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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

¿Soy necesario?  ¿Siquiera útil?

Jacques Sagot


Corría el año 1981.  Agosto, si bien recuerdo, o quizás más bien julio.  Estaba yo en la ciudad de San Salvador, preparándome para el que sería mi debut internacional como pianista.  El programa era demandante, y yo me había tomado aquella efeméride con la absoluta seriedad con que siempre abordé mis compromisos pianísticos.  Cuando llegué al hotel, comencé a escuchar lo que me parecieron ser truenos distantes, anunciadores de tremenda tormenta.  Pero había algo diferente en su sonoridad: eran más apagados, más sordos, pero más retumbantes: generaban una vibración que llegaba hasta mi habitación de hotel.  No es lo propio de los truenos.  Bajé -en pijamas- a hablar con el recepcionista.  Me dijo que el torvo sonido no era otra cosa que el estallido distante de bombas.  Provenían del Frente Farabundo Martí o de la Armada Salvadoreña: era imposible determinarlo.  Como el buen hombre advirtiera mi expresión de terror, se apresuró a tranquilizarme: “No se preocupe: esos estallidos ocurren en la zona de combate.  Este hotel, y este barrio son muy seguros, aquí no pasa nada.  Claro, convengo en que la explosión de bombas no es precisamente la mejor canción de cuna para ponerlo a uno a dormir, pero le repito: la guerra ha respetado este barrio y este hotel: nunca hemos estado bajo amenaza de escaramuzas de este tipo”.  Agradecí las palabras del recepcionista y volví a mi habitación.  Sí, cada cierto tiempo (¿una media hora quizás?) se oía el estallido de una bomba, y el tremor que generaba llegaba hasta los cristales de mi habitación, hasta la cama, hasta la madera, hasta el espejo del baño… eran estremecimientos por poco telúricos, leves, pero de sobra perceptibles y suficientemente vibrátiles como para inquietar a cualquiera.


Durante los dos días siguientes las detonaciones bajaron en su frecuencia (una cada tres o cuatro horas), pero el mero hecho de saber que con cada una de ellas moría una cantidad indeterminada de personas (una sola víctima hubiera bastado para tornarlas ominosas) bastaba para hacer de mi sueño un duermevela sobresaltado y sudoroso.  La tarde del recital me senté en la terraza del hotel, y pedí, si bien recuerdo, una taza de chocolate y algunas galletas (es preciso hacer acopio de calorías antes de un evento de esta naturaleza).  Estaba nervioso, expectante, viviendo esa agonía irreductible e inexorable que precede a los recitales y conciertos con orquesta, especialmente si constituyen un debut internacional, y no puede uno contar con el público doméstico, por principio mimoso e indulgente.  Y estaba sorbiendo mi chocolate con extra cucharadas de azúcar cuando vi lo que quizás nunca debía haber visto, o que por el contrario era perentorio que viera a fin de comprender mejor el mundo, y salirme de mi pequeña burbuja de pianista y escritor.  Por la calle avanzaban lentamente, cabizbajos, como avergonzados de cruzar la mirada con cualquier ser viviente, escoltados por guardas de seguridad, un grupo de hombres rapados, uniformados, y unidos por una urdimbre de cadenas y grilletes inexpugnables, que los ataban por los tobillos, las manos y los cuellos.  Quedé perplejo.  Corrí a preguntarle al recepcionista qué significaba aquellos y este me respondió: “Son los reos políticos que serán fusilados esta noche en el Cuartel Central de la Policía de Hacienda”.  “Pero, pero… ¿qué crimen han cometido?”  -pregunté balbuciente-.  “Pues mira, es posible que hayan sido responsables en el pasado de esas bombas que tanto te asustan hoy en día.  El gobierno los tiene por guerrilleros y terroristas.  No hay piedad con ellos.  Por otra parte, muchos son inocentes, y van a dar al cadalso por su mera simpatía con los insurgentes.  Este es un país en guerra amigo, un país dividido, fracturado.  Y le puedo decir: en el mundo nada hay tan cruel como las guerras civiles: no pocas veces sucede que un hermano se descubra en la coyuntura de tener que matar a su hermano de sangre.  Ha sucedido.  Conozco casos”.


Esa noche tuve que dar mi recital.  No hubo un instante, durante la ejecución, en el que lograra expulsar de mi mente la imagen de los condenados a muerte, que estaban ahí, de pie, frente al paredón, mirando el negro ojo de los fusiles y anticipando el dolor de su carne y lo que habría del otro lado de la muerte, mientras yo, cual un príncipe, rodeado de inmerecidos privilegios, tocaba la más bella música del mundo.  No fue un buen recital.  No podía serlo.  Fue un debut triste.  Jamás la futilidad, la perfecta superfluidad de mi profesión se me había hecho tan penosamente evidente.  ¿Cuándo y dónde ha muerto un hombre porque un pinche pianista toque un Re bemol en lugar de un Mi bemol?  ¡Cuánta pomposidad de mi parte, prestarle tanta importancia a semejantes fruslerías!  Eran seis -o quizás ocho, no recuerdo con exactitud- los hombres que, justo en el momento en que yo hacía música, caían abatidos por las balas.  Vayan a preguntarles si a alguno de ellos le importaba un comino Beethoven, Schumann, Liszt o Debussy.  Baladí, innecesaria profesión, la mía.  El mundo no me necesitaba.  Aquellos mártires no me necesitaban.  El pelotón de fusilamiento no me necesitaba.  El país desangrado y destrenzado en fratricida lucha no me necesitaba.  Los propios Beethoven, Schumann, Liszt y Debussy no me necesitaban: para interpretarlos había miles de pianistas mejores que yo en el mundo.  Los tiempos de guerra demandan hombres de guerra.  De las armas o del pensamiento, pero en todo caso, guerreros.  No hay lugar para mí en el mundo, en este momento concreto de la historia.  El pueblo salvadoreño no puede tener absolutamente ningún interés en Schumann.  


Esa noche salí al escenario y cumplí con la preestablecida y mil veces ensayada coreografía de mis dedos.  No fallé muchas notas, que recuerde, pero mi corazón no estaba ahí.  Quien tocó fue un fantasma, un hombre al que le habían robado el alma.  Para usar la terminología lorquiana, fueron ejecuciones sin “ángel”, sin “musa” y sin “duende”.  Y es con un estremecimiento que reparo de pronto en mi elección de palabra: “ejecuciones”.  Pude haber escrito “interpretaciones”, pero en primer lugar fue muy poco lo que realmente “interpreté” en ese, mi debut fuera de casa, y en segundo lugar esa fue una noche de “ejecuciones”, no de “interpretaciones”.  


Anyways, me repuse del evento y seguí tan bien que mal con mi carrera hasta el día de hoy.  Ya no me hago preguntas sobre mi imprescindibilidad o superfluidad en el mundo.  Me limito a tocar piano y escribir…  Jamás sabré cuál fue el impacto -ínfimo o considerable- sobre esa sociedad de la que fui parte durante… pues durante algún tiempo.  Siempre será menos del que hubiéramos querido. 


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