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Deporte: magia, poesía y heroísmo

El bronce y el agua


Jacques Sagot


El ser humano tiene patrones de conducta espernibles, vicios morales que nos mueven a la repulsión.  La envidia y la mezquindad son, sin duda, dos de ellos. 

“Los errores de los hombres serán esculpidos en el bronce, sus virtudes serán escritas sobre el agua” –nos dice Shakespeare, ese médico del alma capaz de practicar los más profundos cortes histológicos en la psique humana, y detectar todo lo que en ella hay de malsano: tumores, quistes, coágulos, infecciones de cualquier tipo–.  No creo que escritor alguno haya conocido tan bien la naturaleza humana como el bardo de Stratford-upon-Avon: nos desnuda, nos expone, nos deja encuerados ante el resto de la humanidad.

 

En 1966 vino a Costa Rica el gran pianista francés Daniel Éricourt.  Un gigante.  Había sido amigo y alumno de Debussy: bástenos este dato para formarnos una idea de su dimensión.  Ofreció una lectura prístina, inmaculada de los veinticuatro Preludios de Chopin.  Sonido perlado, iridiscente, poesía sonora tornasoladamente bella.  Más de media hora de música con la que ennobleció y dignificó nuestras vidas.  Pero sucedió algo infortunado.  Algo que todos deberíamos haber pretendido ignorar.  Algo que, por pudor, decencia y misericordia, era preciso disimular y olvidar.  Después de su egregia ejecución, en el último de los preludios, en Re menor, atacó la avalancha final que precipita al mundo al abismo con todo el ímpetu del mundo.  Fue tal su audacia, su intrepidez, su aceptación del riesgo, que martilló con la mano en forma de cuña los tres inexorables Re con que concluye el ciclo.  Los dos primeros sonaron como campanas de la muerte.  En el tercero, llevado por la cinética del movimiento, cometió una pifia, erró una nota: ¡tocó un Do en lugar del Re!  Fue un error conspicuo, indisimulable, grosero.  Ello a tal punto que el pianista no pudo reprimir un gesto de disgusto: arrugó la cara, alzó los hombros, movió lateralmente la cabeza, y quienes estaban en la primera fila, aseguran haberlo oído exclamar, “Merde!

 

Esas cosas pasan, amigos.  Son parte constitutiva de las artes escénicas (música, danza, teatro): la pifia, el furcio, el tropezón, el giro mal ejecutado y hasta las caídas aparatosas de las que no escaparon Rudolf Nureyev ni Margot Fonteyn.  Así que media hora de música sublimemente vivida y compartida por Éricourt… y todo se va por la cloaca debido a un “humano, demasiado humano” (Nietzsche) error en la nota final de la pieza.  Cierto: de todas las notas en el mundo, esa era probablemente la más penosa de fallar.  ¡Pero recordar la ejecución de Éricourt por ese yerro aislado, y olvidar toda la imponderable belleza que nos regaló, es el acto más mezquino, vil y miope de que un ser humano podría ser capaz!  Y sin embargo, así son las cosas.  Todo el que estuvo en ese recital recuerda, evoca con malévola sonrisa el gazapo de Éricourt.  Luego, mucho después, acotan, como un hecho secundario, que fuera de esa pifia, la interpretación fue magnífica, inmaculada.  En el bronce quedó grabado ese Do que debió haber sido Re, y en el agua fue escrita la excelencia de su ejecución.

 

Otro caso, tomado del universo del fútbol.  Todo el mundo recuerda a Martín Palermo como el hombre que, en partido jugado entre Argentina y Colombia, erró tres penales consecutivos.  Colombia terminó ganando 3-0.  Palermo fue crucificado.  Los titulares de la prensa argentina rezaban: “Colombia 3, Palermo 0”.  Fue escarnecido, vituperado, denostado, ridiculizado, satanizado.  El primer penal salió tan alto que quedó gravitando en el cinturón de asteroides de Saturno, el segundo reventó el travesaño y rebotó fuera del estadio, y el tercero fue atajado con infantil facilidad por el portero colombiano.  Palermo: el hazmerreír futbolístico del mundo entero.  De hecho, al día de hoy figura en el Guinness Book de los récords mundiales: el único jugador que ha botado tres penales en un solo partido.  ¡Ah, pero nadie recuerda que ese mismo infortunado es el máximo goleador histórico del Boca Juniors, equipo en el que jugaron astros de la magnitud de Maradona, Riquelme y Rattin!  No, eso nadie lo recuerda, nadie lo menciona, nadie lo saca a colación.  Claro está: es más fácil mofarse del pobre miserable que reconocer sus méritos, infinitamente mayores que los tres penales desperdiciados en una mala tarde de su vida.  ¿Quién no tiene malos días, días desafortunados, en los que cometemos torpeza tras torpeza, días erráticos, días aciagos, cuando nuestros talentos se apagan, nuestras facultades se enturbian, nuestras excelencias menguan?  Y lo que le sucedió a Éricourt recayó también sobre Palermo, con el agravante de que la chusma futbolera es más inmisericorde que los frecuentadores de conciertos.  Sus tres catastróficos penales están grabados en el bronce, su récord como goleador histórico del Boca Juniors fue escrito sobre el agua.

 

El agua, sí, la desmemoriada, la amnésica, la frívola, la que solo sabe correr, el correlato del tiempo, que todo lo arrastra y difumina.  ¡Ah, qué animal tan perverso es el ser humano: su crueldad, su ensañamiento con los caídos, su gozo ante la calamidad de los otros, su endémica proclividad a ponerle un foco cenital al bailarín que falló un giro, y dejar en la tiniebla los mil otros pasos que ejecutó soberbiamente!  Detrás de todo esto se esconde la alimaña de siempre: la envidia, de nuestros traits de caractère, de nuestros rasgos patrios, de nuestra idiosincrasia, el más inocultable.  Donde haya un costarricense, esté donde esté, habrá envidia.  Fernando Díaz Plaja sostiene que la envidia fue heredad española, y que es patrimonio típico de la Iberia provinciana, campesina: siempre huele a mesón, a pajar, a caballeriza, a establo, a corral, a puercos y gallinas.  Si esto fuese cierto, no hay duda de que Costa Rica acogió el lamentable vicio y lo depuró y perfeccionó, hasta convertirlo en símbolo nacional.  Deberíamos hacer de él una alegoría pictórica (algún rostro verde, torvo y amargo), e incorporarlo a nuestro pabellón, al lado de las carabelas, las montañitas y las estrellitas.

 

De manera perfectamente comprensible, los mediocres de este mundo siempre preferirán esculpir en bronce los yerros del prójimo: en la mediocridad todos nos emparejamos, nos uniformamos, nos homogeneizamos hacia abajo.  La excelencia, por el contrario, es implacablemente discriminante: selecciona, distingue, singulariza a sus representantes hacia arriba.  En las pifias y los penales botados, todos podemos pretender valer tanto como Éricourt o Palermo.  Nos diremos: “¡Mirá vos, después de todo yo soy igual que ellos!”  Pero ante la excelsitud de la interpretación de Éricourt y los 236 goles de Palermo con el Boca Juniors quedamos reducidos a pigmeos, a bonsais humanos, a piecitos atrofiados de geishas, y es por eso que corremos a consignarlos sobre el agua.

 

Mezquindad, ruindad, pequeñez, vileza de los insignificantes bichitos bípedos y mamíferos que somos, ocasionalmente sapiens, mucho más a menudo emotivos, viscerales, biliosos, ciegos e irracionales primates.  Las pifias y los penales botados son las reservas de biosfera de los mediocres, la barrica flotando en mitad del océano que les permitirá no morir ahogados, la bocanada de aire que tan desesperadamente necesitan.  No debemos privar al hombre mediocre de su derecho a serlo: que se divierta, solace, consuele y alivie saboreando el escollo en el que los grandes cayeron.  Que los proclamen e inmortalicen en el bronce.  La suya será siempre la Schadenfreudealemana: la alegría ácida, ponzoñosa, patética de los que, no siendo capaces de grandeza, se reconfortan viendo caer a los gigantes.  Es su único consuelo: por una cuestión de misericordia, no debemos privarlos de ella. 


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