La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce

- 19 jul
- 6 Min. de lectura
Aritmética de la soledad
Jacques Sagot
La soledad tiene una secreta, oscura aritmética. Gozo compartido es doble gozo. Gozo solitario es tan solo medio gozo. Dolor en soledad es doble dolor. Dolor compartido es tan solo medio dolor. Es una fórmula simple y veraz.
Lo más trágico de la enfermedad es la forma en que nos condena a la soledad. A los sanos no les interesa la gente enferma. Podrán sentir por ella una vaga conmiseración, pero no llegará al punto de hacerlos asumir una actitud proactiva e ir a acompañarlos al lecho donde yacen, quebrantados. No los culpo. El enfermo se convierte, en estos casos, en un memento mori, un recordatorio de muerte. Pasar frente a un hospital, y ver aquella colmena de ventanas, iluminadas u oscuras, aquellos habitáculos donde palpita, donde sueña, donde la vida libra quizás la última de sus batallas, es siempre una experiencia perturbadora. Nunca lo hago sin dedicarle a los residentes de esos palacios del dolor y la muerte una sentida plegaria. Es lo menos que una persona decente puede hacer por su prójimo (su próximo).
Sí, la enfermedad nos aísla, y no es esta la menos grave de sus consecuencias. También el dolor abisal nos aísla. Un ser humano hundido en profundo duelo (la pérdida de un ser querido, alguna profunda crisis de índole personal) irradia, dimana, expele soledad. Se rodea, a pesar suyo, de una especie de propio microclima que la condena a una existencia insular y marginal. La gente rehúye el dolor, como rehúye la enfermedad. Una madre que viene de perder a un hijo ha de ser, a buen seguro, el ser humano más solo del universo. La gente le prodigará sus “más sentidas condolencias” (condolencia: doler -con), pero este gesto es mera etiqueta de las emociones. Nadie puede saber, ni sospechar, ni siquiera dimensionar el mundo de dolor que la mujer lleva por dentro. No solo es una madre que ha perdido a su hijo: es una náufraga de la comunicación, un barco que emite señales de SOS en medio de un proceloso mar de brea, en el fondo de una noche sin luna y sin constelaciones. La mitad de su dolor radica en su soledad, que sabe o intuye desde el fondo del alma.
Tengo para mí que aun el alimento ingerido en soledad pierde una buena parte de sus virtudes nutricias. Nada es tan triste como tener que cenar o almorzar solo. La comida alimenta menos, sabe menos, dura menos, masticamos perezosamente, sin entusiasmo, por el mero hecho de cumplir con el ritual de la manducación. Las vitaminas, proteínas y minerales serán absorbidos de manera lenta y apenas parcial por el cuerpo.
Ir a un museo, al cine, a un concierto, a una ópera, a un ballet, a un circo solo es agostar, reducir el gozo inherente a estas experiencias. Da Vinci, Fellini, Horowitz, Turandot, El Cascanueces… toda esa belleza pasará frente a nosotros y, a falta de la caja de resonancia que constituye la compañía, reverberará en nosotros pobremente, secamente, insípidamente. Gran parte del gozo estético procede del hecho de vivirlo acompañado, como una suerte de compartida eucaristía. La belleza se amplifica en la compañía, dos almas estremecidas al unísono, como cuerdas vibrando por simpatía, le dan a la experiencia estética una amplitud, un grado de expansión, de plenitud que jamás podrá tener en soledad. Mil veces me sentí disuadido ver espectáculos notables porque la soledad me desestimulaba para salir de mi casa, tomar un taxi, pagar un tiquete, y sentarme en medio de mil desconocidos, sin nadie con quien compartir mi euforia. La soledad es como un anticipo, una presciencia de la muerte. Se parece demasiado a ella como para no temerle.
Brahms, el solterón recalcitrante, tenía por lema (y lo inscribía en su piano, sus cartas y partituras) “Frei aber einsam”: “Libre pero solo”. ¿Brahms, libre? ¡Que no se jacte un hombre de su libertad si vive atenazado por sus propios demonios, –y el autor del Réquiem Alemán los tenía por miles!–. ¡Que no comience siquiera a glosar sobre su libertad cuando la culpa, la rabia, el rencor, el miedo, la envidia o la melancolía lo mantienen sojuzgado! Un prisionero moral: eso es lo que será. Un prisionero confinado a la más sórdida de las mazmorras, esa que apesta a uno mismo, a mismidad, porque el ego la ha impregnado de su tufo indisimulable.
Unamuno hablaba con frecuencia de la solitariedad, y la distinguía netamente de la soledad. La solitariedad es ese estado de aislamiento libremente escogido, necesario para la generación de la belleza, de la obra de arte, de la producción de pensamiento. Es optativa, y estrictamente provisional. De ella saldrá el creador con una nueva obra para compartir con el mundo. Es Beethoven, aislándose en su habitación (comiendo y durmiendo en ella) mientras componía en su piano el “Credo” de su Missa Solemnis. El ama de llaves y los vecinos lo oyeron durante dos meses canturrear, silbar, gritar y patalear en su pequeño y caótico gabinete de trabajo, y muchos lo tomaron por loco… hasta que reemergió a la sociedad para regalarle la más hermosa misa jamás compuesta.
Pero la soledad, en cambio, no es optativa: la vida nos la impone, como una enfermedad incurable, y ahí nos va estrangulando poco a poco, drenando nuestro gozo de ser, nuestra alegría de vivir. La alegría solitaria no es más que onanismo de las emociones.
Camus, por su parte, se describía a sí mismo como “solitario pero solidario”. No es un argumento que me convenza de su eficacia humana. Cualquier persona solidaria conjura, con su mera generosidad, con el acto de dación, la estéril, yerma, afásica soledad. La soledad es Luvina, la infecunda y fantasmagórica ciudad de El llano en llamas, o Comala, el espectral pueblo de Pedro Páramo, ambas obras de Juan Rulfo. Quizás lo más aterrador de la muerte sea el prospecto de infinita, eterna soledad que a veces asume en nuestras mentes. Piénsenlo bien, amigos: el infierno, si es compartido, no puede ser tan infernal. Alguien habrá ahí que sea simpático, o locuaz, o siquiera pasablemente entretenido.
El pensador Max Scheler, padre de la antropología filosófica, estableció tres tipos de soledad. La soledad física: un hombre perdido en medio del desierto. La soledad social: un hombre perdido en medio de una ciudad de cinco millones de habitantes, donde nadie habla su idioma y él no conoce a persona alguna. La soledad moral: un hombre en una ciudad de cinco millones de habitantes que hablan su misma lengua, donde tiene amigos y parientes a granel, pero en la cual su axiología ética, religiosa, social, estética, política, sexual, moral va a contrapelo de lo que todo el mundo profesa. Según Scheler, esta sería la más amarga y difícil de sobrellevar de las soledades. Lleva razón, el filósofo. Como decía Ortega y Gasset irónicamente, “ser diferente es siempre ser indecente”. La sociedad castiga la diferencia. Tiene mil mecanismos, más o menos sutiles o brutales, subliminales o estipulados, explícitos o implícitos, codificados o literales, tácitos o expresos para sancionar la diferencia. La primera pena que nos impone es, justamente, la soledad y la marginación. Un hombre que no usa el sociolecto de su comunidad, será objeto de irritadas diatribas, mofas, envidia, intriga, críticas bajunas, mala fe, agresiones de todo jaez. La diferencia en el lenguaje, en el decir, en el discurso, en la especificidad de la palabra de un individuo, es la más punible de las diferencias. Más que la diferencia sexual, política o religiosa.
Creo desde el epicentro de mi alma que el ser humano nació para la compañía, para la sociabilidad, para compartir. Creo que nació para vivir en pareja. Creo que es muchísimo de lo que se pierde al elegir la soledad –o bien, al ser condenado por la vida a ella–. Creo que la soledad es una maldición, un estigma y una tragedia. Creo que el ser humano solo desarrolla la totalidad de su potencial psíquico, emocional y creativo en contacto íntimo con sus semejantes. Creo que un compañero o una compañera de vida y muchos, muchos amigos, son las más grandes bendiciones que sobre una persona pueden recaer. Creo que quien tiene esto es más poderoso que el más poderoso de los faraones, más rico que el más rico de los reyes, más bendecido que el más bondadoso de los hombres, más resiliente y coriáceo que la más alta muralla granítica jamás esculpida por las tectónicas fuerzas que jalonan la piel del planeta.






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