La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce
- 19 may
- 4 Min. de lectura
Fe religiosa y anti-intelectualismo
Jacques Sagot
Y ahora, una noción que me ha perturbado desde hace mucho tiempo, y no he tenido ocasión de analizar.
El anti-intelectualismo como vía para llegar a Dios… ¡habrase visto peor necedad! El cuento de que mucha “ciencia”, mucho “conocimiento”, mucha “cultura”, mucha reflexión filosófica” nos desvirga espiritualmente, nos arranca a ese estado de puerilización auto-inducido (“En verdad os digo que el que no naciere otra vez no podrá entrar al Reino de los Cielos”)… Todo esto es aberrante, absurdo e indignante.
En “Nicodemo, el fariseo”, Unamuno se ensaña contra el intelectualismo –ese mismo que el tan asiduamente cultivó–, contra “esos libros franceses que nos llegan desde países transpirenaicos”, contra todo lo que San Francisco de Asís, llamaba “ciencia”, y consideraba nociva para la vivencia del Evangelio. Por poco, Unamuno parece recomendarnos asemejarnos tanto cuanto sea posible al pobre imbécil de Blasillo “the village´s idiot”, que muere en plena misa, en el umbrío seno de la madre iglesia y jamás se interrogó seriamente sobre la existencia de Dios. ¿Una especie de imbecilidad e infantilismo auto-inducido, serían, pues, la manera de acceder a Dios? De hecho, Unamuno nos manda a mamar teta, a devenir en grotescos lactantes, infantes de cincuenta y sesenta años de edad, que deben alimentarse con la leche de la fe pura, prístina, y no con la leche del biberón del intelectualismo. ¿Quiere usted creer en Dios? Pues sea tonto, entonces –pareciese sugerirnos–.
De nuevo, lo que esta actitud me recuerda era el recalcitrante anti-intelectualismo de San Francisco de Asís –hombre privado del menor alumbre en materia de letras–, pero sublime en su pureza y acatamiento al espíritu del Evangelio “vivido al pie de la letra”. Pero conviene recordar que otros santos fueron intelectuales, hombres de letras, filósofos de primerísimo rango: San Agustín, Santo Tomás, San Anselmo. ¿No debemos tampoco leerlos? ¿Fue todo cuanto produjeron letra muerta? No, no, no: bajo ninguna línea de razonamiento va Unamuno o ningún otro de los pensadores anti-intelectuales (que en el fondo lo eran como el que más) a persuadirme de que la idiotez es una buena manera de ver el rostro de Dios.
Por lo que a la suspicacia de Unamuno contra la ponzoñosa literatura “transpirenaica” que inficionaba la natural –asumo– fe del pueblo español, no puedo menos que censurar el miope y conscientemente cultivado provincianismo de don Miguel, y un maniaco anti-galicismo que también se manifiesta en otros de sus escritos. Tal parece que para llegar a Dios es preciso anestesiar todas las funciones intelectivas y analíticas. Cloroformizar la razón. El “suicidio intelectual” de que hablaba Camus –y al cual siempre se opuso–. Luego pienso en Ortega y Gasset. ¿Por qué? Por una expresión que, siendo, mía, podría haber brotado de su pluma: el gozo del pensamiento, el juego de la razón, la juglería de las ideas en tanto que lujo vital, que gratuidad. Porque yo gozo del pensamiento, y gozo de él aún cuando me alejase de Dios (y es un punto que habría que verificar muy cuidadosamente). Un gozo per se, un gozo que es su propia recompensa. Un gozo gratuito y lujoso (para volver a los adjetivos orteguianos). Me gusta pensar: es tan simple como eso. Y me gusta aún cuando quizás sospeche que mi línea de pensamiento no me conduce necesariamente a la Verdad (¿qué es eso, de toda suerte?)
Creo que para quien ha encontrado a Dios, Sartre, Camus, Russell, Heidegger o Sponville serán inofensivos: no lo van a des-convertir, y acaso contribuyan más bien –por contraste, por oposición– a cimentar aún más su posición. Por otra parte, emprenderla contra el “intelectualismo” (así usado, de manera burdamente genérica) nos llevaría a descartar a algunos de los grandes pensadores de la cristiandad: San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Teresa de Ávila, Sor Juana Inés de la Cruz, Charles Péguy, Paul Claudel, Chesterton, Jacques Maritain, Gabriel Marcel… ¡y hasta al propio Unamuno! ¿Qué debemos entonces hacer? ¿Farfullar el rosario y mascullar el Pater quinientas veces por día? (¡y aún en tal caso, estaría yo dispuesto a sostener que en el cuerpo de la oración se inserta ese “intelectualismo” que Unamuno tanto teme!)
Por otra parte, si yo no creo en Dios, puedo asegurarles, amigos y amigas, que no será nunca por la perniciosa influencia de los apólogos del ateísmo, por Sartre, Russell o Sponville. Aún más: creo que su negación podría paradójicamente acercarme a Dios. Son autores que disfruto, y a los cuales leo con fruición. No creo que la lectura deba tener por única misión un efecto salvífico, soteriológico sobre nuestras armas. Me gusta la juglería de las ideas. Es un bello, noble, sublime juego, definitorio de la dignidad humana, aun cuando no nos deposite directamente en los brazos del Señor. Si solo debemos leer los Evangelios y todos aquellos textos que tengan sobre nosotros un poder salvífico, ello significaría que solo podemos leer lo que nos es útil –y de manera personal, exclusiva–. ¡Cuán mezquino! Ese elogio de la inutilidad que propone Ortega y Gasset con respecto a tantos productos de la cultura, merece ser traído a colación. Es cuando una cosa o actividad es inútil, que comienza a brillar con el lustro de su propia, inherente dignidad, cuando el criterio de utilidad, de funcionalidad deja de ser prioritario. De ahí su concepción como “lujo de la cultura”.
La acción bellamente inútil establece entre el sujeto y su objeto un vínculo otro que el utilitario, y este mero hecho transforma nuestra relación con el mundo, haciéndola más plena, más lúdica, más interesante. Pero ahora resulta que, a fin de salvar mi alma, debo únicamente leer aquello que propenda a tal propósito. Bastardizado y degradado ha quedado de esta manera el exquisito gozo de la lectura. Ya no es un acto gratuito: ha quedado utilitarizado: es una manera más de comprarme la eterna beatitud. ¿Hace esta actitud de mí un perfecto fariseo? Posiblemente don Miguel hubiera asentido. Oh well! ¡Hay muchos peores agravios que podrían sobre uno recaer!
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