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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 23 jul

LA EDUCACIÓN NOS ENSEÑA A

PENSAR Y A SENTIR


Jacques Sagot




 

El pensamiento crítico es, para usar una metáfora un tanto heterodoxa, un músculo intelectual.  Requiere constante tonificación.  Privémoslo de disciplina, de resistencia y de alimento, y lo veremos degenerar en meros automatismos lingüísticos, en prejuicios, esto es, en todo aquello que precede al juicio.  Y el momento llega, sí, de la atrofia irreversible.  A nadie en el mundo le gusta oír diagnósticos alarmantes, pero es mi personal sentir que la sociedad costarricense avanza en esta dirección.   No hay objetivo tan perentorio para nuestros educadores como el de desarrollar en los ciudadanos la capacidad para el pensamiento crítico.  ¿Desarrollar?  Yo diría más bien darle respiración boca a boca, sacar el botiquín de primeros auxilios.  Pero si los educadores queremos asumir una responsabilidad de semejante envergadura debemos tener muy clara la naturaleza de nuestra misión.

 

Definir ese milagro que es el acto educativo resulta imposible en cuestión de unos pocos párrafos.  Procedamos apofánticamente, esto es, por negación (¡qué difícil comenzar un prólogo con una de esas palabrejas que desaniman la lectura desde la primera frase, pero qué la vamos a hacer: a veces no hay forma de eludirlas!).  Antes de aventurar ninguna definición, comencemos por limpiar el campo de maleza, y puntualicemos qué tipo de vínculos humanos son incompatibles con la educación.

 

Educar no es establecer una estructura relacional de poder donde el profesor avasalla a su alumno en virtud de su mayor conocimiento en un área específica del saber.  Una cosa es autoridad, otra es autoritarismo.  La autoridad se inspira, es el subproducto de la admiración ante la excelencia intelectual y humana del educador.  El autoritarismo es la actitud represiva y dictatorial que el profesor asume cuando sospecha íntimamente su inanidad intelectual.  El talento pedagógico tiene por fundamento el respeto, y genera naturalmente respeto.  El autoritarismo, por el contrario, delata siempre un estado de bancarrota intelectual: es el bíceps del fanfarrón académico que, ante la imposibilidad de suscitar respeto, se contenta con generar temor.

 

El alumno no es un recipiente que debe ser colmado: es un fuego que espera ser encendido.  Educar es contagiar un fervor, un entusiasmo.  El profesor es, en el sentido etimológico de la palabra entusiasta, un endiosado, esto es, alguien que tiene a Dios en el cuerpo: sin pasión no hay convicción, sin convicción no hay posibilidad ninguna de descubrir, suscitar o despertar una vocación.  ¿Qué cosa es la vocación?  Es el talento cuando se aúna a la noción de destino, de misión, de trascendencia.

 

Educar no es informar.  La información es la transmisión de datos, en el sentido positivista del término.  Su sustento es la memoria, tan desacreditada hoy en día.  No debería serlo.  Después de haber cultivado durante siglos una educación mnemónica, se nos ha ido la mano en la dirección opuesta: ahora resulta que la amnesia es considerada un atributo intelectual y hasta un signo de genialidad.  No señor: hay teoremas, fechas y nombres que es preciso en efecto recordar, en la medida en que operan como puntos de articulación para el pensamiento.  Lo que urge entender es esto: la memoria es una función de la atención, del gozo, del interés.  El cerebro humano está programado para recordar lo que le genera entusiasmo y para olvidar lo que le aburre.

 

El conocimiento es la información procesada, digerida, interiorizada.  Cuando los datos han sido transformados en sistema coherente, se convierten en conocimiento.  Sin embargo, este dista todavía de ser el terminus ad quem del proceso educativo.  Al conocimiento debe de añadirse la cultura.  Por cultura entiendo sensibilidad, y me apresuro a señalarlo, no únicamente sensibilidad artística: la sensibilidad entraña un proceso de identificación, de asociación cordial -del latín corda: corazón- con una realidad concreta.  Sensibilidad humana, sensibilidad histórica, sensibilidad social…  Esta universal vibración ante la totalidad del quehacer humano es constitutiva del hombre culto.  La cultura requiere, así pues, lo que Bergson llamaba un esfuerzo de “empatía imaginativa”.

 

Y llegamos a la cuarta instancia del acto educativo: la sabiduría.  El sabio tiene la información, el conocimiento y la cultura, pero va un paso más allá.  Un paso apenas, sí, pero un paso importantísimo.  Sabiduría es saber para la vida, no saber sobre la vida: en el fondo, otro nombre para el amor.  Es el aprendizaje y el ejercicio -porque se trata de una práctica más bien que de un discurso- de la solidaridad, del respeto, de la paz.

 

Maestro, alumno: roles permutables e intercambiables.  Tanto aprende el discípulo del profesor como el profesor del discípulo.  La educación no es mero pedagogismo.  No basta con saber cómo se enseña: hay que saber cómo se aprende.  Y todos estamos en el mundo para encarnar ambas figuras: vivir es aceptar que seremos alumnos de nuestros alumnos, y a la vez maestros de nuestros maestros.  Todo lo demás es mera pedantería.

 

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Agui en España se culpa al profesor de educar. Parir no es ser madre, es darle tu la educación, el profesor es para enseñarte la base fundamental de cultura de normas de urbanidad, y lo demás es de los progenitores. Ahora estamos en una etapa difícil de gue no entienden de cibismo, una mayoría beber, tomar opiaceos y un mañana vacío

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