Nuestros periodistas deben volver al “Paco y Lola”
Jacques Sagot
Periodista: individuo que no pudo ser escritor, filósofo, pensador, poeta, político, deportista, profesor, orador, activista social, actor, vendedor de jocotes, y encontró su “nicho” en algo llamado “comunicación”. Su narcisismo herido lo lleva a hacer de esta “comunicación” -donde debería fungir como divulgador de información- una pasarela mediática para visibilizarse a sí mismo. Habiendo fracasado en todo, el periodista se inventa un espacio, un escaparate, una vitrina que le dé su raison d´être, que justifique su gestión: crea para sí una necesidad social. Se farandulea a sí mismo, farandulea el hecho de farandulear, y se convierte en una especie de farándula “a la segunda potencia”. Es farándula por cuanto farandulea al mundo. Un himno al absurdo y la sinrazón. El anchorman, la anchorwoman, son vedettes por ser vedettes. Son famosos por el mero hecho de ser visibles. No requieren talento, excelencia, ni facultad alguna. Son famosos por ser famosos. A punta de ubicuos y omnipresentes, y quizás -en los mejores casos- merced a sus caras pasablemente bonitas. Su prestigio solo es concebible dentro de un régimen de totalitarismo mediático, de vacuidad pura, la dictadura de la visualidad y la iconicidad bajo la que arrastramos nuestras miserables existencias.
¿Que hay excepciones? ¡Por supuesto! Siempre las hay, siempre las ha habido y siempre las habrá. Guido Fernández, verbigracia, era un genio periodístico. También lo fueron Julio Rodríguez, Enrique Benavides y Jorge Vargas Cullel. Y si hemos de seguir con las menciones, es importante evocar a Pío Víquez, Otilio Ulate, Roberto Brenes Mesén, José Marín Cañas, Rodrigo Fournier, Amelia Rueda, Giannina Segnini, Eduardo Ulibarri, Adriana Durán, Doriam Díaz, Miguel Cortés, Armando González, Esteban Mata y muchos otros notables (el peligro de toda enumeración son las omisiones: doy por un hecho que omito a periodistas sin duda brillantes). Pero estas enormes golondrinas, de talla jurásica y canto imperecedero, no hacen verano. Son rara avis in terra. Representan la excepción, en un país que lo tenía todo para que fuesen la regla.
Desde el punto de vista académico, el periodismo debería siempre ser un posgrado. Un politólogo, sociólogo, escritor, científico, jurista o historiador decide obtener un posgrado en comunicación. Eso sería óptimo. Por desgracia, el periodismo es asumido como profesión a priori. El resultado es que las escuelas de comunicación no cesan de graduar muchachos y muchachas vacíos de cultura, que a duras penas han aprendido a leer y escribir. Luego encuentran su nicho como gacetilleros en algún indiscriminante y poco selectivo periódico. Un mal día son promovidos a directores de tal o cual sección, y ahí se enquistan hasta la consumación de los siglos.
Generaciones enteras de lectores consumirán la basura periodística que producen, y el daño será masivo e irreversible. Una mala pluma, entronizada en un periódico, es tan nefasta y devastadora como un brote de la peste negra. Son esparcidores de la imbecilidad, anti-evangelistas, portadores de la aciaga nueva de su mediocridad. Contaminan espiritual e intelectualmente a todo un pueblo. Hacen de él un esclavo de la incultura, la frivolidad, la pachuquería, la farándula, la vulgaridad… Matan las almas, y en tanto que asesinos, deberían ser juzgados por crímenes de lesa humanidad. Costa Rica está infestada de ellos. Generan la avitaminosis y el raquitismo cultural de nuestro país. Son mercachifles: quieren vender periódicos como si de jocotes se tratase. Y claro, en los pueblos ineducados, la bazofia es inmensamente redituable. Es así como equiparan, de manera falaz, el alto nivel de lecturabilidad o el incremento de las suscripciones con la excelencia periodística. Ya lo dijo Machado: “Todo necio confunde valor y precio”. Periodismo sin vocación ni compromiso social, histórico, cultural, antropológico. Máquinas de la idiotización colectiva perfectamente lubricadas. Al día de hoy, una de las más graves patologías colectivas que aquejan a nuestro país.
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