schneiderhan.
Otro tanto cabe decir del apuesto y carismático actor francés Gérard Philippe, cuyo Lorenzaccio, de Alfred de Musset, es uno de los grandes tours de force actorales del siglo XX. Este formidable actor murió en noviembre de 1959, con tan solo 36 años de edad, víctima del cáncer, y sin haber jamás abjurado pública o privadamente de sus simpatías nazis.
Arno Breker y Emil Nolde, inmensos artistas plásticos, fueron también nazis, aun cuando Hitler despreciara al segundo por cuanto representaba el “arte degenerado, intelectualista y decadentista de Occidente”. Los musculares torsos de Breker, por su parte, bien podrían –irónica circunstancia– haber sido engendrados por un creador militante del Realismo Socialista Soviético.
Resulta divertido constatar cómo dos ideologías archiantagónicas, tal el comunismo y el nazismo, condenaron el arte moderno por exactamente las mismas razones: “decadentismo”, “intelectualismo”, “elitismo”, “degenerativismo burgués”. Para Stalin como para Hitler, el arte debía ser “accesible” para todos los ciudadanos, “pedagógico”, “edificante” y siempre “optimista”. Debía consistir en expresiones de júbilo y triunfalismo que elevaran la moral pública. Por otra parte, contra el vértigo de las vanguardias estéticas y su rápida sucesión en las primeras décadas del siglo XX (impresionismo, cubismo, fauvismo, puntillismo, abstraccionismo, expresionismo, surrealismo, dadaísmo, manchismo, onirismo, arte naïf, futurismo, neoplasticismo, hiperrealismo, orfismo, constructivismo, etc), ambos postularon la quimera de un “arte eterno”. Es esta, sin duda, una de las grandes ironías en la historia del arte.
No tengo la intención de elaborar la lista completa de los grandes pensadores y artistas que apoyaron el ideario nazi. No los conozco a todos. Me limito, en toute honnêteté de coeur, a mencionar a aquellos que me son familiares. También he explorado el caso de Goebbels, un intelectual refinadísimo, un littérateur sofisticado, un hombre de letras en el sentido trascendental de la expresión. Y lo he hecho para probarles, amigos y amigas, que ni siquiera los grandes intelectos y las grandes sensibilidades están exentas de la posibilidad de derrapar ideológicamente hacia los más oscuros precipicios. Es triste constatarlo, pero ni la cultura ni la educación son revulsivos contra las grandes ofuscaciones históricas, contra la ponzoña de los falsos valores, contra los errores garrafales de sindéresis, esos en los que tenemos que discernir entre el bien y el mal, y como diría Giraudoux, “nous déclarer”.
No basta con leer mucho: Hitler era un ávido lector, y padeciendo de insomnio, no se dormía sin antes leerse un libro. He aquí su gran manifiesto en lo que atañe al arte: “Hasta la ascensión al poder del nacionalsocialismo existía en Alemania un arte considerado “moderno” o, más bien –como propiamente revela la esencia de este término–, un arte diferente cada año. Pero la Alemania nacionalsocialista exige un arte nuevamente “alemán”, y ese debe ser y será, como todos los valores creativos de un pueblo, un arte eterno. Si en vez de eso se revelase falto de tal valor eterno para nuestro pueblo, ya hoy mismo resultaría carente de valor superior”. (Discurso pronunciado en la inauguración de la Große Deutsche Kunstausstellung: Gran Exhibición de Arte Alemán, Munich, 1937).
Todo podrá decirse de este monstruo, excepto que no tuviera una clara noción de la importancia que el arte tiene en la forja de la identidad de los pueblos, y en su valor trascendente, proyectado hacia el futuro. De hecho, el arte (recordemos sus fracasadas veleidades pictóricas de la juventud) fue siempre una de sus grandes preocupaciones. En este aspecto, –forzoso es reconocerlo– era más lúcido que la vasta mayoría de los presidentillos y mandatarios de pacotilla que hoy en día dirigen el destino de sus naciones.
No, la cultura y la educación no son la panacea, la pócima mágica, el antiveneno contra los atavismos barbáricos, territorialistas y hegemonistas que tipifican a la criatura humana. Resta saber qué se entiende por cultura y educación: qué se educa, a cuáles autores se lee, desde qué perspectivas ideológicas y filosóficas se les estudia, qué tipo de musíca, cine, teatro, danza y plástica se le da al estudiante, a la juventud y, en suma, al ars consumptor. Hay que ser muy selectivo, muy discriminante y cuidadoso en este punto. Y sobre todo, hay que supervisar con qué sesgo enseñan lo que enseñan nuestros profesores: cuánto de sus agendas ideológicas personales proyectan en sus lecciones. Enseñar no es adoctrinar. Antes bien, al estudiante hay que enseñarle la capacidad para pensar contra todo lo que se tiene por sacrosanto, oficial, canónico, y también a pensar contra sí mismo, ejercicio autocrítico que todos somos reacios a efectuar, pero que es indispensable en cualquier proceso de crecimiento espiritual.
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