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La embriaguez del pensamiento

Los críticos y yo


Jacques Sagot



   Ave Caesar, morituri te salutant!”  Recital en el Teatro Eugene O´Neill el 4 de diciembre, y recital en el EMAI, Santa Ana, el 12 de diciembre.  No todo el mundo vendrá con el alma pura, buscando el gozo estético.  Seré juzgado, evaluado, criticado, íntimamente linchado por muchos.  Lo sé.  A mis cuarenta y siete años ya no me hago ilusiones sobre la naturaleza humana.  ¿La “naturaleza”?  Llámenlo como quieran, la “condición”, la “esencia”, la “existencia”, “el constructo cultural”… la chanfaina que somos, anyways. Recordémoslo: aun en medio de la más fragorosa ovación siempre habrá por lo menos una persona que detestó el espectáculo.  Ahí tendré, a esa persona.  La del “por lo menos” (con seguridad habrá otras).  Viene por el zarpazo.  Lo asestará con ferocidad proporcional a la considerable expectativa que el evento ha suscitado. 

 

    Recuerdo al crítico de La Nación, el perínclito Andrés Sáenz…  Siempre me trató bien, el viejo, y yo le tengo afecto.  No lo censuro a él como ser humano: censuro su des-profesión.  Sándor decía: “Don´t worry about critics: they usually don´t know anything”.  Pero el crítico tiene poder: el que nuestra vanidad le confiere.  Que se hable bien de uno en el periódico, que se hable mal de uno en el periódico.  Lo que menos importa es merecer una u otra cosa.  Solo cuenta no ser vapuleado públicamente.  Duele, la maldita vanidad.  Escribámosla con mayúscula: Vanidad.  Ahí va, el infinito cortejo de reos, amarrados por el pescuezo, flagelados sin cesar por la eterna déspota.  El pecado predilecto de Satán.  Como diagnóstico, como evaluación objetiva, la crítica vale menos que nada.  Uno siempre sabe cómo tocó.  Jamás he aprendido nada de un crítico.  Me han arruinado algunos desayunos, cuando abro el periódico… pero ya para el almuerzo los he olvidado.  Pero sí, el desayuno, ese pueden sobradamente estropearlo.

 

      Nosotros lo hemos permitido.  Quien vive de elogios, morirá de abucheos.  ¿Causa oficial del deceso?  Mala crítica.  Heifetz estuvo a punto de suicidarse, después de que la infame Claudia Cassidy (¨Acidy Cassidy”) le infligiera uno de sus eructos periodísticos en Chicago.  A Heifetz lo recordamos como el más grande violinista (para muchos el más grande intérprete) del siglo XX, y sus grabaciones son atesoradas… entretanto, la carroña de la vieja miserable termina de resecarse, allá, en la fosa común del olvido y el anonimato.  Ya a estas alturas debe estar reducida a un puñado de vértebras, el costillar, los fémures, acaso el occipital y las piezas dentales, pronto será polvo… y no habrá dejado ninguna, ninguna, ninguna traza sobre el mundo.  Con sus infusiones de urea, bilis y ácido pancréatico, logró ahuyentar de Chicago a artistas de la talla de Claudio Arrau, Rafael Kubelik y Jean Martinon…  ¿A qué bueno concederle espacio y poder a un vipérido de esta laya?  ¿No habría sido mejor asesinarla, desmembrar su cuerpo en pequeños fragmentos, disecarlos, y venderlos como pequeños souvenirs a los abonados a los conciertos de la Orquesta Sinfónica de Chicago?

 

    Me dan risa mis colegas: se pasan la vida denigrando a los críticos, pero cuando estos los favorecen, lo primero que hacen es citar en sus brochures los ditirambos a que se han hecho acreedores: “Técnica prodigiosa y excepcional sensibilidad”.  “Compenetración profunda con el mundo poético del compositor”.  “Un nuevo miembro de la realeza del piano”.  “Irresistible ímpetu rítmico y paleta sonora rica y diversificada”.  “Interpretación estilísticamente impecable al tiempo que original y propositiva”.  Entonces: ¿es la crítica, sí o no, una basura?  La respuesta es que es “la más noble institución en la historia de la música” cuando nos favorece, y “un comentario puramente subjetivo que revela la ignorancia de quien lo profirió” cuando nos desfavorece.  Por favor, señores: un poco de coherencia.  Gyorgy Sándor la tuvo: temprano en su carrera decidió omitir de su brochure toda cita crítica, por encomiástica que fuera.  Es lo único honesto que procede hacer.  Si vamos a engalanarnos con sus panegíricos (y, en mi experiencia personal, los críticos fallan más cuando elogian que cuando censuran), entonces tendremos que aceptar sus palizas.  O los proclamamos instancias supremas de autoridad, o los descalificamos de cuajo: no podemos servirnos de ellos acomodaticiamente. 

 

     Si yo no creo en la crítica por razones artísticas, filosóficas, éticas perfectamente respetables mi deber es retirarle todo poder que sobre mí detente: el de encumbrar mi ego al Parnaso como el de arruinar mi desayuno o llevarme, tal el caso de Heifetz, al borde del suicidio.  Es lo que yo he decidido hacer.  Alguien por ahí dirá, usando nuestra expresión vernácula: “a nadie lo amarga un dulce”.  Cierto: hay una pequeña, frágil, chillona criatura dentro de nosotros que siempre querrá su caja de golosinas.  ¿Vamos a conferirle poder omnímodo sobre nuestra vidas, al tiranuelo?  Por supuesto que siempre será pasablemente gratificante no más que eso que alguien -el pulpero de la esquina como el crítico más reputado del mundo- se exprese bien de uno.  Cela va de soi.  Pero también tendríamos que admitir, si hemos de seguir jugando con los sabores: “a nadie deja de corroer un ácido”, o “a nadie deja de amargar lo amargo”. 

 

    La verdad es que solo será herido aquel que se deje herir.  El agresor no tiene más poder que el que nosotros le concedamos en nuestro fuero interno.  ¿Una mala crítica?  Acepto que puede tener alguna consecuencia on the shortterm, nunca a largo plazo, en la carrera de un artista.  No se puede esconder el sol con un dedo: el talento terminará por prevalecer, la calidad por ser reconocida, la excelencia celebrada.  En el decurso total de sus longevas y fulgurantes carreras, cien críticos no hubieran podido nada contra Rubinstein, Arrau, Casals, Segovia.  Todos fueron vapuleados en algún momento, y todos salieron magullados: es un hecho perfectamente bien documentado.  ¡Bien: es parte del crecimiento del artista, desarrollar los músculos abdominales que van a encajar el constante castigo de sus detractores!  El boxeador bombardeará implacablemente estómago e hígado cuando el combate entre en esa fase de paradójica, casi erótica intimidad en que los cuerpos se abrazan… odiándose y masacrándose.  ¡Es un área que urge tonificar!  Calistenia del espíritu.  Capacidad para absorber los impactos.  Cuestión de musculatura espiritual.  Una vez adquirida esta solidez… el resto es un paseo por el parque.

 

    Una vez más, voy a ser expuesto al veredicto del César.  ¿Deberé, desde mi desnudo escenario, escrutar las tinieblas del patio de lunetas para ver si el Emperador sube o baja el pulgar?  ¿Luego abrir el periódico todas las mañanas, durante una semana, en inexpresable estado de congoja, esperando ora la cosquillita para el ego, ora la apología que me inmortalizará, ora el varapalo sañudo y perverso?  Vanidad: ella es la verdadera enemiga.  Yo no necesito confites.  La lucha debe ser librada adentro.  No hay otro campo de batalla.   

 

 


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